José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– ¿Dónde firmo?

– Aquí -indicó Moliarti señalando los espacios en blanco.

El estadounidense le dejó un bolígrafo y Tomás firmó en dos copias, una para la fundación y otra para él. Devolvió el bolígrafo y guardó su copia en la cartera.

– Falta el cheque.

Moliarti sacó un talonario de su cartera y comenzó a rellenarlo.

– Medio millón de dólares, ¿eh? Se va a volver rico -dijo Moliarti con una sonrisa-. Va a poder tratar a su hija y reconquistar a su mujer.

Tomás se quedó mirándolo con expresión interrogativa.

– ¿Mi mujer?

– Sí, va a poder reconquistarla, ¿no? Con toda esa pasta…

– ¿Cómo sabe usted que estoy separado de mi mujer?

Moliarti dejó de escribir, su mano quedó suspendida sosteniendo el bolígrafo y lo miró, cohibido.

– Bueno…, usted me lo ha contado.

– No se lo he contado, no. -Su tono de voz se volvió más agresivo-. ¿Cómo lo supo?

– Pues… deben de habérmelo contado…

– ¿Quién? ¿Quién se lo ha contado?

– No…, no lo recuerdo. Vaya, hombre, no tiene por qué enfadarse…

– No me venga con gilipolleces, Nelson. ¿Cómo ha sabido que estoy separado de mi mujer?

– Pues… lo he oído por ahí.

– Usted está mintiendo, Nelson. Pero no me voy de aquí mientras no me lo explique todo muy bien. ¿Cómo supo que estoy separado de mi mujer?

– Ah, no lo sé. No importa, ¿no?

– Nelson, ¿ustedes están espiándome?

– ¡Vaya, hombre! ¡Espiar es una palabra demasiado fuerte! Digamos que nos hemos mantenido informados.

– ¿Cómo?

– No interesa.

– ¿Cómo? -dijo Tomás casi gritando.

Las personas próximas, ante la agresividad de la discusión, se dieron la vuelta para ver qué pasaba. Moliarti se dio cuenta y le hizo un gesto a Tomás para que se calmase.

– Tom, no se irrite.

– ¡No me irrito, caramba! No me iré de aquí sin saberlo.

El estadounidense suspiró. Tomás estaba al borde del descontrol y no veía modo de calmarlo. Sólo había una salida.

– Okay, okay. Se lo contaré todo, pero usted tiene que prometerme algo, ¿vale?

– ¿Prometerle qué?

– Que no se va a enfadar cuando le cuente la verdad. Okay?

– Depende.

– Depende, no. Se lo contaré con la condición de que no se enfade. Si se enfada, no se lo contaré. ¿Está claro?

– Muy bien.

– ¿No se va a enfadar?

– No.

– ¿No va después a soltarse de la lengua y decirle a todo el mundo que fui yo quien se lo contó?

– No.

– ¿Me lo promete?

– Sí. Hable de una vez.

Moliarti volvió a respirar hondo. Bebió un trago más de zumo de naranja, justo en el momento en que el camarero reapareció con el té verde. Colocó la tetera en la mesa y una taza de porcelana, echando en ella el líquido claro y humeante.

– Té Ding Gu Da Fang -anunció, antes de desaparecer.

Tomás bebió un sorbo caliente. La tisana tenía un sabor ligeramente picante y afrutado, muy agradable.

– Esta operación era muy importante para nosotros -comenzó a explicar Moliarti-. La investigación del profesor Toscano, inicialmente dirigida al descubrimiento de Brasil anterior a Cabral, tropezó por casualidad con un documento desconocido.

– ¿Qué documento?

– Probablemente el que usted encontró.

– ¿El Códice 632?

– Ese.

– ¿El que ustedes adulteraron, el otro día, cuando asaltaron la Biblioteca Nacional?

– No sé de qué me está hablando.

– Claro que lo sabe. No se haga el angelito conmigo.

– ¿Quiere escuchar la historia o no?

– Cuéntela ya.

– Pero no se enfade, ¿eh?

