Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– Es una simple suposición -prosiguió sin apresurarse centrando exclusivamente el diálogo entre él y el hombre que yacía en la cama-, pero si un promotor cuenta en la Comisión de Urbanismo con alguien de confianza cuya decisión sea decisiva, y si ese concejal tuviera previsto presentarse al Parlamento escocés… Bien, suponiendo que saliera electo…, teniendo una experiencia de más de veinte años en el Departamento municipal de Urbanismo, lo más probable es que le designaran para ese cargo. El Ministerio de Urbanismo de Escocia es un puesto de enorme poder. Poder para aprobar o no proyectos de muchos millones de libras. Además de la experiencia que faculta para saber las zonas que van a tener subvenciones, dónde se va a ubicar tal fábrica o unas viviendas… Para un promotor eso es de suma importancia. Tan importante quizá como para llegar al crimen…

– Inspector… -terció el abogado, pero Rebus acercó la silla cuanto pudo a la cama para enfrentarse a Ure de hombre a hombre.

– Escuche, a mi entender, hace veinte años el topo de Bryce Callan era usted. Al marchar Callan al extranjero cedió la gestión a su sobrino. Hemos comprobado que Barry Hutton dio con una mina de oro al principio de entrar en el juego. Usted mismo ha dicho que un promotor es un jugador. Pero todos sabemos que la única manera de hacer saltar la banca es con trampas. Barry Hutton hacía trampa y usted era su informador privilegiado, señor Ure. Barry abrigaba grandes esperanzas con usted y cuando Roddy Grieve fue nombrado candidato cabeza de lista en lugar de usted, Barry no pudo tragarlo y decidió vigilarle y seguir sus pasos. Tal vez sólo con la idea de «persuadirle», pero Mick Lorimer se pasó de la raya -Rebus hizo una pausa-. Es el nombre del asesino de Roddy Grieve: Lorimer. Sabemos que Hutton lo contrató -añadió, notando que Siobhan se rebullía intranquila a sus espaldas… La grabadora recogía una afirmación que todavía no podían demostrar-. Roddy Grieve estaba borracho. Acababan de nombrarle candidato por su partido y fue a echar una ojeada a su porvenir. Lorimer debió de verle saltar la valla de las obras y siguió sus pasos. De ese modo, con Grieve fuera de juego, usted recuperaba el protagonismo -Rebus entornó los ojos con gesto inquisitivo-. Lo que no sé es la razón de este ataque cardíaco: ¿fue al saber que habían matado a un hombre, o al ver que Seona Grieve ocupaba el lugar de su marido y con ello echaba por tierra todos sus planes?

– ¿Qué pretende? -replicó Ure con voz ronca.

– No hay pruebas, Archie -dijo el abogado.

Rebus parpadeó sin apartar la vista de Ure.

– Lo que dice el señor Whyte no se ajusta a la verdad. Creo que disponemos de las pruebas suficientes para llevarlo ante los tribunales. Pero no todos estarán de acuerdo. Tan sólo falta esa gota que colma el vaso. Y yo creo que también usted lo desea. Como legado, digamos, de su personalidad -Rebus hablaba casi en un susurro, pero esperaba que se registrara en la grabadora-. Después de toda la mierda, una alternativa totalmente distinta, limpia.

Se hizo un silencio absoluto en el que únicamente se oía el pitido del electrocardiógrafo, ahora más pausado. Archie Ure se incorporó hasta sentarse sin apoyo en las almohadas, haciendo señas con un dedo a Rebus para que se acercase más. Rebus se levantó ligeramente de la silla. Un susurro a su oído no lo captaría la grabadora, pero no quería perdérselo.

Desde tan cerca la respiración se apreciaba mucho más trabajosa y notó en el cuello el desagradable calor del hálito del enfermo. Percibía perfectamente los pelos grises, grasientos, de su barba en mejillas y garganta, pelos que bien lavados serían suaves y sedosos como los de un niño. Notaba ese aroma dulzón a polvos de talco que enmascara otros olores; seguramente una medida prudencial de su esposa en prevención de las úlceras de decúbito.

Con los labios pegados al oído de Rebus, casi rozándole, Ure confesó alzando la voz para que todos lo oyeran:

– Valía la pena probar, qué coño.

