Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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Iban por un camino helado del parque del tanatorio de Warriston. Big Cafferty llevaba una cazadora de aviación de cuero negro con cuello de piel y la cremallera cerrada hasta arriba.

– ¿No recuerda que dimos juntos un paseíto hace años?

– Por el lago de Duddingston -dijo Rebus asintiendo con la cabeza-. Sí que me acuerdo.

– ¿Y no recuerda lo que le dije? Rebus pensó un instante.

– Dijiste que somos una raza cruel, pero que también nos complace sufrir.

– Nos crecemos en la derrota, Hombre de paja, y ahora con el Parlamento seremos dueños de nuestros destinos por primera vez en tres siglos.

– ¿Y qué?

– Que ha llegado tal vez la hora de mirar al futuro y olvidar el pasado -respondió Cafferty deteniéndose. Su hálito salía en forma de vapor gris-. Pero usted… es incapaz de olvidar el pasado, ¿verdad?

– ¿Me has traído al parque de un tanatorio para decirme que vivo anclado en el pasado?

Cafferty se encogió de hombros.

– Que todos tengamos que convivir con el pasado no significa que tengamos que vivir en él.

– ¿Es un recado de Bryce Callan?

Cafferty le miró.

– Sé que anda detrás de Barry Hutton. ¿Cree que logrará algo?

– A veces sucede.

Cafferty ahogó la risa.

– Bien lo sé por experiencia -comentó reanudando el paseo. Las únicas flores que había eran rosas, en unas ramas podadas, de aspecto frágil y raquítico, hibernando con la promesa de la renovación. «Como nosotros, espinas incluidas», pensó Rebus-. Morag murió hace un año -añadió Cafferty, refiriéndose a su esposa.

– Sí, me enteré.

– Me dijeron que me autorizaban asistir al entierro -dijo Cafferty dando un puntapié a una piedra que fue a parar a un parterre-. No quise ir. Los de la cárcel pensaron que me había endurecido -añadió con una sonrisa irónica-. ¿Usted qué cree?

– Que tenías miedo.

– Quizá fuera eso -dijo mirándole otra vez-. Bryce Callan no perdona igual que yo, Hombre de paja. Usted logró encerrarme y sigue en ello, pero ahora Bryce sabe que anda detrás de Barry y tendrá que ponerle fuera de juego.

– Con lo cual también se la juega.

– No es tan idiota. No olvide que donde no hay cadáver no hay crimen.

– ¿Me hará desaparecer?

Cafferty asintió con la cabeza.

– Obtenga buenos resultados o no -contestó deteniéndose-. ¿Es eso lo que busca?

Rebus se detuvo igualmente y miró a su alrededor como quien lo ve todo por última vez.

– ¿Y a ti qué más te da?

– A lo mejor es que me agrada verle vivo.

– ¿Por qué?

– ¿Quién, si no, se ocupa de mí? -replicó Cafferty ahogando la risa.

Rebus vio a lo lejos el coche del gánster, el Jaguar gris, y al lado, al Comadreja, sin atreverse a recostarse en él, moviendo alternativamente los pies para calentárselos.

– A propósito de que sin cadáver no hay crimen… ¿dónde está Rab Hill?

Cafferty le miró.

– Sí, ya sé que ha estado preguntando por él.

– Es Rab el que tiene cáncer, no tú. Le hicieron los análisis y al volver comunicó la noticia a su buen amigo -Rebus hizo una pausa- y tú manipulaste las radiografías.

– En el Servicio de Salud no pagan a los médicos ni la mitad de lo que deberían -replicó Cafferty.

– Sabes que lo demostraré.

– Es un policía vengativo y contra eso nada puede un pobre ciudadano como yo.

– Tal vez podría aflojar un poco -dijo Rebus.

– ¿A cambio de…?

– De que testifiques contra Bryce Callan. Tú estabas allí en el setenta y nueve y sabes lo que sucedió.

– No, así no -dijo Cafferty.

– Pues ¿cómo, entonces?

Cafferty hizo caso omiso de la pregunta.

– Esto es un lugar muy frío, ¿verdad? Cuando me entierren quiero que sea en un sitio más cálido.

