Rebus reflexionó al respecto.
– ¿Porque hubo alguna que le rechazó?
– O porque su mujer o su novia fueron a uno…
– ¿Y ligaron? -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.
– Bueno, desde luego yo ya no me encargo de ese caso… -añadió Siobhan haciendo también un gesto afirmativo.
– Sí, Siobhan, pero quien lo lleve ahora habrá indagado en los clubes de solteros.
– Sí, pero no habrá interrogado a las mujeres con compañeros celosos.
– Muy acertado. Otra tarea para mañana.
– Sí -dijo ella cogiendo el hervidor-, en cuanto tenga cuatro palabritas con nuestro querido Derek.
– ¿Y si lo niega?
– Tengo testigos, John -replicó ella mirándole por encima del hombro-. Estás tú.
– No, estoy yo más las sospechas por tu parte, que no es lo mismo.
– ¿Qué quieres decir?
– Es sabido que Linford y yo no nos llevamos nada bien. Y ahora si voy yo y digo que le he visto espiándote… No sabes cómo son en Fettes, Siobhan.
– ¿Barren para casa?
– Puede que sí, puede que no, pero desde luego se lo pensarán más de dos veces antes de creerse lo que diga Rebus sobre un futuro jefe de policía.
– ¿Por eso no me lo dijiste?
– Quizá.
– ¿Cómo tomas el café? -preguntó ella dándole otra vez la espalda.
– Solo.
El apartamento de Derek Linford tenía vistas al valle Dean y a la costa de Leith. Lo consiguió con una hipoteca en muy buenas condiciones valiéndose de su posición en Fettes, pero, en cualquier caso, los pagos eran importantes y, además, tenía que pagar el BMW. Tenía mucho que perder.
Nada más llegar, sudoroso, se quitó la chaqueta y la camisa. Lo había visto por la ventana y llamado por teléfono. El había echado a correr, conduciendo como loco, subió los escalones de su piso de dos en dos… y su teléfono estaba sonando. Se abalanzó a cogerlo, pensando que sería Siobhan. «¡Habrá notado que la observaban y habrá decidido llamarme para que la ayude!» Pero la línea se cortó y al comprobar quién llamaba vio que era el número de ella. La llamó inmediatamente pero no contestaba.
Estaba junto a la ventana temblando, ajeno al paisaje que se divisaba… «¡Sabe que soy yo!» No podía pensar otra cosa. No le había llamado para pedir ayuda; habría llamado a Rebus. Claro, y Rebus se lo había contado. Naturalmente.
– Lo sabe -dijo en voz alta-Lo sabe, lo sabe, lo sabe.
Cruzó el cuarto de estar y volvió sobre sus pasos dándose puñetazos en la palma de la mano.
Tenía mucho que perder.
– No -dijo otra vez negando con la cabeza y procurando serenarse. No pensaba perder lo que tenía. Por nada ni por nadie. Era todo cuanto había logrado al cabo de tantos años de trabajo, largas noches, fines de semana, cursillos y estudios.
– No -repitió-, nadie me lo va a quitar. No sin luchar a brazo partido.
Llamaron a Cafferty a la habitación diciendo que había un problema en el bar. Se vistió, bajó y se encontró a Rab en el suelo, sujeto por dos camareros y un par de clientes. A su lado, otro hombre con las piernas abiertas y la nariz rota, se sujetaba una oreja con la mano manchada de sangre y pedía a gritos que llamaran a la policía. Junto a él estaba su novia en cuclillas.
– Lo que necesita es una ambulancia -dijo Cafferty mirándole.
– ¡Ese cabrón me ha mordido la oreja! Cafferty se agachó frente a él, le mostró dos billetes de cincuenta libras y se las metió en un bolsillo. -Una ambulancia -repitió.
La chica comprendió, se puso en pie y fue al teléfono.
Cafferty se acercó a Rab, se agachó delante de él y le agarró del pelo.
– Rab, ¿qué coño has hecho? -dijo.
– Ha sido en broma, Big Ger -en los labios tenía sangre de la oreja del agredido.
– A los demás no nos divierte.
– ¿Qué es la vida sin un poco de diversión?
