Jerry volvió a sentir de nuevo aquel nudo en el estómago, como si respirase bilis. Pero el caso era que… una vez que comenzaban, a aquello se le unía un sentimiento completamente diferente, y se excitaba igual que Nic. Eran un par de cazadores.
– Tómatelo como un juego -dijo Nic la primera vez.
Como un juego.
El corazón le latía cada vez con más fuerza y le hormigueaba la ingle. Con los guantes y el pasamontañas, sentado en la furgona Bedford, era otro. Dejaba de ser Jerry Listear para convertirse en un personaje de comic o de película, un tipo fuerte y aterrador. Alguien que inspiraba temor. Y la sensación anulaba casi por completo aquel nudo seco. Casi.
La camioneta era de un conocido de Nic. Nic le decía al tipo que la necesitaba de vez en cuando para trabajar ayudando a un amigo que vendía cosas de segunda mano y él se contentaba con cobrarle veinte libras sin preguntar nada más. Nic tenía unas placas de matrícula que había conseguido en un desguace y las montaba con alambre sobre las auténticas. Era un vehículo viejo, blancuzco, que no llamaba mucho la atención en las calles poco iluminadas cuando hacía frío y la gente volvía con prisas a casa, quizá algo cansada.
Las que estaban algo desmejoradas eran las que Nic quería. Aparcaban cerca de una discoteca, pagaban y entraban. El local estaba lleno de parejas de tíos dando vueltas a la pista y ellos pasaban inadvertidos como dos más. Nic examinaba las mesas ocupadas por grupos. Sabía distinguir cuáles eran los de clubes de solteros. En cierta ocasión hasta osó sacar a bailar a una y él le comentó que era correr un riesgo.
«¿Qué es la vida sin riesgo?»
Aquella noche dieron previamente unas vueltas con la furgoneta. Nic sabía que la disco no estaba en su apogeo hasta después de las diez. Aún no habría llegado la clientela de los pubs que cierran, pero entre los grupos de solteros sí que habría animación. Casi todos trabajaban por la mañana y no se quedaban hasta muy tarde; a las once más o menos empezaban a marcharse, y ya por entonces Nic habría localizado a una o dos. El siempre tenía una de reserva por si acaso. Había noches en que no funcionaba porque las mujeres se iban en grupo o acompañadas y no quedaba ninguna sola.
Otras noches funcionaba a la perfección.
Jerry estaba al borde de la pista con la cerveza en la mano. Comenzaba ya a notar la emoción del momento, aquella oleada oscura de excitación. Pero tampoco podía evitar sentirse algo nervioso, ante la posibilidad de que le viera algún amigo suyo o de Jayne y se acercase a decirle: «Jayne sabe que has venido aquí, ¿verdad?». Qué iba a saberlo. Ya ni siquiera le preguntaba. Volvería a casa a la una o las dos y ella estaría durmiendo, y, aunque se despertase al llegar él, apenas diría nada.
«¿Otra vez borracho?», o algo por el estilo.
Él iría al cuarto de estar y se sentaría con el mando a distancia en la mano mirando la tele apagada. A oscuras, sin que le viera nadie, sin que nadie pudiera señalarle con un dedo acusador.
«Ése era, ése era.»
Mentira. Era Nic. Siempre era Nic.
Siguió junto a la pista con la cerveza en la mano ligeramente temblorosa, diciendo para sus adentros: «¡Que no haya suerte esta noche!».
En ese momento Nic se acercó a él con un brillo extraño en los ojos.
– No puedo creérmelo, Jer. ¡No puedo creérmelo!
– Tranquilo, tío. ¿Qué pasa?
– ¡Está aquí! -exclamó Nic pasándose las manos por el pelo.
– ¿Quién? -preguntó él mirando a su alrededor por si alguien escuchaba.
Pero la música superaba la barrera del sonido. Parecía Orbital. El estaba al tanto de los grupos más recientes.
– No me ha visto -dijo Nic moviendo la cabeza con expresión reflexiva-. Podemos hacerlo. Podemos.
– ¡Ay, Dios! ¿No será Cat?
– No seas burro. ¡Es esa guarra de Yvonne!
– ¿Yvonne?
– La que acompañaba a Cat aquella noche. La que la arrastró a ligar.
– No, no, tío, ni hablar -dijo Jerry negando con la cabeza.
– ¡Si es perfecto…!
– Nada de perfecto, Nic. Es suicida.
– Será la última, Jerry. Piénsalo -replicó Nic consultando el reloj-. Nos quedamos un rato más y comprobamos si liga con alguien -añadió dándole una palmada en el hombro-. Ya verás, Jerry, será una salvajada.
