José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– Deben mantener cierta distancia con la niña -les aconsejó Maggy mientras caminaba delante, mostrando el camino.

– Pero, cuando la puerta se abra, ¿no hay riesgo de que entren bacterias? -preguntó Constanza, afligida por la posibilidad de que la visita representase un peligro para su hija.

– No hay problema. El aire de la habitación está esterilizado y se mantiene a una presión atmosférica superior a la normal, de tal modo que, cuando se abren las puertas, el aire exterior no llega a entrar.

– ¿Y cómo come ella?

– Con la boca, claro.

– Pero… ¿no hay peligro de infecciones en la comida?

– La comida también está esterilizada.

Llegaron al área de aislamiento del postoperatorio de la unidad de hematología y Maggy abrió la puerta de una habitación.

– Es aquí -anunció.

El aire era fresco y tenía un olor aséptico. Tumbada en la cama, apoyada en un almohadón, Margarida parloteaba con su muñeca pelirroja. Miró hacia la entrada y sonrió al ver a sus padres.

– Hola, papis -saludó.

La enfermera hizo una seña para que mantuviesen distancia y la pareja se quedó al pie de la cama.

– ¿Cómo estás, hija? ¿Estás bien? -preguntó Constanza.

– No.

– ¿Qué pasa? ¿Te duele algo?

– No.

– ¿Entonces?

– Tengo hamb'e.

Constanza y Tomás se rieron.

– Tienes hambre, ¿eh? ¿Aún no has almorzado?

– Sí, he almo'zado.

– Y te has quedado con hambre.

– Sí. Me die'on pollo con maca'ones.

– ¿Estaba bueno?

– Ho'ible.

– ¿No lo comiste todo?

– Me lo zampé todo. Pe'o que'o más, tengo hamb'e.

– Papá va a hablar con el médico para que te traigan más comida -intervino Tomás-. Pero es que tú también eres toda una comilona, ¿eh? Si trajéramos un camión lleno de comida, seguro que te lo comerías todo… y después te quejarías diciendo que tienes hambre.

La niña acomodó la muñeca en la mesita de la cabecera y estiró los brazos en dirección a sus padres.

– Dadme unos besos, bonitos.

– Me gustaría, hija, pero el médico dice que no puedo -explicó la madre.

– ¿Po' qué?

– Porque en mi cuerpo hay unos bichitos y, si te diera un beso, te los pasaría a ti.

– ¿Ah, sí? -se sorprendió Margarida-. ¿En tu cue'po hay unos bichitos?

– Sí.

– ¡Huy! -exclamó la niña, esbozando una mueca de asco-. ¡Qué ho'ible!

Se quedaron en la habitación conversando con Margarida. Pero Maggy volvió una hora después y les pidió que saliesen. Fijaron una hora para las visitas diarias y se despidieron de su hija con muchos gestos y besos lanzados con la yema de los dedos.

Tomás sentía que su corazón se aceleraba cada vez que se acercaba la hora de la visita. Aparecía en el hospital media hora antes y se sentaba nervioso en el sofá de la sala de espera, con los ojos atentos a cualquier movimiento, conteniendo a duras penas la ansiedad que lo sofocaba. Ese permanente desasosiego, acompañado de un leve regusto amargo que no lograba definir, sólo se atenuaba cuando Constanza traspasaba la puerta, generalmente diez minutos antes de la hora de la visita. La inquietud era entonces sustituida por una tensión latente, incómoda pero extrañamente deseada: aquél se había convertido en el momento cumbre del día, un motivo central para vivir. Siguió así la evolución de la convalecencia de su hija, siempre expansiva y de buen humor, a pesar de los sucesivos accesos de fiebre, que Penrose calificó de normales. Pero era incuestionable que no era sólo por Margarida por lo que aquél se había convertido en el mejor instante del día.

Estaba Constanza.

