Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– Soy Siobhan. Creo que hay alguien que me espía.

Rebus pulsó el botón del portero automático y ella abrió la puerta después de comprobar que era él. Cuando llegó a su piso ya tenía la puerta abierta.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó.

Pasaron al cuarto de estar y advirtió que estaba más tranquila de lo que esperaba.

En la mesita de centro había una botella de vino de la que faltaba un tercio junto a un vaso mediado. Por el olor, notó que había cenado comida india, pero no vio ningún plato ni cubiertos. Había recogido.

– He estado recibiendo llamadas…

– ¿Qué clase de llamadas?

– De esas que no dicen nada y cuelgan. Dos o tres veces al día. Si no estoy en casa, esperan a que se conecte el contestador y cuelgan. Quien sea lo hace expresamente para que quede grabado.

– ¿Y cuando estás en casa?

– Lo mismo, cuelgan sin decir nada. He llamado al 1471, pero siempre dicen que no pueden revelar el número. Luego, esta noche…

– ¿Qué?

– Pues que he tenido la impresión de que me observaban desde enfrente -dijo señalando con la cabeza hacia la ventana.

Rebus miró hacia las cortinas echadas, se acercó a la ventana, las entreabrió y miró a la casa de enfrente.

– Tú, quédate aquí -dijo.

– Podría haber ido yo a averiguar, pero…

– Vuelvo enseguida.

Siobhan permaneció quieta junto a la ventana cruzada de brazos, oyó la puerta de abajo y vio a Rebus cruzar la calle. Había llegado casi sin aliento. ¿Es que no estaba en forma o había subido a todo correr? Tal vez inquieto por ella… Ahora se preguntaba por qué le había llamado. Tenía Gayfield Square a cinco minutos de casa y cualquiera de la comisaría habría podido acercarse. O podría haber mirado ella misma. No es que le diera miedo, pero una cosa así… era inquietante… pero si la compartes con otro, la inquietud se desvanece. Vio a Rebus abrir el portal de enfrente sin dudarlo un instante y después volvió a verle pasar por el descansillo del primer piso y llegar al segundo y allí se acercó a la ventana, saludándola a través del cristal para darle a entender que no había nadie. Subió un piso más para comprobar si había alguien escondido y bajó.

Cuando entró resoplaba aún más fuerte.

– Sí, lo sé -dijo dejándose caer en el sofá-, tendría que ir a un gimnasio -añadió sacando el tabaco del bolsillo, pero recordó que ella no le dejaría fumar en su casa. Siobhan volvió de la cocina con una copa.

– Es lo menos que puedo ofrecerte -dijo sirviéndole un vino.

– Salud -dijo él dando un buen sorbo y respirando profundamente-. ¿Es tu primera botella esta noche? -añadió en broma.

– No son visiones -dijo ella arrodillándose junto a la mesita y dando vueltas con las manos al vaso.

– Cuando se vive solo… No me refiero a ti, a mí también me sucede.

– ¿El qué? ¿Que te imaginas cosas? -replicó ella-. ¿Cómo lo sabías? -añadió con un leve rubor en las mejillas.

– ¿Cómo sabía, qué? -preguntó él mirándola.

– Dime que no eras tú quien me espiaba.

Él se quedó boquiabierto sin saber qué replicar.

– He visto que abrías la puerta sin dudar -añadió ella- ni comprobar si estaba cerrada o no. Luego sabías que estaba abierta. A continuación te detuviste en el segundo piso.

¿Para recobrar aliento? -prosiguió abriendo interrogante los ojos-. Era allí desde donde me observaban, desde ese descansillo.

Rebus bajó la vista hacia la copa.

– El mirón no era yo -dijo.

– Pero tú sabes quién es -dijo ella con una pausa-. ¿Es Derek? -el silencio de Rebus fue más que elocuente. Ella se puso en pie y comenzó a pasear por el cuarto-. Cuando le eche la vista encima…

– Escucha, Siobhan…

– ¿Cómo lo sabías? -dijo ella volviéndose hacia él.

