Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– Será mejor que lo hagas por escrito.

– ¿Por si no sé expresarlo bien?

Rebus negó con la cabeza.

– No, porque cuesta disculparse cuando te agarran el cuello con una mano y los huevos con la otra.

– Hostia, tío, creí que me estallaba una vena.

Rebus mantuvo la cara de palo.

– Podías haberte defendido.

– Sí, hombre, qué bien, con otros tres tíos mirando. Rebus se volvió hacia él.

– Tú eres muy precavido, ¿verdad? Calculas cada paso que das.

– Observar a Siobhan no fue algo calculado.

– No, supongo que no.

Pero a pesar de su afirmación, Rebus no estaba totalmente convencido.

Linford se volvió hacia el asiento de atrás y cogió unos papeles: el rebujo que tenía en la mano durante la escena en la comisaría.

– ¿Podemos hablar un minuto de trabajo?

– Tal vez.

– Sé que has estado dándome esquinazo, dirigiendo tú las cosas y dejándome al margen. Bien, es cosa tuya. Pero en los interrogatorios que yo he hecho puede haber una pepita de oro… -dijo entregando a Rebus el montón de páginas de notas minuciosas.

Había estado en Holyrood Tavern, Jennie Ha's… y no sólo los pubs, casas y tiendas de los alrededores de Queensberry House, había preguntado hasta en el palacio de Holyrood.

– Has trabajado mucho -admitió Rebus con un gruñido.

– He hecho el puerta a puerta; un recurso muy manido pero que a veces da resultado.

– Bien, ¿y esa pepita de oro? ¿O voy a tener que leerme todo este tocho y quedar impresionado por la cantidad de piedras y pedruscos del camino?

– La he reservado para el final -dijo Linford sonriente.

Se refería a las últimas páginas, que estaban grapadas. Eran dos interrogatorios a la misma persona, realizados el mismo día; uno en charla informal en la Holyrood Tavern y el otro en Saint Leonard en presencia de Hi-Ho Silvers.

El interrogado se llamaba Bob Cowan, con domicilio en Royal Park Terrace y era catedrático de historia social y económica en la universidad. Una vez a la semana se reunía con un amigo que vivía en Grassmarket en la Holyrood Tavern que estaba a mitad de camino del domicilio de ambos. A Cowan le agradaba al volver a casa atravesar el parque de Holyrood y pasar por el estanque de Saint Margaret, con su colonia de cisnes.

«Aquella noche -la noche en que Roddy Grieve encontró la muerte- había casi luna llena y salí de la Holyrood Tavern hacia las doce menos cuarto. La mayoría de las veces no encuentro a nadie durante el paseo. En aquella zona sólo hay algunas mansiones; supongo que habrá gente a quien le inquiete caminar por el lugar. Me refiero a que se cuentan toda clase de historias. Pero yo, en los tres años que hace que doy ese paseo, nunca he tenido percances. Bien, puede que lo que voy a decirle no tenga relevancia; personalmente reflexioné al respecto unos días después del asesinato y me dije que no la tenía. He visto las fotos del señor Grieve y, a mi entender, ninguno de los dos hombres que yo vi se parecían a él. Claro que puedo equivocarme, pues, aunque hacía una noche muy clara y había muchas estrellas, sólo vi bien a uno de aquellos dos hombres. Estaban frente a Queensberry House, delante de la verja de entrada. A mí me dio la impresión de que esperaban a alguien. Es lo que me llamó la atención. Quiero decir que a esa hora, ¿qué iban a hacer allí en medio de tantas obras y edificios en construcción? Es un lugar raro para una cita. Recuerdo que por el camino fui imaginando las alternativas posibles: que esperaran a un tercero que estaba orinando por allí, que aguardaran un encuentro sexual o que fueran a robar en una obra…»

Seguía una exclamación de Linford:

«Señor Cowan, habría debido usted de dar cuenta de esto en su momento.»

