Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– Eso es cosa mía -dijo Cafferty con un guiño-. Vamos a dar ese paseo. Deje una nota en la puerta diciendo a las modelos que la fiesta se retrasa una hora.

– No les va a gustar. Ya sabes cómo son las modelos.

– Caras y desnutridas, ¿no? Todo lo contrario que usted, inspector Rebus.

– Ja, ja.

– Cuidado dónde pone el pie -dijo Cafferty- que en esta época del año una fractura tarda mucho en curar.

Habían echado a andar charlando y Rebus se sorprendió al advertir que había vuelto a coger las bolsas. Llegaron junto al Jaguar y Cafferty abrió la puerta y se sentó al volante con un movimiento ágil ensayado. Rebus permaneció quieto un instante. Era Nochevieja, último día del año, momento de pagar deudas y hacer inventario… Un día para liquidar asuntos.

Subió al coche.

– Deje la priva en el asiento de atrás -dijo Cafferty-. En la guantera hay una petaca con Armagnac reserva de veinticinco años. Pruébelo y verá. Es capaz de volver pagano al cabrón de san Juan Bautista.

Pero Rebus optó por coger de una de sus bolsas una botella de Macallan.

– Prefiero mi marca -dijo.

– Tampoco es mal caldo. Eche un poco de aliento a este lado para que yo al menos lo huela -replicó Cafferty, haciendo un gran esfuerzo para no ofenderse; le dio al contacto.

El Jaguar ronroneó como un gato grande y se puso en marcha mientras ellos miraban por la ventanilla como dos amigos que salen de excursión. Fueron en dirección sur hasta Grange y Blackford Hill para a continuación ir al este hacia la costa. Rebus le explicó el pacto que habían suscrito los dos amigos con el malvado Bryce Callan, pacto que había desembocado en un asesinato, y las circunstancias en que Hastings aguardó en vano el regreso de su amigo, viviendo como un mendigo para que no le descubrieran, ¿o quizá en penitencia por su acto? De todo aquello había sido testigo Barry Hutton, ahora convertido en próspero hombre de negocios, quien, al ver la oportunidad de hacer una buena fortuna y adquirir más fama, había repetido la jugada de veinte años atrás, para que su hombre en el ayuntamiento fuese su valedor en el Parlamento.

Cuando concluyó la historia Cafferty se quedó pensativo.

– Un Parlamento sucio antes de iniciar sus tareas -comentó.

– Puede -replicó Rebus llevándose de nuevo la botella a los labios.

Vio que iban en dirección Portobello; tal vez para aparcar junto al puerto y hablar con las ventanillas abiertas. Pero Cafferty tomó por Seafield Road en dirección Leith.

– Hay por aquí unos terrenos que pienso comprar -dijo-. Tengo ya los planos y el constructor Peter Kirkwall ha calculado el coste.

– ¿De qué?

– De un complejo lúdico… Restaurante, con un cine o un gimnasio tal vez, y pisos de lujo.

– Kirkwall trabaja con Barry Hutton.

– Lo sé.

– Y sin lugar a dudas Hutton se enterará.

Cafferty se encogió de hombros.

– Eso es algo que tengo previsto -replicó con una sonrisa enigmática-. Me han dicho que esos terrenos cerca del lugar en que construyen el Parlamento se vendieron hace cuatro años por tres cuartos de millón. ¿Sabe cuánto valen ahora? Cuatro millones. ¡Menuda inversión!

Rebus puso el tapón de corcho a la botella. Iban por un tramo de carretera en el que no había más que negocios de coches, terrenos y luego el mar. Entraron en un camino estrecho y sin luz, con el firme en mal estado, que terminaba ante una valla metálica. Cafferty paró el Jaguar, se bajó y sacó una llave para abrir el candado que sujetaba la cadena, empujando la puerta con el pie.

– ¿Qué es lo que hay que ver aquí? -preguntó Rebus al volver Cafferty a ponerse al volante.

Podía echar a correr, pero estaba lejos de la civilización y hecho polvo. Además, corriendo se quedaba sin resuello.

– Aquí no hay más que naves, pero están de mírame y no me toques. Más fácil para el bulldozer. Y son quinientos metros de primera línea de mar.

Cruzaron la puerta.

