José Santos - El códice 632

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El códice 632: краткое содержание, описание и аннотация

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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Tomás acabó el mixto caliente y concluyó que necesitaba con urgencia distraerse. Salió del café, pasó por la chocolatería y bajó hasta el sótano, en dirección al cine. Los carteles anunciaban el pase de dos películas, El club de la lucha, con Edward Norton y Brad Pitt, y El secreto de Thomas Crown, en la nueva versión con Pierce Brosnan y Rene Russo. En condiciones normales, habría elegido esta última; pero, sintiéndose solo y melancólico, optó por la película más violenta, creyó que era la mejor manera de romper aquel sopor nostálgico en el que estaba hundido. Compró una entrada y, como faltaban quince minutos para que comenzase el próximo pase, se dirigió al bar para comprar unas golosinas. El bar era una novedad del cine de Carcavelos; en sus tiempos de estudiante aquel espacio no existía. Se trataba, al fin y el cabo, de una respuesta de la vieja sala a la oferta «gastronómica» de los nuevos shoppings, una señal triste de que los tiempos efectivamente habían cambiado: aquél era el mismo sitio, pero se había vuelto diferente. Mientras esperaba un momento junto a la barra, sintió añoranza del cine tal como era antaño, siempre lleno, con un largo intermedio en la mitad de la película, y al que iba cogido de la mano con su novia; cuando llegó su vez en la cola, pidió unas palomitas dulces y las pagó; la camarera le entregó las palomitas en un pequeño cartucho de papel reciclado y Tomás dio media vuelta para dirigirse a la sala.

Fue en la puerta del bar donde se encontró con ella. Constanza entraba en el lugar; tenía un aspecto fresco, limpio, ordenado, bonita como a los veinte años, sólo un poco más madura; llevaba un vestido blanco, con flores rojas y amarillas, ceñido a la cintura, que se abría en una falda alegre, como se usaba en los años 50. Tomás sintió que su corazón le daba un vuelco y se detuvo, con la mirada fija en ella. Constanza lo vio y vaciló; se quedaron los dos quietos a la entrada del bar, como dos niños pillados en falta.

– Hola -dijo él, por fin, atolondrado.

– Hola, Tomás -respondió Constanza, recuperándose de la sorpresa inicial; se volvió hacia un lado y tocó el brazo de un hombre-. Te presento a mi amigo Carlos.

Tomás tomó en ese instante conciencia de que la frontera entre el sueño y la pesadilla es tan tenue como un hilo de seda, de que la transición entre la esperanza y la desesperación es tan delicada como un pétalo lanzado al viento. Sintió que vivía aquel instante embarazoso en cámara lenta, que la terrible escena se reproducía sin parar en su mente, y sus ojos pasaron del rostro hermoso y comprometido de Constanza al semblante de un hombre delgado, de barba rala, traje y corbata, al lado de ella. El hombre miró a Tomás con expresión interrogativa, que pronto se volvió fría, y extendió la mano.

– Encantado -saludó, obviamente poco sincero-. Carlos Rosa.

Como un autómata, casi sintiendo el cuerpo separado de la mente, Tomás estiró su mano y lo saludó.

– ¿Y? -Era la voz de Constanza-. ¿Qué tal te van las cosas?

Tomás la miró perplejo. Se descubrió repentinamente anestesiado por dentro, aturdido, con el corazón que reprimía una furia ciega que le brotaba de las entrañas.

– Pues… bien, sí. ¿Y tú?

– De maravilla. Has venido al cine, ¿no?

– Sí.

– ¿Qué vas a ver?

– El club de la lucha.

Ah.

Pausa incómoda, pesada. La conversación era tensa, hueca, absurda, como todas las conversaciones forzadas de circunstancia, tropezando con las palabras, atolondrándose por el momento inconveniente que había surgido de ese encuentro no deseado. Tomás sintió unas ganas enormes de desaparecer, escapar de allí, dejar de existir.

– ¿Y tú?

Constanza miró a su compañero.

– Nosotros hemos venido a ver El secreto de Thomas Crown.

