José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– ¿Ya está? -se sorprendió la empleada, alzando los ojos de una novela barata que leía inclinada sobre el escritorio.

– Sí, Odete. Me voy.

La empleada cogió el códice para llevarlo de vuelta al depósito.

– Están pidiendo mucho este manuscrito -comentó, mientras se acomodaba el volumen bajo el brazo.

Tomás ya estaba en la puerta cuando escuchó la observación.

– ¿Cómo?

– Piden mucho el Códice 632 -repitió Odete.

– ¿Lo piden? ¿Quiénes?

– Mire, hace unos tres meses estuvo consultándolo el profesor Toscano.

– Ah -comprendió Tomás-. Sí, el profesor Toscano debe de haber estado estudiando el códice, eso debe de…

– Pobre profesor. Morirse así en Brasil, tan lejos de la familia.

Tomás lanzó una interjección con la lengua y suspiró, con una expresión resignada de circunstancias.

– Es la vida, ¿qué se le va a hacer?

– Pues sí -confirmó Odete-. Y yo me quedé aquí con la respuesta a la petición que me hizo. No sé ahora qué hacer.

– ¿Qué petición?

La empleada balanceó el manuscrito, mostrándolo.

– Este es el códice -dijo-. El profesor pidió una imagen de rayos X a nuestros laboratorios. La respuesta me llegó hace dos semanas, más o menos, y yo no sé qué hacer.

Tomás volvió a acercarse al mostrador, con una expresión intrigada en sus ojos.

– A ver si he entendido. ¿El profesor Toscano le pidió pasar el manuscrito por rayos X?

Odete se rio.

– No, profesor. El pidió rayos X sólo de una hoja del códice. Una sola.

Sólo podían ser rayos X de la hoja raspada.

– ¿Dónde está eso?

– Ah. -Señaló un pequeño armario por debajo del mostrador y apoyado en la pared-. En mi cajón.

El historiador se inclinó sobre el mostrador y observó el cajón, con el corazón ya a saltos.

– Odete, hágame un favor. Muéstremela.

La empleada volvió a depositar el volumen sobre el mostrador y se agachó junto a su lugar. Abrió el cajón, revolvió el interior y sacó de allí un sobre enorme.

– Aquí está -dijo, extendiéndole el gran sobre blanco con un logotipo de la Biblioteca Nacional de Lisboa en el rincón del remitente-. Mire.

Tomás rasgó el sobre por un ángulo y sacó lo que parecía ser una imagen de rayos X, casi semejante a las que se sacan de los huesos. Pero, en vez de revelar una parte cualquiera del esqueleto, la fotografía registraba la página de un texto. Con una mirada superficial, el historiador enseguida se dio cuenta de que, efectivamente, se trataba de la página raspada del Códice 632. Como un imán, los ojos fueron atraídos por el lado izquierdo de la cuarta línea, el fragmento donde se había hecho la corrección. Aún se reconocían los trazos de «nbo y taliano» añadido sobre la raspadura. Pero, mezclados con éstos, asomaban otros trazos en el mismo fragmento; confusos, borrosos, envolviéndose las líneas unas en otras. Tomás acercó los ojos a aquel fragmento de texto y se concentró en el formato de las letras y en la manera en que se asociaban para formar palabras; intentó distinguir las líneas originales, diferenciándolas de las añadidas posteriormente. Torció la cabeza para seguir la evolución de los trazos misteriosos, atento a sus curvas, intentando descifrar el sentido que encubrían las letras raspadas.

De repente, casi como por encanto, como si hubiese sido tocado por un genio mágico o iluminado por una inspiración divina, el texto original se le hizo claro. Tomás entendió, por fin, lo que Ruy de Pina había escrito realmente en la primera versión; la verdad asomó en el texto y le llenó el alma.

El misterio estaba desvelado.