– Y bien…

– Bueno…, pues… entonces, a causa de ese hallazgo, que no llegó a revelarnos, el profesor se puso a investigar justamente aquello que la fundación jamás quiso que él investigase. El verdadero origen de Cristóbal Colón. Intentamos corregir el camino, encauzándolo hacia el tema de Brasil, pero él se obstinó y empezó a hacer todo en secreto. Cundió el pánico en la fundación. El tipo estaba fuera de control. Incluso consideramos la posibilidad de prescindir de él, pero eso no iba a impedir que continuase con la investigación: aquel descubrimiento era demasiado impactante. Y, además, estaba el problema del documento: no sabíamos cuál era ni en qué sitio se encontraba archivado. Cuando el profesor murió, en circunstancias extrañamente providenciales, en mi opinión, intentamos enterarnos de dónde se ocultaba la prueba que él había descubierto. Registramos los documentos que el profesor guardaba, pero sólo nos topamos con algunas cifras incomprensibles. Fue entonces cuando surgió la idea de contratarlo a usted. Necesitábamos a alguien que fuese a la vez portugués, historiador y criptoanalista, con el fin de penetrar mejor en la mente del profesor y desvelar el secreto, y usted era el único que reunía esas tres condiciones. Pero, como le he dicho, ésta era una operación muy importante para nosotros. Al reconstruir toda la investigación, se hizo evidente que usted también llegaría a la conclusión de que Colón no era genovés y no podíamos correr el riesgo de que se repitiera lo que había ocurrido con el profesor Toscano. Fue entonces cuando John tuvo una idea. El tenía amigos de las empresas petrolíferas estadounidenses que operan en Angola y les preguntó si conocían a alguna prostituta de lujo que hablase bien portugués. Le presentaron a una muchacha despampanante y John la contrató en el acto.

Tomás abrió la boca, estupefacto. No quería creer en lo que estaba escuchando.

– Lena.

– Su verdadero nombre es Emma.

– ¡Hijos de puta!

– Usted prometió que no se enfadaría. -Hizo una pausa, mirando a su indignado interlocutor-. ¿Se va a enfadar?

Tomás hizo un esfuerzo para controlar la furia. Respiró hondo e intentó relajarse.

– No. Continúe.

– Tiene que comprender que, para la fundación, era muy importante que las cosas no se desbaratasen otra vez. Realmente muy importante. Para ello era fundamental que tuviésemos inside Information. ¿Entiende? Usted me hacía los informes regularmente, pero ¿qué garantías teníamos de que nos estaba contando todo? -Dejó que esta pregunta se asentase-. Emma era nuestra garantía. Ella vivió varios años en Angola, donde se relacionaba con los big shots extranjeros de la industria petrolífera, personas con mucha pasta que se pasaban la vida en Luanda y Cabinda. Era una hooker de lujo, cosa fina, rechazaba clientes que no le gustaban, fueran quienes fuesen. Emma usaba Rebecca como nombre artístico y fingía ser estadounidense, pero, en realidad, nació en Suecia. Era una ninfómana y, por ello, hacía de hooker por placer, no por necesidad. Le mostramos una fotografía suya, le gustó y aceptó el negocio. Estuvo una semana estudiando la asignatura para convertirse en una estudiante creíble y se fue a Lisboa antes incluso de que nosotros lo contactásemos. Ligó con usted y se dedicó a seguir la investigación, de cuyo progreso me hacía informes semanales.

– Pero yo acabé con ella.

– Sí, eso fue un gran problema -observó Moliarti balanceando afirmativamente la cabeza-. ¡Vaya por Dios! ¡Hay que tener big balls para separarse de una guapetona como ella! Usted me produjo admiración, ¿entiende? Hay millones de hombres babeándose por una muñeca así, una verdadera bombshell, y usted la despidió sin pensarlo dos veces. -Se llevó dos dedos a la frente-. ¡Tiene mérito! -Hizo un gesto amplio con las manos-. Y nos trajo un dolor de cabeza tremendo, dado que perdíamos así nuestra fuente más fiable de información. Fue entonces cuando a John se le ocurrió la idea de que se presentase ante su mujer. Podía ser que, si su mujer rompía la relación, usted llamara a Emma de nuevo. No le gustó la idea y se opuso, pero las cosas son como son, ¿no? John le explicó ciertas realidades y ella aceptó contarle todo a su mujer. Como estaba previsto, su mujer cogió las cosas y desapareció y nosotros nos quedamos esperando a que usted aceptase a Emma de vuelta. Le dimos la orden de que fuese a clase, pero, por lo visto, usted no se volvió atrás.

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