José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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Fue a comer unas gambas al curry en un restaurante indio al final de la calle, en la dirección de Leicester Square, y regresó por Covent Garden. También anduvo por el mercado y compró, en el puesto de una florista, un ramo verde de salvia; Constanza le había dicho que esta flor debía su nombre al latín salvare, salvar, y significaba deseos de salud y larga vida, un voto apropiado para Margarida. Se quedó después observando a un payaso que hacía acrobacias en medio de una multitud ociosa, pero, impaciente por ver a su hija y a su mujer, acabó por coger Neal Street y después Coptic Street, en dirección al hospital. Desembocó frente al Museo Británico y, como aún faltaba hora y media para la visita, decidió echar un vistazo allí dentro.

Tras atravesar la entrada principal, en Great Russell Street, subió por la escalinata exterior; el museo estaba en obras en la parte de la antigua biblioteca, demolida para edificar un ala central de líneas modernas y audaces, pero Tomás, después de solicitar información, giró a la izquierda. Pasó por el salón de las esculturas asirías y entró en el pasillo del arte egipcio, una de las joyas del museo. Las momias, que estaban en la primera planta, despertaban una fascinación morbosa en los visitantes, pero Tomás buscaba otro tesoro. Deambulando entre los obeliscos y las extrañas estatuas de Isis y Amón, sólo se detuvo cuando vio la roca oscura y reluciente que mostraba tres series de misteriosos símbolos esculpidos en la superficie lisa: eran mensajes enviados por civilizaciones hace mucho tiempo desaparecidas y que habían viajado por el tiempo hasta llegar allí, transmitiendo a Tomás, en aquel lugar y en aquel instante, noticias de un mundo que ya no existía. La piedra de Rosetta.

Salió del museo cuando faltaban veinte minutos para la hora de la visita y, poco después, se presentó con el ramo de salvia frente a la enfermera de servicio en el área de servicio de hematología y pidió ver a Margarida. La inglesa aparentaba ser una muchacha joven, con un pelo rubio bonito pero una piel muy grasosa; en el pecho una tarjeta la identificaba como Candace Temple. La enfermera consultó el ordenador y, después de una vacilación, se levantó del lugar y fue hasta la puerta.

– Sígame, por favor -dijo entrando en el pasillo-. El doctor Penrose quiere hablar con usted.

Tomás siguió a la inglesa rumbo al despacho del médico. Candace era pequeña y caminaba a pasos cortos y rápidos, con un movimiento poco elegante. La enfermera se detuvo frente al despacho, golpeó la puerta y la abrió.

Doctor, mister Thomas Norona is here.

Tomás sonrió al escuchar su nombre pronunciado así.

– Come in -dijo una voz desde dentro.

Candace se alejó y Tomás entró en el despacho, sonriente, aún pensando en el «Thomas Norona» pronunciado por la enfermera. Vio a Penrose levantarse detrás del escritorio, un bulto pesado, lento, con el rostro serio y los ojos cargados.

– ¿Quería hablar conmigo, doctor?

El médico hizo un gesto señalando el sofá y se sentó al lado de Tomás. Mantuvo el cuerpo inclinado hacia delante, como si intentara levantarse en todo momento, y respiró hondo.

– Me temo que tengo malas noticias para usted.

La expresión sombría en el rostro del médico parecía decirlo todo. Tomás abrió la boca, horrorizado, se le aflojaron las piernas, su corazón latió desordenadamente.

– Mi hija… -balbució.

– Lamento decírselo, pero acaba de producirse el peor de los desenlaces, aquel que más temíamos -anunció Penrose-. La ha infectado una bacteria, una bacteria cualquiera; se encuentra en estado muy crítico.

Pegada al cristal que se abría a la habitación de Margarida, Constanza tenía los ojos empañados, la nariz roja, una mano en la boca, ahogando sus sollozos. Tomás la abrazó y ambos se quedaron observando a su hija tumbada en la cama más allá de la ventana, con la cabeza brillante, calva, durmiendo un sueño agitado, luchando entre la vida y la muerte. Las enfermeras circulaban afanosas y Penrose apareció un poco más tarde para orientar el trabajo. Después de analizar a Margarida y dar nuevas instrucciones, fue al encuentro de la acongojada pareja.