Rebus tuvo que explicárselo y cuando terminó, Siobhan cogió el teléfono y marcó el número de Linford. Cuando descolgaron al otro lado de la línea ella colgó. Ahora la que respiraba aguadamente era ella.

– ¿Puedo preguntarte una cosa? -dijo Rebus.

– ¿Qué?

– ¿Has marcado el prefijo 141? -ella le miró sorprendida-. Es imprescindible si no quieres que aparezca tu número cuando llamas.

Aún se estremecía cuando sonó el teléfono.

– No contesto -dijo.

– Puede que no sea Derek.

– Que se grabe en el contestador.

Al cabo de siete timbrazos el contestador hizo clic y se oyó la grabación de su propia voz y luego otro clic al colgar el que llamaba.

– ¡Hijo de puta! -espetó ella.

Descolgó, marcó el 141, escuchó y colgó de golpe.

– ¿Número restringido? -dijo Rebus.

– ¿Qué juego se trae, John?

– Siobhan, le has dado calabazas y la gente en esas circunstancias hace cosas raras.

– Parece que estés de su lado.

– Ni mucho menos. Sólo intento dar una explicación.

– Porque alguien te dé calabazas ¿hay que dedicarse a acosarle? -dijo. Cogió el vaso de vino y dio dos sorbos mientras caminaba por el cuarto; advirtió que las cortinas estaban descorridas y fue rápidamente a echarlas.

– Anda, siéntate -dijo Rebus-. Mañana hablaremos con él.

Finalmente Siobhan dejó de pasear arriba y abajo y se sentó en el sofá a su lado. Rebus hizo ademán de servirle más vino pero ella rehusó.

– Es una lástima desperdiciarlo -comentó él.

– Bébetelo tú.

– No -Siobhan le miró y le sonrió-. Me he pasado casi toda la tarde reprimiéndome para no salir a tomar una copa -añadió él.

– ¿Por qué?

Él se encogió de hombros y ella cogió la botella.

– Pues evitemos el peligro.

Cuando la alcanzó ella estaba tirando el vino por el fregadero.

– Qué drástica -dijo Rebus-. Podrías haberlo guardado en la nevera.

– El vino tinto no se guarda en la nevera.

– Bueno, ya sabes lo que quiero decir -añadió él mirando los platos fregados en el escurridero y el orden de aquella cocina impoluta de azulejos blancos-. Tú y yo somos como el día y la noche.

– ¿Por qué lo dices?

– Yo sólo friego cuando me faltan vasos.

– Yo siempre quise ser una dejada -dijo ella sonriendo.

– ¿Entonces…?

Ella se encogió de hombros y miró a su alrededor.

– Será por la educación que recibí o vete a saber. Me imagino que habrá quien me califique de neurótica de la limpieza.

– A mí me llaman simplemente palurdo -dijo Rebus. Vio que enjuagaba la botella y la ponía en una caja color naranja con otros tarros de cristal junto al cubo de la basura.

– ¿No me digas que reciclas?

Ella asintió con la cabeza y sonrió. A continuación volvió a ponerse seria.

– Por Dios, John, si sólo he salido tres veces con él.

– A veces es suficiente.

– ¿Sabes dónde le conocí?

– No quisiste decírmelo, ¿recuerdas?

– Pero ahora te lo digo: en un club de solteros.

– ¿La noche que acompañaste a la víctima de violación?

– Pertenece a ese club de solteros pero ellos no saben que es policía.

– Bueno, eso demuestra que tiene problemas en su relación con las mujeres.

– Trata a mujeres todos los días, John -replicó ella haciendo una pausa-No sé, a lo mejor es indicio de alguna otra cosa.

– ¿De qué?

– No sabría decirte. Puede ser una faceta oculta de su personalidad -dijo ella recostándose en el fregadero y cruzando los brazos-. ¿Recuerdas lo que tú dijiste?

– Digo tantas cosas memorables…

– Eso de los chicos despechados que a veces hacen cosas…

– ¿Piensas que a Linford le han despreciado muchas veces?

– Quizá -respondió ella reflexiva-. Aunque estaba pensando más bien en el violador, en el hecho de que al parecer elige en concreto esas noches para solteros.

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