Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– ¿Es él o no? -insistió Rebus.

– Sí, podría ser. Hace veinte años que no le he vuelto a ver.

– ¿Quién era? -preguntó Siobhan.

De pronto Rebus recordó.

– ¿No era el socio de Alasdair? -dijo.

Lorna asintió con la cabeza.

Rebus se volvió hacia Siobhan, que no salía de su asombro.

– ¿Dicen que ha muerto? -preguntó Alicia, y Rebus hizo un gesto afirmativo-. Él sabría dónde está Alasdair. Los dos eran inseparables y a lo mejor entre sus pertenencias están las señas.

Lorna miró las otras fotos; eran las de Chris Mackie en el albergue.

– Freddy Hastings, un mendigo -su risa estalló súbitamente en la habitación.

– Me parece que no había ninguna dirección. He examinado varias veces sus efectos personales -dijo Siobhan a Alicia Grieve.

– Bueno, será mejor que volvamos a la casa -dijo Rebus.

Tenía muchas más preguntas que hacer.

Lorna preparó otro té, pero esta vez se sirvió un vaso de whisky con agua, mitad y mitad. Le ofreció a Rebus pero él rehusó otra vez. Ella dio el primer sorbo mirándole.

Siobhan estaba ya dispuesta con el bloc y el bolígrafo.

Lorna expulsó el humo en dirección a Rebus.

– En su momento pensamos que se habían marchado juntos -comenzó a explicar.

– Una bobada -le interrumpió su madre.

– Sí, claro, tú no creías que fuesen «homosexuales».

– ¿Desaparecieron los dos juntos? -preguntó Siobhan.

– Más o menos. Como hacía días que no veíamos a Alasdair, tratamos de localizar a Freddy, pero nadie daba razón de él.

– ¿Denunció alguien su desaparición?

– Yo no -respondió Lorna encogiéndose de hombros.

– ¿Y su familia?

– Creo que no tenía a nadie -dijo Lorna mirando a su madre para que lo confirmase.

– Era hijo único y sus padres habían muerto -añadió Alicia.

– Le dejaron algo de dinero, pero creo que lo había perdido casi todo.

– Los dos perdieron dinero -comentó Alicia-. Por eso se marchó Alasdair, inspector. Por deudas. Era muy orgulloso para pedir ayuda.

– Pero no para desaparecer -no pudo por menos de decir Lorna.

Su madre la fulminó con la mirada.

– ¿Cuándo se fue? -preguntó Rebus.

– En el setenta y nueve -dijo Lorna mirando a la anciana para que lo confirmara.

– A mediados de marzo -dijo la madre.

Rebus y Siobhan cerraron los ojos. Marzo de 1979: Mojama.

– ¿Qué clase de negocios tenían? -preguntó Siobhan conteniendo la emoción.

– Su última incursión fue en terrenos -dijo Lorna encogiéndose de hombros-. Es todo cuanto sé. Seguramente comprarían solares que no pudieron vender.

– ¿Asuntos de promoción inmobiliaria? -aventuró Rebus.

– No lo sé.

Rebus se volvió hacia Alicia, que negó con la cabeza.

– Alasdair era muy reservado en ciertos aspectos. Él nos quería hacer creer que era muy capaz…, autosuficiente.

Lorna se levantó a servirse otro whisky.

– Es su manera de decir que era prácticamente una nulidad.

– A diferencia tuya, supongo -espetó la anciana.

– Si desaparecieron porque tenían deudas -comentó Siobhan-, ¿cómo es que el señor Hastings, un año más tarde aproximadamente andaba por ahí con casi medio millón de libras en una cartera?

– Dígannoslo ustedes que son la policía -comentó Lorna Grieve sentándose.

Rebus se quedó pensativo.

– Sobre todo este asunto de los negocios fracasados de ambos jóvenes, ¿hay realmente pruebas o es otro de los mitos del clan? -preguntó.

– ¿Qué insinúa?

– Que nos gustaría tener algún dato concreto sobre este caso.

– ¿Qué caso? -comenzaban a notarse en ella los efectos del alcohol; su voz era ahora agresiva y se le habían subido los colores-. Es de suponer que está investigando el asesinato de Roddy, no el suicidio de Freddy.

