– ¿Ha visto, madre, el día que hace? -Hizo un gesto señalando la ventana-. Vamos a salir, a dar vueltas por ahí, a respirar aire puro, a tomar un poco de este sol.
Doña Graça, aún medio cubierta por las sábanas, lo miró con una expresión inquisitiva.
– ¿Tú te encuentras bien, hijo?
Tomás se acercó a la cama.
– Oiga, madre, ¿cuánto tiempo hace que no sale de casa?
– Pues…, en fin, no lo sé…
– Usted, madre, no sale de casa desde que se perdió y la llevaron al hospital. Ya va para dos semanas.
– ¿Y?
– Pero, madre, ¿cómo puede usted vivir así?
– Ah, ya estás tú con tus historias. Doña Mercedes me hace las compras, gracias a Dios. No necesito andar vagando por ahí.
– ¡Ya ni siquiera va a misa, madre!
– ¿Y eso a ti qué te importa? Rezo aquí en casa y ya es suficiente.
El hijo se volvió hacia el ropero y abrió la puerta, revelando los cajones y las ropas colgadas en perchas.
– ¿Qué quiere ponerse?
– ¿Para ir adonde?
– Para que salgamos, madre.
Doña Graça apartó las sábanas y se sentó al borde de la cama.
– ¿Tu padre también viene?
– Olvide a padre. Vamos fuera a tomar sol y a respirar aire puro. ¿Qué quiere ponerse, madre?
– Tráeme algo bonito. -Señaló un vestido colgado en el ropero; era de color rosado y tenía volantes blancos en los tirantes-. Dame ése, lo compré en Lisboa el día en que tú te doctoraste.
Tomás sacó el vestido y lo colocó encima de la cama.
– Entonces póngaselo. Vaya a lavarse y échese perfume. La quiero guapa, ¿ha oído?
Graça miró el vestido.
– Pero ¿adónde vamos?
El hijo salió de la habitación para dejarla sola; antes de cerrar la puerta, repitió una vez más lo que le había dicho al despertar.
– Hoy vamos a pasear.
El automóvil avanzó despacio entre el tráfico del final de la mañana. Al pasar entre la Casa do Sal y la Conchada, giró a la derecha y subió como si fuese a los hospitales de la universidad. Hacía calor dentro del Volkswagen y Tomás abrió la ventanilla para dejar entrar el aire; un vientecito fresco recorrió el coche, suave y agradable, refrescando el interior y endulzando el paseo. Rodearon la rotonda de Coselhas y, al acercarse a la Quinta de Santa Comba, se internaron por una callejuela y fueron a desembocar en una hermosa plazoleta, un lugar tranquilo y apacible, donde las copas de los árboles acariciaban el tejado de las grandes viviendas y el tiempo parecía haberse hecho más lento.
– ¿Y si parásemos aquí? -propuso Tomás estacionando el coche sin esperar la respuesta.
– ¿Aquí? ¿Para qué?
– ¿No ve todo este verdor? Es bonito, ¿no?
Doña Graça miró a su alrededor.
– Sí, parece agradable.
– Vamos a andar un poco a pie. Venga, que le va a hacer bien.
Ayudó a su madre a bajarse del coche y caminaron reposadamente por entre los árboles. Era un sitio ameno; el aire fluía puro, perfumado por los pinos mansos y animado por el concierto de los insectos, las cigarras se desafiaban chirriando por el bosque vecino, invisibles pero ruidosas. Pasaron delante de un muro invadido por las plantas, los setos bien recortados en los extremos, y Tomás se detuvo frente al portón.
– Mire qué extraño -comentó-. ¿Ya ha visto cómo se llama este sitio?
La madre estiró el cuello, intentando leer las palabras pintadas en el azulejo.
– El Lu…, Lu… ¿Qué dice aquí?
– El Lugar del Reposo -leyó Tomás-. Qué curioso. Debe de ser para que las personas descansen.
Doña Graça adoptó una expresión de perplejidad.
– ¿Un sitio para descansar? Pero ¿descansar de qué? -Miró en dirección al bosque-. ¿Será para reposar después de los paseos?
– Debe de ser eso -se apresuró el hijo a decir-. Venga, vamos a mirar qué hay allí dentro.
