José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– No shit.

– He estado comprobando las cartas genealógicas de aquella época. Existía realmente en aquel entonces una familia portuguesa llamada Colona, cuyo nombre aparecía a veces con una «n», a veces con dos. Se trataba de los Sciarra Colona, o Colonna. Sciarra remite a Guiarra. O Guerra. Y Colonna remite a Colon. Lo que enlaza los cabos sueltos del misterio. ¿Se acuerda de la confusión de los nombres del Almirante, cuando aparecían en todas partes, y alternadamente, Colon, Colom, Colomo, Colonus, Guiarra y Guerra? Su origen común no era, como es evidente, Colombo, nombre que el navegante nunca usó, sino Sciarra Colonna. ¿Y se acuerda de que Hernando Colón contó que fue a Piacenza y descubrió las tumbas de sus antepasados? Es que los Colonna eran, justamente, oriundos de Piacenza, tal como los antepasados paternos de la primer mujer del Almirante, los Palestrello, nombre que se aportuguesó en Perestrelo.

– ¿Me está diciendo que Colón era un portugués de origen italiano?

– Cristóvam Colonna era un hidalgo portugués de origen italiano y portugués, eventualmente con un lado judaico. Los Sciarra Colonna, cuando vinieron de Piacenza, se mezclaron con la nobleza portuguesa, algo muy normal en aquella época. No fue por casualidad que Hernando Colón reveló que el verdadero nombre de su padre remitía al latín Christophorus Colonus. Colonus de Colonna, y no de Colombo, porque si no sería Columbus. Y, como también se llamaba Sciarra, se explica que diversas fuentes, incluidos Anghiera y testigos que declararon en el «pleyto de la prioridad», afirmasen que el verdadero nombre del descubridor de América era Guiarra o Guerra. Cristóvam Sciarra Colonna. Cristóvam Guiarra Colon. Cristóvam Guerra Colom.

– ¿Y de dónde le viene el origen judío?

– En aquel tiempo había muchos judíos en Portugal. Eran protegidos por los nobles, a quienes frecuentaban. Es natural que se diesen mezclas de sangre. Además, casi todos los portugueses tienen sangre judía en las venas, sólo que no lo saben.

Nelson Moliarti recorrió con la vista el espejo sereno del agua. Sintió la brisa levantarse y respiró hondo, llenando los pulmones con el aire vigorizador del vasto estuario, saboreando el aroma liberado por el encuentro del río con el mar.

– Felicidades, Tom -dijo por fin, con un tono monocorde y sin apartar los ojos del Tajo-. Usted ha desvelado el misterio.

– Creo que sí.

– Se merece el premio. -Desvió la atención de la superficie líquida y reluciente que rodeaba la torre y clavó su mirada en Tomás-. Medio millón de dólares. -Guiñó el ojo y esbozó una sonrisa sin humor, enigmática-. Es mucho dinero, ¿no?

– Pues… sí -admitió el portugués.

Tomás se sentía cohibido hablando del premio prometido por la fundación, pero, al mismo tiempo, se había convertido en su preocupación principal. Medio millón de dólares era realmente mucho dinero. Tal vez no sirviese para reconquistar a Constanza, pero sería, sin duda, útil para ayudar a Margarida. Era mucho, mucho dinero.

– Okay, Tom -exclamó Moliarti, apoyándole la mano en el hombro, casi paternal-. Voy a hablar a Nueva York y presentar mi report. Después lo llamo para arreglar las cuentas y entregarle el cheque. ¿De acuerdo?

– Sí, claro.

El estadounidense colocó la hoja plastificada de los rayos X en el sobre gigante y lo levantó, como si saludase con él.

– Ésta es la única copia, right?

– Sí.

– ¿No hay otra?

– No.

– Me quedo con ella -dijo.

Se volvió, atravesó el baluarte del monumento con la actitud de quien llevaba prisa y desapareció por la boca oscura de la pequeña puerta de acceso a la torre, por debajo de la elegante barandilla saliente y rasgada en arcos y columnas que tanto embellecía la fachada sur de la Torre de Belém.