La estructura de cantería blanca se alzaba por encima de la sábana resplandeciente y verdusca del agua, con un vigor frío bajo la energía calurosa del sol del mediodía; era como si un castillo medieval hubiese sido construido en pleno río, soberbio y orgulloso, un monumento gótico a la memoria de tiempos grandiosos; se elevaba como una especie de nave de piedra, firme entre la ondulación líquida de las olas, verdadero centinela vigilando la entrada del Tajo y protegiendo a Lisboa del manto sombrío de lo desconocido, de aquel Adamastor difuso que permanecía oculto más allá de la línea del horizonte, un fantasma inmerso en la inmensidad infinita del océano.

Tomás recorrió el pontón y se deslizó sobre las aguas blandas de la margen del río, los ojos fijos en la obra de joyería de piedra hacia la cual se dirigía. La Torre de Belém crecía frente a él con un primor majestuoso, la torre alta y distante mirando la plataforma ancha, como si la torre fuese el puente y el baluarte a proa de una rígida carabela del siglo xvi, ambos unidos por una gruesa maroma de piedra rematada por graciosos nudos; las garitas estaban coronadas por cúpulas en gajos, como las de las mezquitas almohades; los balcones exhibían ajimeces y las barandillas revelaban su encaje; por todos lados se mostraba la cruz de la Orden Militar de Cristo, el símbolo templario portugués visible sobre todo en los merlones de los parapetos, y orgullosas esferas armilares, esculpidas en piedra y exhibidas con altivez.

El historiador se internó en la fortaleza y desembocó en el punto de encuentro, íntimamente divertido con la obsesión que su interlocutor revelaba por los monumentos más emblemáticos de los descubrimientos. Nelson Moliarti lo esperaba apoyado en las almenas del baluarte, junto a una de las garitas delanteras, mascando un chicle.

– Tengo buenas noticias -soltó Tomás, con euforia apenas contenida, mientras le tendía la mano al estadounidense para saludarlo.

– ¿Ah, sí?

– Sí. -Alzó la cartera marrón, mostrándosela a su interlocutor-. He concluido la investigación.

Moliarti sonrió.

– ¿De verdad?

– Puede creerlo.

– Menos mal, menos mal. Entonces cuénteme.

Apoyado en las almenas que bordeaban el monumento, Tomás reprodujo las revelaciones resultantes de sus desplazamientos a Jerusalén y a Tomar. Habló con tamaña intensidad que se abstrajo de todo. Las gaviotas revoloteaban ruidosamente alrededor, graznando melancólicamente, algunas rozando la cúpula bulbosa de las garitas con sus vuelos rasantes; la brisa salada del mar perfumaba el aire, era el aliento profundo del océano que brotaba de las aguas y llenaba el viento con su vaho fresco y vigorizador; las olas se deshacían mansas sobre la base de la Torre de Belém, acariciando la piedra, abrazándola, como si le besasen los pies. Pero a toda esta ópera de color y sonido y fragancia Tomás permaneció indiferente, sólo preocupado por desvelar el misterio que lo perseguía durante los últimos meses. Moliarti lo escuchó con una actitud impasible, impenetrable, casi sin sorpresa; el semblante sólo se alteró en la parte final, cuando el historiador reveló lo que había ocurrido en la Biblioteca Nacional.

– ¿Dónde están esos rayos X? -quiso saber el estadounidense, repentinamente ansioso.

– Aquí están -reveló Tomás, señalando la cartera con un gesto.

– Muéstremelo.

El portugués se acuclilló junto a la base de las almenas, abrió el maletín marrón y sacó un sobre ancho con el logotipo de la Biblioteca Nacional. Se enderezó, abrió el sobre y sacó de su interior la hoja plastificada de los rayos X, que extendió a Moliarti.

– Aquí tiene.

El estadounidense recorrió con la vista los rayos X con mal disimulada ansiedad y deprisa miró a Tomás, esbozando una expresión interrogativa.

– ¡Vaya! No entiendo. ¿Dónde está la revelación?

El historiador se acercó a la hoja y señaló el lado izquierdo de la cuarta línea.

– ¿Ve esto?

Moliarti se esforzó por distinguir algo en lo que observaba.

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