Cruzaron el portón y caminaron por las piedras colocadas entre el césped. El verdor relucía en las puntas, eran gotas de agua que brillaban al sol, indicio seguro de que habían hecho el canal de riego hacía poco tiempo. Golpearon la puerta de la vivienda y una muchacha con cofia y bata blanca vino a recibirlos con una sonrisa simpática.
– Hola, buenos días.
– Hemos venido a ver la casa -dijo Tomás-. ¿Podemos entrar?
– Adelante, por favor.
La muchacha los guio durante la visita. Comenzaron por la cocina, donde dos mujeres se atareaban en torno a grandes cacerolas bienolientes, y pasaron después por el salón. Todo tenía un aspecto acogedor y bien ordenado, aunque un poco sombrío. En el salón, estaba encendido el televisor y varias personas reposaban en los amplios sofás, algunas con los ojos fijos en la pantalla, otras tejiendo, dos durmiendo con la boca abierta.
Doña Graça tiró a su hijo del brazo.
– Oye, Tomás, ¿has visto?
– ¿Qué, madre?
– Son todos viejos -susurró para que no la escuchasen los que estaban cerca-. Aquí sólo hay viejos.
– Pero la casa es agradable, ¿no?
– Sí, eso sí. Pero sólo hay viejos, ¿te has fijado?
– ¿Y? Aquí usted podría hacer un montón de amigos.
– ¿Yo?
– Sí, ¿por qué no? Son todas personas de su edad.
– Nada, no son nada de mi edad. Éstos son todos vejetes, ¿no lo ves?
Tomás se rascó la cabeza, algo desconcertado.
– Usted, madre, aquí estaría muy bien -insistió-. Parece una vivienda agradable y aquí viven personas de su edad. Se entretendría con amigas nuevas, ya iba a ver.
– ¿Estás tonto o qué? ¿Para qué me hace falta a mí venir a este sitio?
– Es mejor que estar sola en casa. Fíjese: aquí no tiene que preocuparse por nada. Hay personas que la cuidan y existe un montón de gente con la que puede conversar. -Bajó la voz, pero puso más intensidad en las palabras-. ¿Es o no es mejor que estar sola encerrada en casa?
– Vamos, no digas tonterías.
– En serio, aquí se ocupan de usted.
– Yo no necesito que se ocupen de mí. Para eso me basta con doña Mercedes, que Dios la bendiga. Además, están mis vecinas, que son unas santas y que me ayudan siempre que lo necesito.
La muchacha con cofia y bata blanca los interrumpió.
– ¿Vamos al piso de arriba?
– Ah, gracias, es muy amable, pero no vale la pena -se disculpó doña Graça -. ¿Sabe? Nosotros ya…
– Vamos arriba, vamos -intervino Tomás, encaminándose hacia el pasillo-. Ya que estamos aquí, lo vemos todo.
Doña Graça suspiró y se resignó a seguir a su hijo y a la anfitriona. Cogieron el ascensor y salieron a un pasillo largo, resonando los pasos por la tarima de madera clara, seguramente de haya.
– Ay, no sé si podré -dijo la madre, desanimada al comprobar la extensión del pasillo-. Ya estoy cansada, Tomás. Mira que no tengo tu edad, hijo.
– Falta poco -dijo la muchacha de blanco, señalando la tercera puerta a la derecha-. Estamos a punto de llegar.
Recorrieron los últimos metros del pasillo y entraron en una habitación. No era muy espaciosa, pero presentaba un aspecto aseado. El mobiliario de pino era de estilo antiguo; la habitación disponía de ropero, televisor, un sofá y una cama grande, un ramo de flores sobre la escribanía, todo muy bien arreglado.
– Es agradable la habitación, ¿no? -preguntó Tomás, que se acercó a la ventana y observó el exterior-.¡Vaya! Tiene vistas al bosque y todo.
Doña Graça se acercó también y miró. El bosque era el pequeño pinar por donde habían pasado hacía poco.
– Bien, ¿ya podemos irnos? -preguntó ella algo impaciente.
– ¿No le gusta la habitación, madre?
– Ah, es muy agradable, eso sí. Pero ya me siento un poquito cansada, ¿sabes? Quiero ir a casa.
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