– Formó parte del Consejo de Urbanismo a finales de los setenta -prosiguió Rebus.
– Del setenta y ocho al ochenta y tres -puntualizó Ure.
– Se tropezaría con Bryce Callan…
– En realidad no.
– ¿Qué quiere decir exactamente?
– Quiero decir que le conozco de nombre -Ure y Rebus vieron que el abogado tomaba nota en el bloc. Rebus advirtió que utilizaba una estilográfica y que escribía con letra grande e inclinada-. Pero no recuerdo haber visto jamás su nombre en un proyecto aprobado.
– ¿Y Freddy Hastings?
Ure asintió despacio; sabía que también aquel nombre saldría a relucir.
– Hastings tuvo contactos con el departamento a lo largo de varios años. Era un tanto polifacético y le gustaba jugar. Como a todos los promotores.
– ¿Hastings era buen jugador?
– Ya que me lo pregunta, le diré que no duró mucho.
Rebus abrió la carpeta fingiendo comprobar un dato.
– ¿Conoció usted a Barry Hutton por aquella época, señor Ure?
– No.
– Tengo entendido que comenzaba por entonces a meter los pies en el agua.
– Quizá, pero yo no estaba en esa playa -replicó Ure con una especie de risa asmática.
Su esposa estiró el brazo por delante del abogado para tocarle la mano y el enfermo le dio una palmadita. Cameron Whyte se vio como cercado y dejó de escribir en el bloc hasta que, para su alivio, la señora Ure retiró el brazo.
– ¿Ni siquiera vendiendo helados? -replicó Rebus al tiempo que marido y mujer le miraban furiosos.
– Inspector, evite las trivialidades -dijo el abogado arrastrando las palabras.
– Lo siento -dijo Rebus-. Sólo que usted no vendía helados, ¿verdad, señor Ure? Lo que vendía era información gracias a la cual usted se hacía con una pasta, como suele decirse -a su espalda notó que Siobhan contenía la risa.
– Eso es una imputación muy grave, inspector -dijo Cameron Whyte.
Ure miró a su abogado.
– Cam, ¿tengo que negarlo o simplemente dejo que lo demuestre?
– No sé si podré demostrarlo -comentó Rebus candoroso-. Claro que sí que nos consta que alguien del Consejo informó a Bryce Callan dónde iba a construirse el Parlamento y probablemente sobre los terrenos en venta de la zona. Sabemos que alguien allanó el camino para una serie de proyectos presentados por Freddy Hastings -añadió clavando la mirada en Ure-. Tenemos una declaración firmada del socio del señor Hastings en aquella época, Alasdair Grieve -volvió a mirar en la carpeta para leer una frase-: «Nos dijo que no habría problemas para aprobarlo. Callan tenía bajo mano a alguien en Urbanismo».
Cameron Whyte alzó la vista.
– Inspector, perdone pero no sé si oigo mal o es que no he oído mencionar el nombre de mi cliente.
– El oído lo tiene perfectamente. Alasdair Grieve no llegó a saber quién era el topo. En aquella época la Comisión de Urbanismo la formaban seis personas y pudo ser cualquiera de ellas.
– Aparte de que -añadió el abogado- es de suponer que otros miembros del ayuntamiento tuvieran acceso a tal información.
– Puede ser.
– En realidad, desde el alcalde hasta las mecanógrafas…
– No sabría decirle.
– Pues tendría que saberlo, inspector, porque hacer semejantes alegaciones tan a la ligera podría causarle graves problemas.
– No creo que el señor Ure vaya a presentar una querella por difamación -replicó Rebus sin dejar de mirar al electrocardiógrafo.
No era tan fidedigno como un detector de mentiras pero vio que el ritmo cardíaco de Ure se había acelerado en los dos últimos minutos. Fingió consultar de nuevo sus notas.
– Una pregunta genérica -prosiguió volviendo a mirar a Ure-. Las decisiones de aprobar ciertos proyectos representan millones de libras para ciertas personas, ¿no es cierto? No me refiero a los concejales ni a quien adopte la decisión… sino a los constructores y promotores o a los dueños de terrenos próximos al sitio en que se edifica.
