Maria se cruzó de brazos y lo miró con desaprobación.
– Pero debería haber hablado con ella.
– Créame que ya he hablado muchas veces con ella sobre este asunto. Muchas veces. El médico también le habló. Lo cierto es que se negaba a venir, ¿qué podía hacer yo? ¿Cree que debía arrastrarla a la fuerza hasta el coche?
– ¿Y ella necesitaba realmente venir?
– Oiga, he estado bastante tiempo dejando que las cosas se diesen sin roces, ¿sabe? Ella no quería venir y yo no quería forzarla, de modo que fui aplazando la decisión. -Bajó los ojos-. Pero las cosas se precipitaron hace dos semanas. Mi madre salió a hacer la compra y se perdió en la ciudad. Nadie sabía quién era y ella hablaba de manera inconexa. Tuvieron que llevarla a la comisaría y después al hospital, donde afortunadamente una enfermera la reconoció. Fue en ese momento cuando tomé conciencia de que había que resolver el problema de una vez por todas.
La directora suspiró.
– Lo comprendo -dijo, y se enderezó, adoptando una postura profesional-. Necesito saber algunas cosas sobre ella y usted va a tener que rellenar una ficha, ¿de acuerdo?
– Como quiera.
– Por lo que he podido observar, ella no tiene deterioro funcional, ¿no?
– Así es. Tiene total autonomía de movimientos, aunque pase mucho tiempo durmiendo. Lo más complicado es realmente su constante pérdida de memoria. A veces acaba absolutamente desorientada. Por ejemplo, es frecuente que se olvide de que mi padre ya ha muerto.
– Eso es normal. Los recuerdos más recientes son siempre los primeros en desaparecer. -Observó a doña Graça de reojo-. Su madre sólo tiene setenta años, ¿no?
– Sí.
– Me parece incluso demasiado pronto para que tenga este tipo de problemas…
– ¿Sabe? Esto comenzó después de la muerte de mi padre.
– Hmm… Ya veo. -Amusgó sus ojos castaños y frunció su boca carnosa-. Una vez tuvimos aquí a una pareja que estaba muy unida. Los dos se pasaban la vida entre besos y susurros, iban juntos a todas partes y hasta tuvimos que poner las camas una al lado de la otra para que durmiesen cogidos de la mano. Eran muy cariñosos. Un día ella tuvo un ataque al corazón y la llevaron al hospital, donde falleció días después. La familia se quedó presa del pánico, temiendo la reacción que él tendría cuando se enterase de la noticia, y nos pidió que no le dijésemos nada. Pero una semana más tarde hubo una enfermera que se fue de la lengua y le contó la verdad. -Una pausa-. Él murió al día siguiente.
La historia quedó cerniéndose en el aire, insidiosa, como una neblina obstinada, una sombra agorera que no desaparece.
– ¿Eso ocurrió aquí?-preguntó Tomás.
– Sí -repuso Maria-. Fue hace unos años. El caso conmovió a todo el personal de la residencia. Pero lo importante es que nos mostró el efecto que puede tener la muerte de un miembro de la pareja sobre el otro cuando los dos están muy unidos y viven juntos hace bastante tiempo. -Volvió a mirar a doña Graça-. Fue probablemente lo que ocurrió con su madre. La muerte de su marido debe de haber sido un golpe muy grande y desencadenó un proceso degenerativo prematuro.
Tomás se quedó sin saber qué decir. En cierto modo, había reconocido en aquella historia la relación existente entre los padres y los acontecimientos del último año; hacía mucho que había relacionado la muerte de su padre con la rápida degradación del estado de su madre, y el episodio que había contado la directora le confirmaba lo que ya él había presentido.
Acuciado por los remordimientos, pidió permiso y volvió junto a su madre. Le murmuró palabras de consuelo, sin saber cuál de los dos tenía más necesidad de que lo reconfortaran, si la madre que no podía ir a casa, si el hijo que la forzaba a quedarse en la residencia. Se sentía un miserable, un crápula, un cobarde. Le besó el rostro mojado y, rehaciendo el poco valor que le quedaba, dio media vuelta y salió de la habitación, preparándose para irse. Cuando iba a abrir la puerta del ascensor, ya en el pasillo, oyó la voz de su madre tras él.