Vuelta a la declaración de Cowan:

«Pues tal vez, pero siempre te preocupa levantar un revuelo por algo sin importancia, y aquellos hombres no me parecieron sospechosos. Quiero decir que no iban encapuchados ni llevaban bolsas con el rótulo de atraco .Eran simplemente dos hombres que charlaban. Podrían haber sido dos amigos que acababan de encontrarse. ¿Comprende? Su atuendo era normal: vaqueros, creo, y cazadora negra, con zapatillas deportivas, me parece. El que mejor pude ver tenía pelo muy corto, castaño o moreno, y ojos hundidos con mejillas caídas como un perro basset, y observé, además, en su boca un gesto de desagrado, despreciativo, como si acabase de oír algo que le contrariaba. Era alto, más de uno ochenta, y de hombros cuadrados. ¿Cree que tiene algo que ver con el crimen? Dios mío, a lo mejor fui yo la última persona que vio al asesino…»

– ¿Tú qué crees? -dijo Linford.

Rebus hojeó los otros interrogatorios.

– Sí, ya sé que no es gran cosa -añadió Linford.

– Pues yo creo que sí -replicó Rebus, sorprendiéndole con el comentario-. Lo malo es la escasez de detalles. Alto, de hombros cuadrados… Pueden ser muchos…

Linford asintió con la cabeza; era lo que él había pensado.

– Pero si hacemos una foto robot… Cowan dice que él colaboraría.

– ¿Y después, qué?

– Se reparte por los pubs de la zona; a lo mejor es cliente de alguno. Además, según esa descripción, no me sorprendería que fuese un albañil.

– ¿Uno de los trabajadores de la obra?

– Cuando tengamos la foto robot… -dijo Linford encogiéndose de hombros.

Rebus le devolvió el montón de hojas.

– Sí, vale la pena. Enhorabuena.

Linford estaba encantado a ojos vistas, y Rebus recordó por qué empezó a odiarle la primera vez que se vieron: al menor elogio se olvidaba del resto.

– Bueno, entretanto, ¿tú sigues a tu manera? -preguntó Linford.

– Exacto.

– ¿Y yo no aparezco?

– Linford, es lo mejor que puedes hacer en este momento, créeme.

Linford asintió con la cabeza.

– ¿Que hago, entonces? -preguntó.

Rebus abrió la puerta del coche.

– No aparezcas por Saint Leonard hasta que hayas escrito la carta. Que esté en manos de Siobhan hoy mismo, pero espera hasta esta tarde, para que se haya calmado. Quizá mañana puedas arriesgarte a asomar la jeta, y no estaría mal que lo hicieras con gesto de pesar.

Linford no necesitaba oír más. Tendió la mano a Rebus pero éste cerró la puerta. No pensaba dar la mano a aquel hijo de puta. En definitiva, sólo había aportado una pepita de oro y no era para tanto. Además, aún no confiaba en él, le daba la impresión de que era capaz de vender a su propia madre a cambio de un ascenso. La cuestión era: ¿qué haría si pensaba que su empleo corría peligro?

Era una circunstancia poco agradable y un lugar inhóspito.

Siobhan acudió con Rebus, acompañados de una agente de uniforme, la misma que estaba presente la tarde en que Mackie se arrojó desde el puente, y que había hecho el comentario de: «Usted es de los de Rebus, ¿verdad?». Había un sacerdote y un par de caras que Siobhan conocía del Grassmarket y que la saludaron con una inclinación de cabeza. Esperaba que no le pidieran cigarrillos porque no llevaba. También estaba Dezzi, sollozando en un trozo de papel higiénico rosa. Había encontrado unos harapos negros: una falda estilo zíngaro y un gran chal de encaje casi hecho jirones, y como complemento, zapatos negros, uno distinto en cada pie.

No estaba Rachel Drew. Quizá no se había enterado.

No podía decirse que era un entierro concurrido. Los cuervos revoloteaban graznando como si quisieran interrumpir las palabras concisas y precipitadas del cura. Uno de los mendigos del Grassmarket daba codazos a su compañero medio adormilado, y cada vez que el oficiante pronunciaba el nombre de Freddy Hastings, Dezzi suspiraba «Chris». Al concluir la ceremonia Siobhan dio media vuelta y se alejó apretando el paso. No quería hablar con nadie; ella únicamente había ido por sentido del deber, algo que nadie iba a agradecerle.

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