– En octubre del setenta y ocho.
– ¿Unos seis meses? No duró mucho.
– Me hicieron una oferta mejor.
– ¿Y cuál fue, señor? -preguntó Hood.
– ¡No tengo nada que ocultar! -exclamó Hutton.
– Nos hacemos cargo, señor Hutton -dijo Wylie en tono conciliador.
– Fui a trabajar para mi tío -Hutton se calmó rápidamente.
– ¿Para Bryce Callan? -Hutton asintió con la cabeza.
– ¿En qué? -inquirió Hood.
Hutton hizo una pausa mientras apuraba la botella.
– En una promoción inmobiliaria.
– Eso sería su gran oportunidad, ¿no? -preguntó Wylie.
– Sí, ahí empecé. Pero en cuanto pude me establecí por mi cuenta.
– Sí, claro, naturalmente -dijo Hood con un tono que daba a entender: «He trabajado para tener lo que tengo»; pero me han echado una mano tan grande como un campo de fútbol.
Antes de marcharse, Wylie le hizo una pregunta más: -En este momento debe de estar usted muy satisfecho, ¿no?
– Proyectos no nos faltan.
– ¿Obras alrededor de Holyrood? -preguntó.
– El Parlamento no es más que el principio. Planeamos centros comerciales en las afueras y promociones en la costa. Es asombroso lo subdesarrollado que está Edimburgo. Y no sólo Edimburgo. Tengo proyectos en marcha en Glasgow, Aberdeen, Dundee…
– ¿Y hay suficientes clientes? -preguntó Hood.
Hutton se echó a reír.
– Hacen cola, amigo. Lo único fastidioso es el papeleo.
– Para los permisos de obra -añadió Wylie asintiendo con un gesto.
Hutton hizo una cruz con los dedos índices.
– La maldición del promotor -dijo.
Pero lo remató con una carcajada final mientras cerraba la puerta del despacho tras ellos.
– Una advertencia -dijo Rebus cuando iban por el paseo de la casa-, la madre está algo delicada.
– Entendido -dijo Siobhan Clarke-. ¿Tú harás gala de tu habitual encanto?
– Es con Lorna Grieve con quien hemos de hablar -replicó él, señalando con la cabeza el Fiat Punto aparcado a la derecha de la puerta-. Ahí está su coche.
Había llamado a High Manor y cogió el teléfono Hugh Cordover, por lo que Rebus prestó gran atención por si captaba en su tono de voz algo nuevo o un tono acusatorio, pero Cordover se limitó a decirle que Lorna estaba en Edimburgo.
– No acaba de convencerme de que sea una buena idea -comentó Siobhan.
– Mira -replicó él-, ya te he dicho…
– John, ¿cómo has podido implicarte…?
Él la sujetó por el hombro y le dio la vuelta para que le mirara a la cara.
– ¡No me he implicado en nada!
– ¿No te has acostado con ella? -replicó Clarke procurando moderar el tono.
– ¿Y qué más da si lo he hecho?
– Estamos investigando un caso de homicidio y vamos a interrogarla.
– Ah, no me digas.
– Me haces daño en el hombro -dijo ella mirándole.
Él la soltó musitando una disculpa.
Llamaron al timbre y aguardaron.
– ¿Qué tal el fin de semana? -preguntó Rebus y ella le fulminó con la mirada-. Escucha -añadió- si vamos a entrar enfurruñados no vamos a sacar nada en limpio.
Ella pareció considerarlo y finalmente dijo:
– Volvió a ganar el Hibs. ¿Tú qué hiciste?
– Estuve en la oficina pero no hice gran cosa.
Fue Alicia Grieve quien les abrió. A Rebus le pareció más vieja que la última vez, como si ya hubiera vivido demasiado y fuese consciente de ello. Una de las jugadas más crueles de la edad es su modo de burlarse de las personas. Pierdes a un ser querido y el tiempo parece ir entonces más rápido, de modo que te marchitas y a veces mueres. No era la primera vez que veía un caso semejante: hombres o mujeres sanos que mueren durante el sueño días o semanas después del entierro del cónyuge, como si se pulsara un botón, de forma voluntaria o involuntaria. A saber.
– Señora Grieve -dijo-. ¿Me recuerda? Soy el inspector Rebus.