Cafferty no le contestó.
– Mira, si te portas así no sé qué voy a hacer contigo -dijo marcando las palabras.
– ¿Tanta importancia tiene? -replicó Rab.
Cafferty volvió a guardar silencio. Dijo a los hombres que le soltaran, y ellos obedecieron con recelo, pero Rab parecía incapaz de levantarse.
– Podrían ayudarle -dijo Cafferty con un fajo de billetes en la mano del que cogió unos cuantos para repartirlos-. Por la ayuda, y que esto no trascienda -no había destrozos en el bar, pero insistió en que lo aceptaran-. A veces hay cosas rotas que no se ven de entrada -le dijo al camarero al tiempo que invitaba a una ronda y le daba un pescozón a Rab.
– Ya es hora de irse a la cama, hijo -en la barra estaba la llave de la habitación de Rab y el personal del bar sabía que éste se alojaba en el hotel con Big Ger-. La próxima vez que quieras gresca búscala en otra parte,;eh?
– Lo siento, Big Ger.
– Está bien, hay que ayudarse mutuamente, ¿verdad que sí, Rab? A veces es mejor utilizar el cerebro que la fuerza.
– De acuerdo, Big Ger. De verdad que lo siento.
– Bien, anda, vete. En el ascensor hay espejo; no se te ocurra darle un puñetazo…
Rab esbozó una sonrisa. Pasado el jaleo, era evidente que no podía tenerse de sueño. Cafferty le vio salir pesadamente del bar. Le apetecía un trago, pero no allí con aquella gente. Los dejaría a solas para que se desahogaran contándose y repitiéndose lo que había sucedido. Tenía en su habitación un minibar y bebería allí. Pidió disculpas haciendo un gesto con los brazos abiertos y siguió a Rab hacia el ascensor. Subieron los tres pisos en el estrecho confinamiento que recordaba el calabozo. Rab cerraba los ojos apoyado en el espejo mientras Cafferty le miraba impasible.
«¿Tanta importancia tiene?», había dicho Rab. Era precisamente lo que Cafferty se planteaba mientras subían.
Cuando Rebus llegó a Saint Leonard por la mañana dos agentes de uniforme comentaban la película que habían dado la noche antes por la tele.
– Cuando Harry encontró a Sally, señor, la habrá visto.
– Anoche no vi la tele. Hay gente que tiene mejores cosas que hacer.
– Hablábamos del argumento, de si los hombres pueden hacer amistad con las mujeres sin pensar en llevárselas a la cama.
– Yo creo -dijo el otro agente- que cuando un tío echa el ojo a una mujer en lo primero que piensa es en cómo será en la piltra.
Rebus oyó fuertes voces en el departamento del Investigación Criminal.
– Con perdón, caballeros, hay algo más urgente…
– Es una pelea amorosa -comentó uno de los agentes.
– Más equivocado no puedes estar, colega -replicó Rebus volviéndose hacia él.
Siobhan tenía acorralado a Derek Linford en un rincón de la sala, para gran fruición del público: el inspector Bill Pryde y los sargentos Roy Frazer y George Hi-Ho Silvers que, sentados en sus respectivas mesas, disfrutaban del espectáculo, y a quienes Rebus fulminó con la mirada al entrar. Siobhan había agarrado a Linford por el cuello y estaba de puntillas con la cara pegada a la de él, que sostenía en una mano unos papeles arrugados y levantaba la otra pidiendo tregua.
– Y si se te ocurre siquiera pensar en mi número de teléfono, vas a ver. ¡Te voy a arrancar los huevos! -gritó Siobhan.
Rebus le cogió las manos por detrás para que le soltara, pero ella se revolvió furiosa y roja de cólera mientras Linford tosía medio asfixiado.
– ¿Esto es lo que tú llamas decirle cuatro palabras? -dijo Rebus.
– Ya sabía yo que tú tenías algo que ver -dijo Linford.
– ¡Es un asunto entre tú y yo, gilipollas, y nadie más! -exclamó Siobhan encarándose con él de nuevo.
– Te crees irresistible, ¿verdad? -dijo Linford.
– Cállate, Linford, no empeores más las cosas -replicó Rebus.
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