Las conversaciones de la pareja en la sala de espera llegaban a ser, sin embargo, tensas, ásperas, llenas de silencios embarazosos y molestos sobrentendidos, alusiones sutiles, gestos ambiguos. Al tercer día, Tomás se sorprendió planeando por anticipado los temas que debía abordar; mientras se duchaba o tomaba el desayuno, armaba una especie de guión, apuntando mentalmente los asuntos que encararía durante la espera para ir a ver a Margarida. Cuando Constanza aparecía en la sala para la visita del día, devanaba aquella lista de temas como un alumno que hablara en una prueba oral; al agotarse un tema, saltaba al próximo y así sucesivamente; hablaban sobre películas, sobre libros que habían visto en la Charing Cross, sobre una exposición de pintura en la Tate, sobre las flores a la venta en el Covent Garden, sobre el estado de la enseñanza en Portugal, sobre el rumbo que estaba tomando el país, sobre poemas y sobre amigos, sobre historias de su pasado común. Dejó de haber silencios.

Al sexto día se armó de valor y decidió plantear la cuestión que más lo atormentaba.

– ¿Y tu amigo? -preguntó, esforzándose por adoptar la actitud más desenvuelta posible.

Constanza alzó los ojos y esbozó una sonrisa discreta. Hacía ya mucho tiempo que esperaba que la conversación tocase ese punto y era importante analizar el rostro de su marido cuando el tema se plantease. ¿Estaría nervioso? ¿El asunto lo perturbaba? ¿Tendría celos? Escrutó con discreción la expresión en apariencia impasible de Tomás, observó su mirada y el gesto de su cuerpo, reparó en la forma en que él había formulado la pregunta y sintió que su pecho hormigueaba de excitación. Satisfecha, pensó que estaba resentido: «Intenta disimularlo, pero se lo noto a la legua. Incluso el tema lo atormenta».

– ¿Quién? ¿Carlos?

– Pues sí, ese tipo -dijo Tomás, recorriendo la sala con la mirada-. ¿Te va bien con él?

«Lo corroen los celos», confirmó ella, disimulando a duras penas una sonrisa.

– Lo de Carlos va. A mi madre le gusta mucho. Dice que está hecho para mí.

– Ah, muy bien -farfulló Tomás, sin poder reprimir su irritación-. Muy bien.

– ¿Por qué? ¿Te interesa?

– Nada, nada. He preguntado por preguntar.

El silencio se instaló ese día en la salita de espera, pesado, ensordecedor. Se quedaron largo rato callados, mirando las paredes, jugando un juego de nervios, de paciencia, de amor propio herido, ninguno quería ser el primero en esbozar el gesto inicial, en demostrar su debilidad, en vencer el orgullo, en cauterizar las heridas abiertas, en coger los trozos sueltos y reparar lo que aún podía ser reparado.

Llegó la hora de la visita y fingieron no haber notado nada, se quedaron sentados en el sofá a la espera de que el otro cediese. Hasta que uno de ellos tomó conciencia de que alguien tendría que retroceder, alguien tendría que dar la primera señal, a fin de cuentas, Margarida los esperaba al otro lado del pasillo.

– La opinión de mi madre no es necesariamente la mía -murmuró por fin Constanza, antes de levantarse para ir a ver a su hija.

Dedicaron la mañana del día siguiente a hacer compras. Tomás salió a la calle con un sentimiento de creciente confianza, estaba claro que las cosas se iban recomponiendo poco a poco. A pesar de las fiebres intermitentes, Margarida resistía a los efectos del trasplante; y Constanza, aunque se mantenía orgullosamente distante, parecía dispuesta a una aproximación; sabía que tendría que actuar con tacto, es cierto, pero ahora estaba convencido de que, si jugase bien sus cartas, la reconciliación sería posible.

La recuperación de la hija se había convertido en su única preocupación. Para distraer la mente, decidió recorrer la pintoresca Charing Cross, yendo de librería en librería para consultar la sección de historia; estuvo en la Foyle's, la Waterstones y visitó las librerías de viejo en busca de textos antiguos sobre Oriente Medio, alimentando así el viejo proyecto de estudiar hebreo y arameo para abrir nuevos horizontes a su investigación.

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