Tras lo cual estalló en una risa entrecortada que fue en aumento llenando la habitación de una increíble energía que ensordeció las recomendaciones del médico, el pitido acelerado del aparato y las súplicas de su esposa que, temiéndose lo peor, se abalanzó sobre él tirando al suelo las gafas del abogado. Al agacharse éste a recogerlas, Isla Ure quedó tumbada sobre su espalda. El médico, sin dejar de mirar el aparato, obligó a Archie Ure a tumbarse. Rebus se hizo a un lado. Aquella risotada era claramente un reto dirigido hacia él. Aquellos ojos congestionados a punto de saltar de las órbitas le miraban a él, reduciéndole al papel de mero espectador.

La risa degeneró en un sonido ahogado, desgarrado, desvanecido en un gargarismo quebrado por un espumarajo, al tiempo que el rostro del enfermo adquiría un color cárdeno y su tórax se hundía sin remedio.

– ¡Otro más, no, Dios mío! ¡No!

Cameron Whyte se levantó colocándose las gafas; su taza de té estaba en el suelo y el líquido marrón bañaba la moqueta rosa claro. El médico dijo algo y Siobhan se acercó corriendo a prestar ayuda por sus conocimientos de primeros auxilios; Rebus mismo se habría adelantado a hacerlo, pero algo se lo impidió: el público no sube al escenario. Es el terreno del actor.

Mientras el médico daba las instrucciones inclinándose sobre el cuerpo del enfermo para practicarle la reanimación cardiopulmonar, Siobhan se apresuró a hacerle un boca a boca. Le destaparon completamente el pecho para que el médico le aplicase los puños sobre el centro del pecho.

El médico comenzó a presionar mientras Siobhan contaba.

– Uno, dos, tres, cuatro… Uno, dos, tres.

Le tapó la nariz para insuflarle aire en la boca a la par que el médico repetía la presión manual casi caído sobre la cama del esfuerzo.

– ¡Va a romperle las costillas!

Isla Ure sollozaba llevándose los nudillos a boca, mientras Siobhan seguía con la suya pegada a la del moribundo tratando de insuflarle vida.

– ¡Vamos, Archie, vamos! -bramó el médico como si fuera capaz de ahuyentar a la muerte a gritos.

Rebus sabía muy a su pesar que si se desea la muerte ésta llega fácilmente y que por mucho que se haga, embota tu pensamiento para que la llames, porque barrunta la desesperación, el cansancio y la resignación. Casi podía presentirla en aquella habitación. Archie Ure había llamado a la muerte y la asumía con aquel ansiado estertor final porque era la única victoria posible.

Rebus no se lo reprochaba.

– ¡Vamos, vamos!

– … tres, cuatro… Uno, dos…

El abogado se puso en pie, pálido, una patilla de las gafas había quedado aplastada en el suelo. Isla Ure, con la cabeza reclinada junto a la sien de su marido, balbucía palabras ininteligibles.

Por encima del barullo y la confusión del momento, en los oídos de Rebus resonaba el eco de las carcajadas del moribundo. Aquella cruda explosión final de Archie Ure. Miró de soslayo la cama y captó un movimiento en la ventana. Desde la pértiga del comedero un petirrojo saltó a la peana y volvió la cabeza hacia la escena del interior. Era el primero que Rebus veía aquel invierno. Le habían dicho que no eran aves migratorias, pero entonces, ¿por qué sólo los veía en los meses de frío?

Una pregunta más para la lista.

Habían transcurrido unos tres minutos. El médico estaba agotado y auscultó al moribundo en la garganta antes de aplicar su oído al pecho. Los electrodos colgaban de la cama y el electrocardiógrafo ya no emitía sonidos. Sólo se veían las iniciales led del diodo luminoso antes de emitir el mensaje de: error reiniciar.

El médico se bajó de la cama y Cameron Whyte recogió la taza con las gafas torcidas. El médico se apartó el pelo de la frente; el sudor le bañaba las pestañas y le chorreaba por la nariz. Siobhan Clarke tenía los labios secos y blancos como si le hubieran robado a través de ellos parte de vida. Isla Ure seguía tumbada sollozando sobre la cara de su marido. El petirrojo había alzado el vuelo al ver que no había nada que hacer.

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