– El inspector cree que puede existir una relación -terció Alicia Grieve asintiendo con la cabeza por la lógica de su deducción.

– ¿Qué le hace pensarlo, señora Grieve? -dijo Rebus.

– Usted dice que Freddy se interesaba por nosotros. ¿Cree que podría haber matado a Roddy?

– ¿Por qué motivo?

– No sé. Algo relacionado con el dinero tal vez.

– ¿Se conocían Roddy y Freddy?

– Se vieron alguna vez, cuando Alasdair traía a Freddy a casa, y quizá en otras ocasiones.

– Entonces, si Freddy hubiera vuelto a ver a Roddy al cabo de veinte años, ¿cree usted que su hijo le habría reconocido?

– Probablemente.

– Yo no le reconocí en las fotos -dijo Lorna.

Rebus la miró.

– Es verdad -dijo, pensando: «¿O sí lo reconoció?». ¿Por qué había devuelto directamente las fotos a Siobhan en vez de pasárselas a su madre?

– ¿El señor Hastings tenía una oficina?

Alicia Grieve asintió.

– En Cannongate, cerca del piso de Alasdair.

– ¿Recuerda la dirección?

La anciana la recitó de carrerilla, evidentemente complacida de su buena memoria.

– ¿Y su domicilio? -preguntó Siobhan sin dejar de tomar nota.

– Era un piso en la Ciudad Nueva -dijo Lorna, pero fue también su madre quien dio la dirección exacta.

El comedor del hotel estaba tranquilo a la hora del almuerzo. El público prefería el restaurante estilo mesón de la planta baja o no sabía que existía un segundo restaurante. La decoración era minimalista oriental, y las elegantes mesas estaban muy espaciadas. Era un lugar que propiciaba la conversación discreta. Cafferty se puso en pie y estrechó la mano de Barry Hutton.

– Tío Ger, perdone que llegue tarde.

Mientras un empleado arrimaba la silla a Hutton, Cafferty se encogió de hombros.

– Hacía tanto tiempo que nadie me llamaba así, que me parece un sueño -dijo con una sonrisa.

– Yo siempre le he llamado así.

Cafferty asintió con la cabeza y miró al elegante joven.

– Barry, quién iba a decir lo bien que te va ahora.

Esta vez fue Barry Hutton quien se encogió de hombros ante el comentario. Trajeron la carta.

– ¿Van a beber algo los señores?

– Esto hay que celebrarlo con champán, ¿no? -dijo Cafferty haciendo un guiño a Hutton-, que pago yo; no hay más que hablar.

– No pensaba decir nada, pero yo beberé agua, si no le importa.

– Como quieras, Barry -dijo Cafferty sin perder la sonrisa.

Hutton se volvió hacia el camarero. -Tráigame Vittel si tiene y, si no, Evian.

El camarero hizo una reverencia y se volvió hacia Cafferty.

– ¿Y el señor mantiene lo del champán?

– ¿Acaso he dicho otra cosa?

El camarero repitió la reverencia y les dejó.

– Vittel, Evian… -dijo Cafferty conteniendo la risa y moviendo la cabeza-. Dios, si Bryce te viera. -Hutton estaba entretenido arreglándose los gemelos-. Una mañana agitada, ¿eh?

Hutton alzó la vista y Cafferty comprendió que le había sucedido algo, pero el joven negó con un gesto.

– No, sencillamente es que durante la comida no bebo alcohol.

– Pues deja que te invite a cenar.

Hutton miró a su alrededor. Sólo había dos comensales en una mesa al otro extremo del comedor aparentemente enfrascados en una conversación de negocios. Estudió las caras, pero no los conocía y volvió a mirar a su anfitrión.

– ¿Se aloja en este hotel?

Cafferty asintió con la cabeza.

– Su casa, ¿la vendió?

Cafferty volvió a asentir.

– Sacaría una buena tajada, me imagino -comentó Hutton mirándole.

– Pero el dinero no lo es todo, Barry, ¿no crees? Es algo que he aprendido.

– ¿Se refiere a la salud, la felicidad?

Cafferty juntó la palma de las manos.

– Tú eres joven todavía, pero espera que pasen unos años y comprenderás lo que digo.

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