José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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Todo liso.

Acercó los ojos, casi sin creerlo. No había vestigios de la raspadura. Nada de nada. Era como si nunca hubiera existido. Se llevó la mano a la boca, estupefacto, sintiendo que se le iba el alma a los pies. No sabía qué pensar. Miró toda la hoja, buscando huellas de cortes, indicios de ranuras, señales de pegaduras, diferencias en el papel, una pequeña imperfección, cualquier cosa, por minúscula que fuese. Pero nada. La hoja parecía impecable, inmaculada, genuina. Sólo había desaparecido la raspadura. Trabajo de profesionales, pensó, casi con ganas de llorar. Meneó la cabeza, profundamente desanimado, la conclusión era ineludible, final. Falsificadores profesionales. Copiaron la hoja original y la sustituyeron por otra sin dejar marcas, cubriendo huellas, ocultando pistas. Profesionales.

– Hijos de puta.

Capítulo 17

El móvil sonó cuando Tomás se preparaba para salir de casa. Pretendía ir a la Torre do Tombo a revisar documentos donde localizar referencias a los Colona; habían neutralizado el Códice 632, pero pensó que ahora que conocía el verdadero nombre de Cristóbal Colón sería más fácil, sin duda, seguirle el rastro. La absoluta inexistencia de documentos sobre la vida de Colón en Portugal era un enigma finalmente explicado; a fin de cuentas, el navegante vivió en el país con otro nombre, el genuino, por lo que, entendida y superada por fin esa dificultad, se sentía ahora confiado en que algo habría de encontrar entre los viejos manuscritos, recibos, facturas, certificados, misivas y todo lo que se hubiera acumulado por debajo del polvo del mayor archivo portugués de documentos del siglo XVI.

– ¿Sí? ¿Tomás?

Era la voz de Constanza.

– Ah, hola -saludó Tomás con un tono mesurado; se sentía al mismo tiempo sorprendido y feliz por aquel telefonazo, pero seguía herido por dentro y no quería demostrar el alivio que experimentaba al recibir, finalmente, una llamada de su mujer-. ¿Qué tal estás?

– No lo sé -vaciló Constanza-. El doctor Oliveira quiere hablar con nosotros esta mañana.

– ¿Esta mañana? No puedo, tengo que ir ahora a la Torre do Tombo…

– Dice que es urgente. Tenemos que estar en el hospital de Santa Marta a las once.

Tomás consultó automáticamente el reloj. Eran las nueve y media de la mañana.

– Pero ¿por qué tanta prisa?

– No lo sé. Ayer llevé a Margarida al hospital para hacerle unos análisis y él no me habló de nada.

– ¿Y cuál es el resultado de esos análisis?

– Quedaron en dármelo hoy.

– Hmm -murmuró Tomás, frotándose los ojos, repentinamente cansado.

– ¿Crees que los análisis mostrarán que algo no anda bien? -preguntó Constanza con mal disimulada aprensión.

– No lo sé. Vamos a ver.

Se encontraron en la rampa de las consultas externas hora y media más tarde. Constanza llevaba un tailleur gris ajustado que realzaba las curvas de su cuerpo y le daba cierto aspecto de ejecutiva. Subieron la rampa y, en el extremo, entraron por una puerta a la izquierda para desembocar en los claustros del antiguo convento, ahora transformado en hospital para enfermedades cardiacas; ignoraron los antiguos y hermosos azulejos azules que decoraban el claustro, sumidos en la preocupación que los dominaba, y se internaron en el largo pasillo que los llevó al bloque siguiente.

Por el camino, Constanza le explicó que en la víspera había llevado a la hija al hospital para un análisis de rutina que el médico le había pedido ya hacía algún tiempo; al médico de cabecera le había extrañado la palidez y la relativa postración que Margarida manifestaba desde su fiebre, por Navidad, y quería comprobar que todo iba bien. Como la niña no tenía la piel azulada, que habría indicado un agravamiento de la situación cardiaca, el médico no manifestó gran urgencia, aunque hubiera insistido en la necesidad de hacer análisis de sangre y de orina, lo que llegó a concretarse el día anterior.

Cogieron el ascensor y subieron a la tercera planta, donde estaba situada la sala de cardiología pediátrica. Encontraron al médico junto a la unidad de cuidados intensivos; Oliveira les hizo una señal para que lo siguiesen y los llevó a su despacho, en el ático, un espacio soleado y con buena ventilación.