«Eso es lo que me temo», tuvo ganas de decir Jerry.
Cat y su amiga Yvonne, la divorciada. Yvonne se había afiliado a un club de solteros y una noche convenció a Cat para que la acompañara. No recordaba muy bien cómo había sido, pero el caso es que Cat accedió, muy posiblemente porque su matrimonio era inestable, aunque Nic no había comentado nada. Lo único que él decía eran cosas como: «Me engañó, Jer», «Y yo sin darme cuenta». Fueron las dos a una discoteca, no a aquélla, sino a una de los jueves de clientela similar, y uno de los del club de solteros sacó a Cat a bailar dos veces. Y ya está: se fue con él.
Ahora se le presentaba a Nic la ocasión de vengarse; no de Cat. A Cat ni soñar con tocarla. ¡Dios!, su tío era Bryce Callan y su primo Barry Hutton. Se vengaría en su amiga Yvonne.
Cuando Nic se acercó de nuevo y le dio un codazo, Jerry comprendió que el grupo de solteros se disponía a marcharse. Apuró su cerveza y siguió a Nic afuera. La furgoneta estaba a unos cien metros. Se trataba de que Nic fuera a pie siguiéndola y él al volante del Bedford hasta que Nic encontrara un lugar apropiado para agarrarla, momento en que él paraba junto al bordillo y abría corriendo las puertas traseras. Y a rodar rápido hasta encontrar un lugar desierto, mientras Nic en la parte de atrás sujetaba a la mujer tumbada y él conducía con cuidado de no saltarse ningún semáforo ni acelerar si veía un coche de policía. Los guantes y el pasamontañas los tenían en la guantera.
Nic abrió la furgoneta y se le quedó mirando.
– Esta noche tienes que ir tú a pie.
– ¿Qué?
– Yvonne me conoce y si oye algo y vuelve la cabeza me verá.
– Bueno, pues ponte el pasamontañas.
– ¿Eres tonto? ¿Cómo voy a seguir a una mujer por la calle con pasamontañas?
– No lo hago.
Nic apretó rabioso los dientes.
– ¡Tienes que ayudarme!
– Ni hablar, tío.
Nic hizo esfuerzos evidentes por mantener la calma.
– Escucha, de todos modos, a lo mejor no sale sola. Lo único que te pido…
– Y yo te digo que no. Es demasiado arriesgado y me da igual lo que digas -replicó Jerry alejándose de la furgoneta.
– ¿Adónde vas?
– A tomar el fresco.
– No seas así. Hostia, Jer, ¿es que no vas a crecer?
– Nunca -fue cuanto atinó a decir, luego dio la vuelta y echó a correr.
Rebus anduvo de una habitación a otra por el piso esperando a que se calentara la parrilla del horno. Tostadas con queso, la más solitaria de las comidas. No figura en ninguna carta de restaurante ni se invita a nadie a rebanadas con queso. Es lo que come uno cuando está solo y al hacer una incursión al armario de la cocina sólo encuentra unas rebanadas de pan y en la nevera no queda más que un poco de margarina y queso. Aquella noche de invierno había que comer caliente. Pues queso tostado.
Volvió a la cocina y puso el pan en la parrilla y comenzó a cortar lonchas del trocito de cheddar. Le vino a la cabeza una especie de verso de la revista del Festival Fringe de Edimburgo:
El queso de cheddar es nuestro queso,
nuestro queso escocés, color naranja, graso…
Volvió al cuarto de estar. En el tocadiscos sonaba uno de las primeras grabaciones de Bowie: The man who Sold the world, El hombre que vendió el mundo. La vida era un puro comercio, desde luego; transacciones diarias con amigos, enemigos y desconocidos, en las que siempre había un ganador y un perdedor, o la sensación de haber ganado o perdido algo. Quizá no se venda el mundo, pero todos venden algo, una idea de sí mismos, al menos. Cuando Bowie cantó lo de cruzarse con alguien en la escalera Rebus volvió a pensar en Derek Linford sorprendido en el descansillo de aquella casa. ¿Un mirón pervertido o simplemente un inseguro? Él también había hecho tonterías de joven. Una vez telefoneó a los padres de una chica que le había plantado para preguntar si estaba embarazada. ¡Dios, si ni siquiera habían follado! Se detuvo ante la ventana mirando al piso de enfrente, tranquilo con las cortinas corridas y las contraventanas abiertas. Vidas ajenas. Allí vivía un matrimonio con dos hijos, la parejita. Los veía desde hacía tanto tiempo que un sábado por la mañana al tropezárselos en el quiosco les saludó. Pero los niños, sin los padres a su lado, se apartaron de él con cara de espanto, sin atender a sus razones de que era el vecino de enfrente.
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