– A veces sí -admitió Ure.
– Por lo tanto, ¿no necesitan esas personas tener buenas relaciones con quienes adoptan las decisiones?
– Estamos muy controlados -replicó Ure-. Ya sé que usted seguramente piensa que todos somos corruptos, pero aunque alguien estuviera dispuesto a aceptar un soborno, es muy improbable que no se descubra.
– ¿Lo que significa que puede quedar encubierto?
– Sería una locura intentarlo.
– Hay muchos locos dispuestos si la cosa vale la pena -comentó Rebus volviendo a mirar sus notas-. En 1980 se mudó usted a esta casa, ¿no es cierto, señor Ure?
Fue el abogado quien tomó la palabra.
– Oiga, inspector, no sé qué insinúa…
– En agosto del ochenta -le interrumpió Ure-. Cobramos una herencia de la madre de mi esposa.
– ¿Vendieron la casa de la difunta para pagar ésta? -inquirió Rebus, que estaba al quite.
– Eso es -respondió Ure con reticencia.
– Pero lo que tenía su suegra era una casita de dos dormitorios en Dumfriesshire, señor Ure. Difícilmente comparable a Queensferry Road.
Ure guardó silencio un instante. Rebus sabía lo que pensaba: si habían investigado tanto en el pasado, qué no sabrían…
– ¡Es usted perverso! -exclamó la señora Ure-. ¡Archie acaba de sufrir un ataque al corazón y usted va a matarlo!
– No te apures, cariño -dijo Archie Ure estirando el brazo hacia ella.
– Inspector, insisto, en que es inadmisible este modo de interrogar -dijo el abogado.
Rebus se volvió hacia Siobhan.
– ¿Queda un poco de té?
Siobhan le sirvió una taza, impasible ante las voces excitadas y la intervención del médico, que se levantó a la vista de la inquietud del enfermo. Rebus volvió al ataque.
– Perdonen -comentó-, no he escuchado qué decían.
A lo que yo me refería es a que si a nivel municipal se gana dinero con los proyectos, ¿cuánto más poder no detentará quien ocupe el cargo supremo en el Ministerio escocés de Urbanismo?
Se recostó en el asiento, dio un sorbo al té y aguardó.
– Perdone, no le sigo -dijo el abogado.
– Bueno, en realidad, la pregunta era para el señor Ure -respondió Rebus mirando al enfermo, quien carraspeó antes de contestar.
– Ya le he dicho que en el ayuntamiento hay toda clase de comprobaciones y controles. A nivel nacional multiplíquelas por diez.
– Eso no responde a mi pregunta -replicó Rebus afable rebulléndose en el asiento-. Usted era segundo en la lista de la candidatura de Roddy Grieve, ¿verdad?
– ¿Y bien?
– Muerto el señor Grieve, usted habría debido ocupar ese primer lugar.
– De no haberse entrometido ella -espetó la señora Ure.
Rebus la miró.
– ¿Debo entender que se refiere a Seona Grieve? -preguntó.
– Ya está bien, Isla -terció el marido-. Pregunte lo que sea.
Rebus se encogió de hombros.
– Al fallecer el candidato, habría debido ser usted nombrado por derecho adquirido. No es de extrañar la impresión que le causó que Seona Grieve entrara en escena.
– ¿Impresión? Casi se muere y ahora usted viene a remover…
– ¡He dicho que te calles, mujer! -exclamó Ure volviéndose de costado apoyado en el codo para interpelar mejor a su esposa.
A Rebus le pareció notar un aumento del pitido del electrocardiógrafo y vio que el médico instalaba al enfermo de espaldas. Se le había desprendido un electrodo.
– Déjeme en paz -farfulló Ure mientras su esposa cruzaba los brazos enfurruñada. Ure dio otro sorbo al zumo y reclinó la cabeza en las almohadas mirando al techo.
– Pregunte lo que sea -dijo de nuevo.
De pronto, Rebus sintió un ápice de compasión por el hombre, surgido del vínculo común con el enfermo en un destino mortal y en un pasado cargado de remordimientos. En aquel momento el único enemigo de Archie Ure era la muerte, una certeza capaz de cambiar la conciencia de un individuo.
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