– ¿Tomás?
– ¿Sí, madre?
– Llévame a casa.
El hijo respiró hondo.
– Madre, no vamos a empezar de nuevo, ¿no?
Doña Graça miró hacia el fondo del pasillo.
– Entonces me voy a tirar por las escaleras.
Las primeras veinticuatro horas después de haber dejado a su madre en la residencia fueron las más difíciles para Tomás. Cuando regresó del paseo fatídico y volvió a entrar en el piso de sus padres, lo sintió extrañamente vacío, como si se hubiera vaciado de sentido. Era verdad que en los últimos meses el declive acelerado de su madre había llenado aquel lugar de silencio, un sosiego en cierto modo inquietante, sobre todo debido a las muchas horas que pasaba durmiendo; sólo el hecho de saberla en casa, sin embargo, se le antojaba algo reconfortante, le parecía que una centella de luz aún brillaba allí, tenue, es cierto, pero viva. Ahora, no obstante, todo era diferente. El piso estaba efectivamente vacío, despojado de vida, no era más que un cuerpo hueco abandonado al olvido.
El silencio pesado había forzado a Tomás a la introspección, y había agravado su sentimiento de culpa. No era sólo el problema de haber alojado a su madre en la residencia, contra su voluntad, lo que lo atormentaba; era también la cuestión de haberla llevado engañada, de haberla convencido de que sólo iban a dar un paseo. Se acordaba de que, siendo niño, su madre le anunció cierta vez que iban al hospital a dar una vueltecita y de que esa vueltecita acabó con los enfermeros clavándole agujas en las nalgas. Siempre había conservado de ese episodio un recuerdo amargo; era en definitiva el recuerdo de una traición de su madre. Temía ahora por la inversión de los papeles, tenía miedo a lo que ella pensaría de ahora en adelante sobre lo que acababa de hacerle. Analizando la cuestión a fondo, por primera vez Tomás le había negado a su madre su estatuto de adulta, de ser la mayor, y ¿qué era eso sino una forma de violencia? Pero, por otro lado, y por más que se mortificase, no vislumbraba una alternativa mejor. ¿Qué otra cosa debería haber hecho? ¿Dejar a su madre en aquel estado sola en casa? ¿No sería eso una forma de abandono? ¿Y si le ocurría algo? ¿Podría él perdonarse alguna vez?
Para huir de la angustia que lo sofocaba, se refugió en el trabajo. Cuando volvió de la residencia, y después de una deprimente cena solitaria en la despensa del piso, se encerró en el despacho de su padre. Decidió distraer la mente e intentar descifrar el enigmático e-mail que Cummings le había enviado a Filipe, el extraño mensaje que había interceptado la Interpol. Consultó sus anotaciones y localizó la copia de ese mensaje.
Filipe:
When He broke the seventh sea!,
there was silence in heaven.
See you.
Jim
Así, a primera vista, le parecía un código. Sí, consideró, balanceando afirmativamente la cabeza, era un código. Si fuese una cifra, el texto tendría un aspecto diferente. El problema era que, siendo un código, resultaba claro que tenía por delante un verdadero rompecabezas, dado que su sentido preciso sólo lo conocían, probablemente, las dos personas que intercambiaron el mensaje. Entre ellas, por cierto, se había acordado previamente el significado del enigma, y sólo ellas lo podrían explicar.
Un detalle, sin embargo, llamó la atención de Tomás. Leyó de nuevo la frase: « When He broke the seventh seal, there was silence in heaven». Abrió mucho los ojos. No había dudas, aquél era un detalle revelador. He: El. El mensaje decía He, con «H» mayúscula; era lo mismo que decir «Él» con «E» mayúscula. Era un indicio, una pista, una señal que apuntaba en una dirección inconfundible. En la experiencia de Tomás, «Él» sólo podía referirse a una entidad: Dios. Se trataba, con toda certidumbre, de una cita religiosa.
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