– Sí, claro -replicó la anciana con voz aflautada y seca-. ¿Y ésta quién es?
– La agente Clarke -dijo Siobhan a guisa de presentación.
Sonreía como lo hacen los jóvenes con los viejos: con distante simpatía. Rebus se percató por aquel detalle de que era más afín por la edad a Alicia Grieve que a Siobhan, pero trató de apartar ese pensamiento de su mente.
– ¿Podemos enterrar ya a Roddy? ¿Han venido por eso?
– dijo en tono resignado, dispuesta a aceptar sus explicaciones. Era el papel a que había quedado relegada en la vida.
– Lo siento, señora Grieve, tendrán que esperar un poquito más -contestó Rebus.
La anciana repitió burlona la última frase y añadió:
– El tiempo es elástico ¿no le parece?
– Venimos para hablar con la señora Cordover -terció con firmeza Siobhan dispuesta a no permitir que se fuera por las ramas.
– A Lorna -añadió Rebus.
– ¿Está aquí? -preguntó Alicia Grieve.
– Claro que estoy aquí, madre -se oyó decir en el interior-. Hace dos minutos estábamos hablando.
La anciana se hizo a un lado. Lorna Grieve les miraba desde la puerta de una de las habitaciones con una caja de cartón en las manos.
– Hola, de nuevo -dijo a Rebus como si Siobhan no existiera.
– ¿Podríamos hablar un momento? -dijo Rebus casi sin mirarla para fruición de ella que, risueña, asintió y señaló con la cabeza la habitación de la que acababa de salir.
– Estaba intentando limpiar esto un poco.
La señora Grieve tocó la mano de Rebus y éste notó que sus dedos estaban fríos como el mármol.
– Quiere vender mis cuadros porque necesita dinero.
Rebus miró a Lorna que movía la cabeza, negándolo.
– Únicamente lo que quiero es limpiarlos y cambiarles el marco.
– Los quiere vender -insistió la anciana-. Eso es lo que va a hacer.
– Madre, por Dios bendito, no necesito dinero.
– Tu marido sí porque no tiene oficio ni beneficio, sólo deudas.
– Gracias por el voto de confianza -musitó Lorna.
– ¡No te pongas descarada conmigo, niña! -replicó la anciana con voz trémula, apretando aún la mano de Rebus con los dedos, que eran como garras o zarpas descarnadas.
Lorna lanzó un suspiro.
– Bueno, ¿ustedes que es lo qué quieren? Espero que hayan venido a detenerme; cualquier cosa sería mejor que esto.
– ¡Vete a tu casa si quieres! -chilló la madre.
– ¿Y te dejo aquí a que te revuelques en tu autocompasión? No, querida mamá, eso no puede ser.
– Me cuida Seona.
– Seona está muy ocupada con su carrera política -espetó Lorna- y ya no te necesita. Ahora ha encontrado algo más provechoso.
– Eres un monstruo.
– Pues supongo que eso te convierte en el doctor Frankenstein.
– No eres más que un cuerpo vil.
– Y dale. Ahora vas a decirnos que le conociste -se volvió hacia Rebus y Siobhan-. A Evelyn Waugh, autor de Vile Bodies [Cuerpos viles].
– Asquerosa. Te echabas en brazos de todos los hombres que conocías.
– Y sigo haciéndolo -replicó Lorna con un gruñido mirando de reojo a Rebus-. Mientras que tú sólo te echaste en los brazos de padre porque sabías que era lo que te convenía. Y una vez que obtuviste fama, si te he visto no me acuerdo, en una frase: fin del romance.
– ¿Cómo te atreves? -replicó la anciana con una cólera fría, una furia propia de una mujer más joven.
Siobhan tiró de la manga a Rebus en dirección a la puerta pero Lorna lo advirtió.
– ¡Ah, fíjate, estamos espantando a la pasma! ¿No es una maravilla, madre? ¿Te das cuenta del poderío? -añadió echándose a reír secundada por la anciana.
«Esto es una maldita casa de locos», pensó Rebus; pero inmediatamente consideró que era el proceder normal entre madre e hija, con peleas e insultos para provocar la catarsis. Habían sido tanto tiempo figuras públicas que se habían convertido en actores de su propio melodrama y daban una teatralidad exagerada a sus necias rencillas.
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