– ¿Se salvará, doctor? -lanzó Constanza, presa de la ansiedad.

– Estamos haciendo lo que podemos -indicó el médico con expresión grave.

– Pero ¿se salvará, doctor?

Penrose suspiró.

– Estamos haciendo lo que podemos -repitió-. Pero la situación es muy grave, la nueva médula aún no ha madurado y ella no tiene defensas. Tienen que prepararse para lo peor.

Los padres de la niña no pudieron abandonar la ventana que les mostraba lo que ocurría en la habitación. Si Margarida tenía que morir, decidieron, no moriría sola, sus padres estarían lo más cerca posible de ella. Pasaron la tarde y toda la noche pegados al cristal; una enfermera les llevó dos sillas y allí se sentaron, junto a la ventana, con los ojos fijos en la niña agonizante.

Hacia las cuatro de la mañana, notaron un súbito tumulto en la habitación y se levantaron de la silla, ansiosos. La niña, que durante tanto tiempo se había agitado en medio de un sueño febril, se veía ahora inmovilizada, con el rostro ya sereno, y una enfermera se apresuró en llamar al médico de guardia. De este lado de la ventana, todo transcurría en silencio, como si Tomás y Constanza estuviesen viendo una película muda, pero una de terror, tan conmovedora que ambos temblaban de miedo, sentían que había llegado el momento más terrible de sus vidas.

El médico apareció unos minutos más tarde, soñoliento, como si acabara de despertarse; era un hombre gordo, con una gran papada bajo el mentón y el nombre visible en el pecho: Hackett. Se inclinó sobre la paciente, palpó su temperatura, le midió el pulso, le levantó un párpado para observar el ojo, consultó el registro de una máquina y habló unos instantes con las enfermeras. Cuando se preparaba para salir, una de las enfermeras le señaló con un gesto la ventana donde se encontraban los padres, como si le dijese que tendría que comunicarles la noticia, y el médico, después de una fugaz vacilación, fue hacia ellos.

– Buenas noches, soy el doctor Hackett -se presentó, cohibido.

Tomás apretó a su mujer con más fuerza, preparándose mentalmente para lo peor.

– Lo siento mucho…

Tomás abrió la boca y la cerró, sin poder emitir un sonido, ni uno solo. Horrorizado, paralizado, incapaz de pronunciar una palabra, tan aturdido que no sentía aún el dolor que empañaba ya su mirada, se le aflojaron las piernas, el corazón latió desordenadamente, captó en ese instante la expresión de compasión que había en los ojos del médico y comprendió, al fin, que aquella expresión encerraba una noticia brutal, que la pesadilla que más temía se había hecho realidad, que la vida no era más que un frágil suspiro, un fugaz instante de luz en las eternas tinieblas del tiempo, que su pequeño mundo se había quedado insoportablemente pobre, que se había perdido para siempre aquella aureola pura y honesta que tanto le encantaba en el rostro ingenuo de Margarida. Y en aquel momento de perplejidad, en aquella suprema fracción de agonía entre el choque de la noticia y la explosión de sufrimiento, se asombró por no ver brotar dentro de sí un justo sublevarse contra la cruel traición del destino, sino más bien, y a duras penas, una terrible pena, una tremenda añoranza por su niña perdida, la nostalgia dolorosa y profunda de un padre que sabe que jamás ha habido una hija tan hermosa como la suya, que nunca un cardo así se pareció tanto a la más bonita flor del prado.

– Sueños color de rosa, querida.

Capítulo 19

No hay mayor dolor que el de alguien que ha perdido a un hijo. Tomás y Constanza pasaron meses aturdidos por la muerte de Margarida, como si se hubiesen desinteresado por las cosas, como ajenos a la vida, abandonándose a una indiferencia enfermiza. Se cerraron sobre sí mismos y buscaron consuelo el uno en el otro, recuperando recuerdos comunes, compartiendo afectos salvados del olvido, y en ese proceso de mutuo confortamiento, protegidos por un capullo que sólo a ellos pertenecía, acabaron acercándose. Casi sin darse cuenta, como si la infidelidad de Tomás se hubiese convertido ahora en un absurdo irrelevante, un lejano acontecimiento del que sólo quedaba un recuerdo difuso e insignificante, volvieron a vivir juntos.

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