– Es un lugar tranquilo para charlar -añadió Cafferty.

Pero Rebus se percató de que no iban charlar. Se dio cuenta entonces. Volvió la cabeza y vio que entraba otro coche: un Ferrari rojo. Miró a Cafferty.

– ¿De qué se trata?

– De negocios -respondió Cafferty con frialdad, parando el Jaguar y echando el freno de mano-. Baje -ordenó.

Rebus no se movió del asiento. Cafferty bajó del coche y dejó su puerta abierta. El otro coche paró al lado; los faros de ambos iluminaban la superficie de cemento agrietado de la explanada ante los viejos almacenes. Rebus fijó la vista en la extraña sombra que proyectaba una hierba sobre la pared de una de las naves. Abrieron su puerta y sintió que le agarraban simultáneamente al clic del cinturón de seguridad al desabrochárselo y luego lo arrastraron tirándole de un empujón al suelo helado. Alzó la vista despacio y vio tres siluetas recortadas contra los faros, de cuyas caras en sombra brotaba el vaho de las respiraciones: Cafferty y otros dos. Comenzó a incorporarse. La botella de whisky había caído fuera del coche rompiéndose al dar en el cemento. Ojalá hubiese echado un trago más cuando aún estaba a tiempo.

Recibió una fuerte patada en el pecho que le tumbó de espaldas. Echó las manos hacia atrás para mantener el equilibrio y, sin poder pararlo, recibió otro golpe en la barbilla que le dobló la cabeza hacia atrás con un crujido de las cervicales.

– No hace caso de los avisos -oyó decir a una voz que no era la de Cafferty.

Hablaba un hombre más delgado y más joven. Rebus entornó los ojos y se puso la mano abierta a modo de visera como para protegerse del sol.

– Barry Hutton, ¿verdad? -preguntó.

– ¡Levántale! -vociferó por toda respuesta.

El tercer hombre alzó a Rebus sin gran esfuerzo sujetándole por detrás.

– Yo le enseñaré -dijo Hutton entre dientes.

Rebus pudo verle la cara: un rostro tenso, lleno de rabia, con los labios contraídos y la nariz fruncida. Llevaba guantes de conducir de cuero negro. Una pregunta absurda dadas las circunstancias cruzó la mente de Rebus: «¿Serán regalo de Navidad?».

Hutton le propinó un puñetazo en la mejilla que él esquivó en parte girando la cabeza, pero sintió el golpe. Había visto la cara del que le sujetaba: era Mick Lorimer.

– ¿Esta noche no ha venido con Lorimer? -dijo Rebus. Notó sangre en la boca y se la tragó-. ¿Dónde estaba la noche en que mataron a Roddy Grieve?

– Mick no sabe parar -dijo Hutton-. Yo sólo pretendía darle un aviso a ese cabrón, no matarle.

– Últimamente, el servicio está fatal -comentó Rebus, y notó que le oprimían con más fuerza el pecho impidiéndole respirar.

– Claro, siempre aparece algún poli listo cuando menos lo necesitas.

Recibió otro puñetazo, que le aplastó la nariz y le hizo saltar las lágrimas. Intentó librarse de ellas parpadeando. ¡Dios, cómo le dolía!

– Gracias, tío Ger -dijo Hutton-. Te debo un favor.

– ¿Para qué estamos los socios? -dijo Cafferty avanzando un paso. Ahora Rebus le veía bien la cara: impasible-. Hace cinco años no habría sido tan imprudente, Hombre de paja -añadió y volvió a dar un paso atrás.

– Tienes razón -dijo Rebus-. Es posible que después de esto me jubile.

– Ya lo creo que se jubilará. Se tomará un descanso eterno -dijo Hutton.

– ¿Dónde vas a echarle? -preguntó Cafferty.

– Tenemos muchas obras en marcha. En cualquier agujero con media tonelada de hormigón.

Rebus forcejeó pero le tenían bien sujeto. Levantó un pie y dio un pisotón, pero Lorimer llevaba zapatos con puntera metálica; sintió que le estrujaba aún más como una cinta metálica y lanzó un gruñido.

– Pero antes nos divertiremos un poco -dijo Hutton aproximándose y acercando su rostro a pocos centímetros del de Rebus.

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