– Murió de sobredosis -dijo Curt-. En la cárcel se drogaba ya y abusó demasiado al verse en libertad.
– Pero, ¿qué más descubrió en la autopsia? -Rebus sujetaba el teléfono con tal fuerza que le dolía la muñeca.
– La familia no quiso que se practicara, John.
Rebus no salía de su sorpresa.
– Siendo un hombre joven y tratándose de una muerte sospechosa…
– Fue por motivos religiosos… Una iglesia de la que yo no había oído hablar, su abogado lo puso por escrito.
«Sí, cómo no», pensó Rebus.
– Entonces, ¿no se le hizo autopsia?
– Exploramos lo que pudimos y los análisis fueron elocuentes…
Rebus cortó la comunicación y cerró los ojos. Sintió en las pestañas los copos de nieve, pero aguantó un rato para sacudírselos parpadeando.
Sin cadáver no había pruebas. Tembló de pronto recordando lo que había dicho Cafferty: «Sí, me dijeron que estuvo preguntando por él». Preguntando por Rab Hill. Cafferty lo supo… Supo que Rebus lo sabía todo. Es muy fácil administrar una sobredosis a un enfermo. Muy fácil para una persona como Cafferty que tiene tanto que perder.
Los últimos días antes de la Nochevieja fueron una pesadilla. Lorna vendió su historia a un diario sensacionalista: «Una modelo retoza con un policía de homicidios». Menos mal que no mencionaban el nombre de Rebus.
Con aquello se arriesgaba a la marginación por parte de su marido y de su familia, pero intuía por qué lo había hecho. Ella aparecía en una foto a media página en su mejor momento, con un vestido transparente y perfectamente peinada y maquillada, quizá buscando el ansiado relanzamiento. O simplemente por exhibirse y gozar de un momento de notoriedad.
Rebus veía hundirse su carrera ante sus propios ojos. Para mantenerse en el candelero, Lorna tendría que dar nombres y Carswell arremetería contra él. Decidió ir a ver a Alasdair y hacerle una propuesta. Alasdair llamó a su hermana a High Manor y tras una conversación de cuarenta minutos logró disuadirla. Rebus devolvió el pasaporte a Alasdair y, deseándole buena suerte, le acompañó en su coche al aeropuerto. Grieve comentó antes de marchar: «Estaré en casa a tiempo para el Año Nuevo». Se dieron la mano al despedirse y Rebus le comunicó que quizá fuera necesaria su presencia como testigo. Grieve asintió con la cabeza a sabiendas de que podía negarse. O seguir rodando por el mundo…
Rebus no trabajó en Nochevieja en compensación por haber estado de servicio en Navidad. Aunque la ciudad estuvo tranquila los calabozos se llenaron. Sammy, que le envió un regalo, el CD del White álbum de Los Beatles, estaba en el sur en casa de su madre. Siobhan le dejó el suyo en el cajón de la mesa: una historia del Hibernian FC. Se dedicó a hojearlo en los ratos libres en que no estaba en la comisaría, pero además de leer el libro estuvo revisando las notas del caso para redactar un informe más estructurado para el fiscal. Acudió a algunas reuniones con los abogados del Cuerpo, quienes le comentaron que Alasdair Grieve era el único a quien se podía intentar acusar con garantías de que fuera declarado culpable por cómplice y huida de la escena del crimen…
Razón de más para que Grieve tomara el avión.
Llegó la Nochevieja y todos hablaban de lo malo que había sido el programa de la tele. Doscientos mil juerguistas llenarían quizá Princess Street pues actuaban Los Pretenders, lo que servía cuando menos de pretexto para acercarse, pero él sabía que no saldría. Al bar Oxford tampoco pensaba ir porque estaba muy cerca del alboroto y sería un engorro llegar hasta él por las barreras que habían levantado alrededor del centro. Iría a Swany's.