– Aquí tengo los análisis de Margarida -dijo Oliveira, entrando directamente en la cuestión que lo había llevado a citar a los padres de la niña.

– ¿Sí?

El médico se revolvió en la silla, como si estuviese incómodo, y movió nerviosamente una hoja blanca.

– Las noticias no son buenas -advirtió el médico con gesto sombrío-. Los resultados están francamente alterados y… En fin…, estamos ante un cuadro característico de…, pues…, de leucemia.

Se hizo un silencio absorto en el despacho; Tomás y Constanza intentaban asimilar la noticia.

– ¿Leucemia? -se sorprendió Tomás.

Oliveira meneó la cabeza afirmativamente.

– Sí.

– Pero ¿eso tiene algo que ver con el problema del septo?

– No, nada. No es un problema de tipo cardiaco. Es un problema de hematología.

– ¿Un problema de qué?

– Hematología. Tiene que ver con la sangre -mostró la hoja con los datos proporcionados por el laboratorio que hizo los análisis-. ¿Ven estos resultados? Los análisis muestran más de doscientos cincuenta mil glóbulos blancos por milímetro cúbico.

– ¿Y eso?

– Lo normal es que no exceda los diez mil. Margarida tiene una cantidad excesiva de glóbulos blancos. -Señaló otra cifra-. Y aquí está la hemoglobina. Tiene siete gramos, cuando lo normal serían doce. Es una señal de anemia.

– La leucemia es el cáncer de la sangre -observó Constanza con la voz trémula, reprimiendo a duras penas los sollozos-. Eso es… grave, ¿no?

– Muy grave. A decir verdad, este tipo de leucemia se conoce como leucemia aguda, cuyo índice de incidencia es mayor en niños con el síndrome de Down que en niños normales.

– Pero ¿tiene tratamiento? -preguntó Tomás, sintiéndose presa del pánico.

– Sí, claro.

– ¿Entonces qué tenemos que hacer?

– En realidad, éste es un problema que está fuera de mi ámbito específico. La leucemia aguda sólo puede tratarse en el IPO, el Instituto Portugués de Oncología, pero quédense tranquilos porque conozco excelentes profesionales que podrán resolver esta situación. Después de ver estos resultados, me tomé la libertad de consultar a una colega en el instituto y estuvimos pensando en qué hacer a continuación. -Fijó su mirada en Constanza-. ¿Por dónde anda Margarida ahora?

– ¿Margarida? Está en el colegio, claro.

– Muy bien. Vayan ahora a buscarla y llévenla al IPO para que la ingresen inmediatamente.

Tomás y Constanza se miraron, conmovidos.

– ¿Vamos a buscarla ahora?

– Ahora -insistió el médico, desorbitando los ojos para subrayar la urgencia-. Ya. -El médico escribió un nombre en la libreta de notas-. Cuando lleguen al IPO pregunten por la doctora Tulipa, con quien ya he hablado. Ella se está ocupando de todo y va tomar las riendas del caso.

– Pero Margarida se pondrá bien, ¿no?

– Como les he dicho, ésta no es mi especialidad, pero estoy seguro de que se le dará una respuesta eficaz al problema -repuso el médico, intentando encontrar palabras de consuelo. Entregó a los padres la hoja con el nombre de la médica-. De cualquier modo, tendrá que ser la doctora Tulipa la que haga el diagnóstico, les explique en qué consiste la enfermedad y les presente las soluciones más adecuadas.

Fue como si el mundo se hubiese derrumbado nuevamente. Constanza lloró durante todo el viaje hasta el colegio, sonándose con un pañuelo de encaje; a su lado, aferrado firmemente al volante, Tomás iba callado, quebrantado por el desánimo, vencido por el desaliento. Ambos se daban cuenta de que aquél era sólo el inicio de un proceso que ya conocían, una terrible experiencia que se verían obligados a vivir otra vez, un carrusel de devastadoras emociones, y no sabían si serían capaces de sobrevivir a ello. Después de la pesadilla en que se transformó el perturbador periodo después del nacimiento de la hija, reconsideraban preparados para todo; pero ahora descubrían que no lo estaban, eran al fin y al cabo sólo dos personas desorientadas, perdidas en un laberinto de angustias sin fin, padres desesperados ante la partida a la que el destino los desafiaba de nuevo, y el impulso de sublevarse latía en sus entrañas, interrogándose mil veces sobre qué demonios habían hecho para merecer tan aciaga suerte.

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