– Tú iras a un sitio más caliente -dijo Rebus-. Demasiado, tal vez.

– Y usted con los ángeles, ¿no? -iban camino del coche y Rebus se detuvo; había dejado el Saab al otro lado de la capilla. Cafferty, sin mirarle, siguió andando despidiéndole con un leve gesto-. El próximo entierro a que vaya será seguramente el suyo, Hombre de paja. ¿Qué desea como epitafio?

– ¿Qué te parece «Murió apaciblemente durante el sueño a la edad de noventa años», por ejemplo?

Cafferty se echó a reír con la confianza de los inmortales.

Rebus volvió sobre sus pasos. Caminaba por fuera del recinto y se sobresaltó al oír un ruido seco: el Comadreja acababa de cerrar la puerta del Jaguar. Al llegar a la capilla entró en ella. En un amplio vestíbulo había un grueso libro para firmas sobre una mesa de mármol, con una cinta de seda roja que lo mantenía abierto por la fecha de aquel día el año anterior: ocho nombres correspondientes a las incineraciones de la jornada, ocho familias en duelo que volverían o no a manifestar su dolor. No…, no era así. No se trataba de las fechas de incineración, sino de fallecimiento. Dejó la señal roja en su sitio y fue al final del libro pasando rápido páginas en blanco que acabarían llenas de nombres. Si lo que decía Cafferty era cierto, el suyo no figuraría en ellas porque le habría hecho desaparecer. No sabía qué sentía exactamente pensándolo. En realidad no sentía nada. Aquel día aún no habían inscrito ningún nombre, aunque al llegar había visto coches que partían y, desde una limusina, un jovencito con corbata negra mal anudada le miró por la ventanilla trasera.

Tampoco había nombres el día anterior: demasiado pronto. El precedente, tampoco. Miró en el fin de semana. El viernes había nueve nombres; seguramente las incineraciones habrían tenido lugar la víspera. Miró la lista y vio que eran anotaciones con tinta negra de estilográfica en caligrafía muy cuidada con trazos seguros y gruesos con adornos. Fechas de nacimiento, nombres de soltera…

Bingo. Allí estaba.

Robert Wallace Hill, llamado Rab.

Muerto el viernes. Seguramente lo habrían incinerado la víspera, y habrían esparcido sus cenizas en el jardín del tanatorio. Por eso Cafferty había ido allí, a honrar la memoria de quien le había servido para salir de la cárcel. Rab padecía un cáncer terminal. Ahora lo entendía. Cuando estaba a punto de extinguir la condena había sabido la cruel noticia y se la había confiado a Cafferty, quien, fingiéndose enfermo para salir a que le hicieran un reconocimiento, se las había agenciado luego para cambiar los expedientes médicos mediante un soborno. Rab salió atiborrado de analgésicos, su fecha de libertad coincidía casi con la de Cafferty, quien sin duda habría corrido con los gastos de un funeral decente, haciendo llegar un abultado sobre lleno de billetes a la familia del difunto.

Rebus dudaba de que Cafferty volviera a aquella capilla un año más tarde. Tendría cosas más importantes que hacer ya reinstalado en sus negocios. ¿Y Rab? Bueno, ya lo había dicho Cafferty: «Es hora de mirar al futuro y no al pasado». La Navidad estaba al caer y en 1999 el Parlamento escocés volvería a la ciudad. Para la primavera ya estaría derruida la antigua cervecería y comenzaría la construcción de las cajas de cristal destinadas a albergar a los diputados. Paredes de vidrio: el lema era la transparencia, la responsabilidad. Muy bien, hasta entonces se habían reunido en un salón parroquial en el Mound, pero aun así…

Aun así, ¿qué?

– Total, para morirse -musitó dando media vuelta y abandonando la capilla.

Llamó por el móvil al depósito de cadáveres y preguntó a Dougie quién había hecho la autopsia de Rab Hill. Dougie le informó de que habían sido Curt y Stevenson. Él le dio las gracias y marcó el número de Curt. Pensó en el cadáver de Rab convertido en cenizas. «Sin cadáver no hay crimen.» Pero habría un informe de la autopsia y el dictamen de cáncer sería prueba suficiente para obligar a Cafferty a repetir el reconocimiento médico.

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