Recordó que cuando era niño las madres salían a la calle a fregar con lejía la escalinata de las casas para recibir al Año Nuevo con toda la casa limpia. Había bocadillos y empanadillas para los bebedores. A medianoche sonaban las campanas y la gente salía con botellas, un trozo de carbón y algo de comer. Se celebraba el Año Nuevo llamando a las puertas, cantando y «dando una vuelta». El tenía un tío que tocaba la armónica y su mujer le acompañaba cantando emocionada con lágrimas en los ojos. En la mesa había profusión de dulces y copitas, tarta al madeira, patatas fritas y cacahuetes, y en la cocina tenían zumo para los niños y, en algunas casas, cerveza casera de jengibre. La empanada de carne estaba en el horno, esperando a que la hicieran para el almuerzo. Hasta desconocidos que veían las luces llamaban a la puerta y entraban. Todos eran bien acogidos aquella noche especial en casa.
Y si nadie llegaba… esperaba uno sentado. No podías salir hasta que alguien no pisaba el umbral porque traía mala suerte. Una tía suya estuvo dos días recluida en casa porque todo el mundo la creía en casa de su hija. En la calle todo eran villancicos, apretones de mano, saludos, copas y votos porque el nuevo año fuese mejor.
Los buenos tiempos. Ahora Rebus era mayor y había salido del Swany's hacia casa a las once. Recibiría solo al Año Nuevo y saldría al día siguiente aunque nadie hubiese cruzado su puerta. Pasaría incluso bajo una escalera de mano y pisaría todas las grietas del suelo.
Sólo para demostrar que podía hacerlo.
Había dejado el coche una calle más allá de Arden Street porque junto a su casa no había sitio. Abrió el maletero y sacó la bolsa con una botella de Macallan, seis de Bellhaven Best, patatas fritas picantes y cacahuetes tostados. Tenía una pizza en el congelador y filetes de lengua en la nevera. No podía quejarse. Además, le esperaba la audición del White álbum. El Año Nuevo podía iniciarse con cosas peores.
Allí había una a la puerta de su casa: Cafferty.
– ¡Fíjese cómo estamos! -dijo Cafferty abriendo los brazos-. ¡Solitos en una noche como ésta!
– Habla por ti.
– Ah, sí, hombre -dijo Cafferty asintiendo con la cabeza-, había olvidado que usted celebra la mejor fiesta del año con una panda de chicas guapas perfumadas y en minifalda que está a punto de llegar -hizo una pausa-. Por cierto, feliz Navidad -añadió tratando de entregar algo a Rebus, quien no le hizo ni caso.
Algo pequeño y reluciente.
– ¿Un paquete de cigarrillos?
– Un impulso que tuve -dijo Cafferty encogiéndose de hombros.
Rebus tenía en casa tres paquetes.
– Quédatelos -dijo-. A ver si hay suerte y te dan cáncer.
Cafferty hizo un chasquido con la lengua. A la luz naranja de las farolas su cara parecía enorme y redonda como una luna.
– He venido para que demos una vuelta en coche.
– ¿Una vuelta? -preguntó Rebus mirándole.
– ¿Qué prefiere, Queensferry, Portobello…?
– ¿Cuál es ese asunto tan urgente? -replicó Rebus dejando las bolsas en el suelo con un tintineo de botellas.
– Bryce Callan.
– ¿Qué pasa con Callan?
– No puede inculparle, ¿verdad? -Rebus no contestó-. Ni lo conseguirá. Y tampoco he visto muy preocupado a Barry Hutton.
– ¿Y qué?
– Que a lo mejor puedo ayudarle.
Rebus cambió el peso de un pie a otro…
– No sé por qué ibas a hacerlo.
– Tengo mis motivos.
– ¿No los tenías hace diez días cuando te lo pedí?
– Quizá no me lo pidió como es debido.
– Pues mira lo que te digo: mis modales no han mejorado.
Cafferty sonrió.
– No es más que un paseo en coche, Hombre de paja. Puede tomarse un trago y, mientras, me explica los detalles del caso.
Rebus entornó los ojos.
– Proyectos de ampliación del negocio inmobiliario, ¿no? -musitó.
– Resulta más fácil si se hace con un negocio en marcha -dijo Cafferty.
– ¿La empresa de Barry Hutton? Yo le encierro y tú entras en escena. No creo que al señor Bryce le haga demasiada gracia.
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