Nelson Moliarti pasó cuatro días sin dar noticias. Hasta que, la noche del quinto día, telefoneó a Tomás para fijar un encuentro a la mañana siguiente. Después de la llamada, el historiador se dejó estar en la sala, con el televisor encendido en un concurso, hasta sentirse mortalmente aburrido. Cansado del tedio sin sentido, Tomás decidió que no aguantaba quedarse más tiempo en casa, la soledad lo oprimía, lo sofocaba ya; se levantó en un impulso, impaciente y, como si tuviese prisa, se puso una chaqueta y salió a la calle.

Deambuló por la avenida de circunvalación con las ventanillas del coche abiertas, ansiando las caricias frías de la brisa marítima, perdido en algún rincón del laberinto de su complicada vida, buscando un rumbo, una salida cualquiera, una posada donde encontrar consuelo. Se sentía terriblemente solo. Pasaba las noches en una angustiosa soledad y la combatía con patéticos intentos de aturdirse con el trabajo, preparando clases, corrigiendo exámenes, leyendo y examinando los últimos estudios de paleografía que caían en sus manos. Constanza parecía haber cortado todos los vínculos con él, reduciéndolos solamente a las entregas de Margarida para los paseos quincenales de padre separado; pero aun esos paseos se interrumpían últimamente por accesos de fiebre de su hija, que la obligaban a pasar los fines de semana en cama. En un momento de desesperación, de crisis de soledad, había llegado a buscar a Lena, pero la sueca no había vuelto a las clases y tenía el móvil con una grabación que decía que el número no correspondía a ningún abonado; posiblemente, concluyó, había desistido del curso y se había ido del país.

Giró por la rotonda frente a la playa de Carcavelos, recorrió la calle de viviendas que bordeaba la Quinta dos Ingleses y aparcó junto a la estación de tren. Cruzó el apeadero y se dirigió al centro comercial. Aquél era un lugar cargado de recuerdos, punto de visita obligatoria en sus tiempos de estudiante; allí iba con Constanza cuando no había los grandes shoppings de ahora y el centro comercial de Carcavelos era el sitio de moda, el ancladero de las matinés frías y de los ligues ardientes, de los romances dulces y del alegre vagabundeo. Un profundo sentimiento de nostalgia se abatió sobre él, inundando sus sentidos, entorpeciendo su voluntad. Todo a su alrededor exhalaba un aire impregnado con el olor de Constanza, con los recuerdos de su noviazgo, con el perfume de la juventud desaparecida; cada esquina, cada sombra, cada tienda, le traía recuerdos de tiempos despreocupados, felices, cuando ambos paseaban cogidos el uno del otro, abrazándose y abrazando el futuro, ingenuos y soñadores, compartiendo fantasías y proyectos, viviendo la vida contentos con lo que ella les daba, como jóvenes en un estado de ociosa inconsciencia; ese aroma olvidado se cernía aún sobre el centro comercial, sólo visible para quien lo conocía, era una bruma perdida que exhalaba la indefinible reminiscencia de las emociones agotadas en el tiempo. Aquel le parecía embrujado por su juventud, como si él y Constanza fuesen otros, una parejita retenida en el pasado; veía ahora a la pareja pasar por debajo de aquella farola, allí, ambos recortados por la luz amarillenta, dos fantasmas de veinte años que se enseñoreaban de este lugar familiar sumidos en la pasión pura de quien está comenzando a vivir, ajenos al espectador que los observaba desde algún punto del futuro; acechando esos espectros enclaustrados en el tiempo, un inmenso mar de nostalgia llenó a Tomás, con los sentidos martirizados por la marea de los años, sufriendo con aquel doloroso e inefable sentimiento de quien siente la felicidad para siempre perdida.

Entró en un café del centro comercial y pidió un mixto caliente. Miró a su alrededor y notó los cambios; las mesas eran diferentes, pero el lugar seguía siendo el mismo; allí estaba la ventana junto a la cual ambos habían merendado una de las primeras tardes en que salieron juntos, con la estación visible del otro lado de la calle; Tomás se acordaba de aquel día, de aquellas sensaciones, de aquella conversación de descubrimiento mutuo, de aquella exploración de sublime encantamiento; era un fin de semana soleado y habían hablado sobre la familia, sobre el hermano de Constanza fanático de las motos y sobre los sueños que la movían, la idea de convertirse en una gran pintora y un día exponer cuadros en la Tate Gallery, proyectos de fantasía que tenía la vaga certidumbre de llegar a concretar un día.

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