Al recibir el rodillazo de Hutton en la entrepierna sintió estallar el dolor detrás de los globos oculares, la bilis le subió a la garganta y el whisky buscó el camino más rápido. Notó que le soltaban y cayó de rodillas. Sólo veía una especie de niebla marina espesa y sentía en los oídos el oleaje del mar; se pasó la mano por la cara, para ver mejor, notaba fuego en la ingle y los vapores del whisky en la garganta. Al tratar de respirar por la nariz notó enormes burbujas de sangre que se expandieron y estallaron. El siguiente golpe le alcanzó en la sien, una patada que le hizo rodar por el cemento y acabar encogido en postura fetal. Tenía que levantarse y luchar. No quedaba más remedio; lanzarse contra ellos dando puntapiés, manotazos y escupiendo. Hutton, en cuclillas junto a él, le agarró del pelo para que levantara la cabeza.
Oyó a lo lejos los estallidos de los fuegos artificiales en el castillo. Era medianoche. El cielo se iluminó de fulgores: rojo sangre, amarillo hiriente.
– Usted va a estar más de veinte años oculto, se lo aseguro -dijo Hutton.
Vio a Cafferty detrás de él con algo en la mano que relució a la luz de los fuegos artificiales. Era un cuchillo con una hoja de veinte centímetros como mínimo. Iba a matarlo Cafferty, a juzgar por la decisión con que lo empuñaba. Había llegado el momento desde su reencuentro en la oficina con el Comadreja. Rebus casi agradecía que fuese Cafferty y no el matón joven. Hutton había sabido enmascarar bien su personalidad criminal con una buena capa de barniz pulimentado. Él prefería mil veces a Cafferty…
Pero entonces el mar envolvió todo aquello, envolvió a Rebus con su flujo sonoro que creció en sus oídos hasta transformarse en rugido ensordecedor, las luces y las sombras se nublaron y se redujeron a una sola… de color gris.
Se despertó.
Estaba helado y dolorido como si hubiese pasado la noche en un sepulcro. Abrió los ojos legañosos y vio que estaba rodeado de coches. No paraba de temblar y notó que la temperatura corporal era peligrosamente baja. Se incorporó torpemente apoyándose en un coche. Era el patio delantero de un concesionario y debía de estar en Seafield Road. Se restregó los coágulos de las fosas nasales y comenzó a respirar rápidamente para estimular la circulación sanguínea. Tenía la camisa y la chaqueta manchadas de sangre, pero no había heridas; no le habían apuñalado ni veía ningún tajo.
«¿Dónde diablos estoy?», pensó.
No había amanecido todavía, ladeó el reloj a la luz de una farola: vio que eran las tres y media. Se palpó los bolsillos, encontró el móvil y llamó al retén nocturno de Saint Leonard.
«¿Estoy en el cielo o en el infierno?», pensó aturdido.
– Manden un coche patrulla a Seafield Road, al concesionario de Volvo -dijo.
Para hacer tiempo se puso a correr por el reducido espacio golpeándose los costados con los brazos doloridos, pero no se le iba el temblor. Diez minutos más tarde llegaba el coche patrulla y de él se bajaron dos agentes de uniforme.
– Dios mío, en qué estado se encuentra… -dijo uno de ellos.
Rebus se desplomó en el asiento trasero.
– ¿Tienen a tope la calefacción? -preguntó.
Los agentes ocuparon sus puestos y cerraron las puertas.
– ¿Qué le ha sucedido? -preguntó el del asiento del copiloto.
Rebus pensó un instante.
– Pues no sé -respondió al fin.
– De todos modos, feliz Año Nuevo, señor -dijo el conductor.
– Feliz Año Nuevo -añadió su compañero.
Rebus quiso responder lo mismo pero no pudo. Se encogió en el asiento pensando únicamente en que seguía vivo.
Volvió a aquellas naves con un equipo de investigación. La explanada de cemento estaba limpia como una patena.
– ¿Fue aquí? -preguntó Siobhan.
– Pero no estaba así -dijo Rebus sosteniéndose en pie a duras penas.