Aquel «nosotros» representó un golpe brutal, uno más, asestado en el estómago de Tomás, una dura puñalada en lo que aún persistía de sus últimas ilusiones. Constanza ya no decía «yo». Decía «nosotros».

«Nosotros.»No eran ella y Tomás. Nosotros. No era ella sola. Yo. Era ella y el otro. «Nosotros.» Ella y su rival, el hombre que lo había sustituido, aquel que se la había robado. «Nosotros.»

– Pues…, bien…, ya me voy -balbució Tomás, dando un torpe adiós con la mano.

– Que sea buena la película -dijo ella, con los ojos muy abiertos, era imposible distinguir si estaba feliz o triste, incómoda o indiferente.

Tomás huyó del bar, pero no fue a la sala del cine. Siguió hacia delante y salió del centro comercial, casi desesperado, jadeante, fue a la calle a respirar aire puro y afrontar la dura resaca del amor que sabía ahora perdido para siempre.

La multitud hormigueaba por la acera ancha del Rossio, fatigándose en un movimiento desordenado, casi caótico; las personas se cruzaban con expresiones variadas: unas aceleradas, con los ojos fijos en la calle; otras vagando, mirando el infinito; algunas observando la masa humana que desfilaba delante de él en medio de aquel tumulto nervioso e impaciente. Entre estos espectadores se incluía Tomás, sentado en la terraza del café Nicola, con las piernas cruzadas, saboreando con una mirada ausente un café humeante.

De aquella mole difusa de gente surgió, como si se hubiese materializado desde la nada, Nelson Moliarti; llevaba traje y corbata y llegaba cuarenta minutos después de la hora fijada.

– Sorry -se disculpó el estadounidense, acercó una silla y se sentó-. He estado hablando con John Savigliano, en Nueva York, y me retrasé.

– No Importa -comentó Tomás, esforzándose por sonreír-. Para variar, esta vez me tocó esperar a mí. Es justo.

– Sí, pero no me gusta llegar tarde.

– ¿Qué quiere tomar?

– Pues… una infusión de jazmín y un pastel de nata, si hay.

Tomás llamó al camarero y le comunicó el pedido. El hombre tomó nota, dio media vuelta y desapareció dentro del Nicola.

– ¿Cómo está Savigliano?

– Oh, bien -respondió Moliarti, con los ojos danzando en algún punto más allá de Tomás, como si no quisiera encararlo-. John está bien.

– Usted parece preocupado…

– No, no -negó el estadounidense- -. Sólo que… tenemos que hacer cuentas, ¿no?

– Sí, claro.

Moliarti apoyó los codos sobre la mesa y, por primera vez, fijó su mirada en Tomás.

– Tom, según lo acordado debo pagarle los dos mil dólares por semana de salario y el medio millón de dólares de premio, tal como hablamos en Nueva York. -Carraspeó-. ¿Cuándo quiere la pasta?

– Bien…, pues… Casualmente me vendría bien ahora…

El hombre de la fundación sacó una chequera del bolsillo interior y preparó la estilográfica, pero mantuvo la mirada clavada en el historiador.

– Le dejo ahora el cheque, Tom, pero hay una condición adicional.

– ¿Sí?

– Se trata de la confidencialidad.

– ¿Confidencialidad? -se sorprendió Tomás-. No entiendo…

– Todo el trabajo que usted ha hecho para nosotros es confidencial. ¿Ha entendido?

– ¿El trabajo es confidencial?

– Sí. Ni una palabra sobre esos descubrimientos.

Tomás se rascó el mentón, intrigado.

– ¿Se trata de alguna estrategia comercial?

– Es una estrategia nuestra.

– Sí, pero ¿cuál es la idea? Mantenernos muy calladitos ahora para después hacer un gran lanzamiento en el momento de la publicación, ¿no?

Moliarti miró alrededor de la terraza, como si temiese que alguien lo escuchara, y volvió a centrar su atención en el portugués.

– Tom -dijo, bajando el tono de voz-. No va a haber publicación.

El historiador desorbitó los ojos, estupefacto.

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