No habían querido dejarle marchar en el hospital, pero la nariz no estaba rota y aunque en la orina hubiese algo de sangre no se apreciaban indicios de lesión interna ni de infección. Fue una enfermera, mientras examinaba sus ropas, quien comentó: «Hay demasiada sangre para un simple puñetazo en la nariz», comentario que le hizo pensar que, efectivamente, tenía arañazos y raspaduras en la cara, un corte interno en la mejilla y había sangrado por la nariz, pero la verdad es que estaba cubierto de sangre, y volvió a ver el cuchillo y a Cafferty al lado de Hutton…
Ahora en el mismo sitio en que había estado hacía diez horas escasas lo único que se veía era una fina capa de hielo.
– Lo han limpiado con manguera -dijo.
– ¿Cómo?
– Que han limpiado la sangre con una manguera -dijo encaminándose al coche.
Barry Hutton no estaba en casa y su novia no le había visto desde la tarde anterior. Su coche estaba aparcado delante del edificio de su empresa, cerrado y con la alarma puesta pero sin llave. Tampoco allí había rastro de Barry Hutton.
Dieron con Cafferty en el hotel, desayunando en el comedor. El hombre de Hutton era ahora de Cafferty, si es que no lo había sido ya antes, y leía el periódico en otra mesa.
– Acabo de enterarme de lo que me van a cobrar con el cambio de siglo -dijo Cafferty refiriéndose al hotel-. No tienen escrúpulos. Usted y yo nos hemos equivocado de oficio.
Rebus se sentó enfrente de su bestia negra. Siobhan Clarke se presentó y permaneció de pie.
– Han venido dos -comentó Cafferty- para tener un testigo de la conversación.
Rebus se volvió hacia Siobhan.
– Espera fuera -dijo, pero ella no se movió-. Haz el favor -insistió Rebus.
Siobhan, reticente, dio al fin media vuelta y les dejó.
– Vaya fierecilla -dijo Cafferty riendo e inclinándose de pronto con cara de preocupación-. ¿Qué tal se encuentra, Hombre de paja? Anoche pensé que no volvía a verle.
– ¿Dónde está Hutton?
– ¡Hostia, hombre, yo qué sé!
Rebus se volvió hacia el guardaespaldas.
– Ve al tanatorio de Warriston y busca el nombre de Robert Hill. Los guardaespaldas de Cafferty no duran mucho.
El hombre se le quedó mirando impávido.
– ¿No han encontrado a Barry? -preguntó Cafferty fingiendo sorpresa.
– Le has matado tú para ocupar su puesto -dijo Rebus haciendo una pausa-. Ése era el plan desde el principio, ¿verdad?
Cafferty se contentó con sonreír.
– ¿Qué dirá Bryce Callan? -añadió y vio que Cafferty ensanchaba la sonrisa. Ahora lo comprendía-. ¿Callan estaba de acuerdo? ¿Era ese el plan desde un principio?
Cafferty bajó la voz.
– No se puede ir por el mundo matando a gente como Roddy Grieve. Es perjudicial para todos.
– ¿Y tú sí puedes matar a Barry Hutton?
– Le salvé el pellejo, Hombre de paja. Me debe una.
Rebus le amenazó con un dedo.
– Tú me llevaste allí para montar la trampa en que cayó Hutton.
– Cayeron los dos -replicó Cafferty casi pavoneándose y a Rebus le entraron ganas de darle un puñetazo en la cara, lo que no pasó desapercibido a Cafferty, quien miró a su alrededor, el elegante comedor con sus sillones de cretona y antimacasares, arañas en el techo y mullidas alfombras-. Aquí desentona, ¿no cree?
– De sitios más elegantes me han echado -replicó Rebus frunciendo el entrecejo-. ¿Dónde lo metiste?
Cafferty se recostó en el asiento.
– ¿Conoce la leyenda de la Ciudad Vieja? La razón de que sea tan estrecha y empinada es que bajo ella hay enterrada una serpiente enorme -dijo Cafferty haciendo una pausa como dándole pie a que continuara él-. Hay sitio para más de una serpiente, Hombre de paja -añadió él al ver que Rebus no decía nada.
La Ciudad Vieja con las obras en curso alrededor de Holyrood, Queensberry House, Dynamic Earth, las oficinas del Scotsman…, hoteles y pisos, proveía de numerosos solares en construcción con infinidad de hoyos profundos para llenar de hormigón…
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