Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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Cuando llegó donde habían dejado los coches miró a Rebus por primera vez.

– ¿Qué te ha preguntado Watson? -dijo-. Se cree lo que cuenta Linford, ¿a que sí?

Al ver que Rebus no contestaba, subió a su coche, puso el motor en marcha y arrancó. Rebus, que siguió de pie junto al suyo, creyó ver lágrimas en sus ojos.

La excavadora amarilla sacaba sin parar escombros y más escombros. Ver las tripas del edificio confería a la escena algo de voyeurismo, aunque Rebus advirtió, muy al contrario, que había peatones que pasaban de largo evitando mirar. Era como si un patólogo acabase de dejar al descubierto las vísceras, el interior de lo que habían sido pisos habitados con puertas pintadas y repintadas, papeles de decoración cuidadosamente elegidos; donde quizá había habido parejas de recién casados pintando zócalos, manchándose ilusionados las manos. Lámparas, casquillos, interruptores… yacían ahora entre montones de cables o pendían del vacío. Habían quedado incluso al descubierto elementos menos definidos de la estructura: vigas del tejado, cañerías, heridas abiertas donde antaño habían estado las chimeneas, con el fuego crepitando en Navidad y el árbol adornado en el rincón.

También los buitres habían hecho acto de presencia y apenas quedaba alguna de las mejores puertas. Habían desaparecido las estufas, las cisternas, los lavabos, las bañeras, los depósitos de agua y los radiadores… Algunos rebuscadores de basura sacarían un buen dinero de todo ello. Pero lo que más fascinaba a Rebus eran las capas superpuestas de pintura y papel pintado. Si se arrancaba uno a rayas se dejaba al descubierto otro de peonías de color rosa suave y debajo, otro de jinetes con casaca roja. En uno de los pisos habían ampliado la cocina tapando con papel pintado la antigua y al arrancarlo habían aparecido los azulejos blancos y negros. Estaban llenando unos contenedores para cargarlos en camiones que los transportarían a vertederos de las afueras donde todas aquellas piezas de rompecabezas se depositarían en capas sucesivas a disposición de futuros arqueólogos.

Rebus encendió un cigarrillo y entornó los ojos para protegerse de unas ráfagas de polvo y suciedad.

– Creo que hemos llegado un poco tarde.

Estaba con Siobhan frente al edificio en derribo que había alojado el despacho de Freddy Hastings. Ella, ya sosegada, miraba la demolición como si hubiera desterrado a Linford de su pensamiento. De la oficina de Hastings que ocupaba la planta baja no quedaba ya nada. Una vez despejado el solar, alzarían un nuevo edificio, un «complejo de apartamentos» a tiro de piedra del nuevo Parlamento.

– En el ayuntamiento habrá alguien que sepa decirnos algo -aventuró Siobhan y Rebus asintió con la cabeza-. No pareces muy convencido -añadió ella, que lo sugería pensando en que quizá alguien podría indicarles dónde habían ido a parar las pertenencias y los muebles de Hastings.

– Es mi carácter -dijo Rebus aspirando el humo, y con él, una mezcla de polvillo de escayola y de las vidas de otras personas.

Fueron a las dependencias municipales de High Street, donde un funcionario les facilitó finalmente el nombre de un abogado afincado en Stockbridge. Por el camino se detuvieron en el antiguo domicilio de Hastings, pero los nuevos propietarios no sabían nada de él. Ellos habían comprado el piso a un anticuario que creían recordar se lo había comprado a un futbolista. El año de 1979 era agua pasada y los pisos de la Ciudad Nueva cambiaban de dueño cada tres o cuatro años. Los compradores eran jóvenes profesionales con ánimo de especular, pero que cuando tenían niños, veían que la falta de ascensor era un problema o bien echaban de menos un jardincillo, y los vendían para mudarse a una vivienda mayor.

El abogado también era joven y no sabía nada de Frederick Hastings, pero llamó por teléfono a un socio suyo mayor que estaba en una reunión fuera del despacho y acordaron una cita con él. Rebus y Siobhan sopesaron volver o no a la comisaría y ella sugirió dar un paseo por Dean Valley, pero Rebus, al recordar que era la zona en que vivía Linford, dio la excusa de no sentirse con fuerzas para semejante ejercicio.

– Supongo que querrás ir a un pub -dijo ella. -Hay uno estupendo en la esquina de Saint Stephen Street.

Al final fueron a un café en Reaburn Place. Siobhan pidió un té y Rebus un descafeinado. Una camarera les recordó amablemente que en aquel establecimiento no se podía fumar y Rebus se guardó la cajetilla con un suspiro.

– Antes la vida no era tan complicada -comentó.

Ella asintió con la cabeza.

– Antes se vivía en cuevas y tenías que matar para comer…

– Y las niñas buenas iban a escuelas para señoritas, mientras que ahora son todas licenciadas en sarcasmo.

– Dijo la sartén al cazo -replicó ella.

Llegaron las consumiciones y Siobhan comprobó si tenía mensajes en el móvil.

– Bueno -dijo Rebus-, haré yo la pregunta.

– ¿Qué pregunta?

– ¿Qué piensas hacer a propósito de Linford?

– ¿De quién?

– Haces bien -replicó Rebus dando un sorbo de café.

Siobhan se sirvió y alzó la taza con las dos manos.

– ¿Hablaste con él? -preguntó y Rebus asintió despacio-. Eso pensé, porque te vieron salir tras él.

– Dijo una mentira de mí a Watson.

– Lo sé. El jefe lo mencionó.

– ¿Tú qué le dijiste?

– La verdad -contestó ella.

Siguieron un rato en silencio dando sorbos a sus respectivas tazas y dejándolas en el platillo como si sus movimientos estuvieran sincronizados. Rebus volvió a hacer un gesto afirmativo con la cabeza aunque no sabía realmente por qué y fue Siobhan la que rompió el silencio.

– Bueno, ¿y qué le dijiste tú a Linford?

– Va a enviarte sus disculpas por escrito.

– ¡Qué generosidad la suya! -hizo una pausa-. ¿Tú crees que lo hará?

– Yo creo que está arrepentido de lo que hizo.

– Únicamente porque puede afectar a su triunfal carrera.

– Puede que tengas razón. De todos modos…

– ¿Crees que debo olvidarlo?

– No es eso, pero Linford sigue sus propias pistas y con un poco de suerte eso le tendrá apartado de ti. Creo que le has metido miedo -añadió mirándola.

– Debería tenerlo -replicó ella sardónica alzando otra vez la taza-. Pero me parece estupendo que procure evitarme; yo también lo haré.

– Me parece muy bien.

– Crees que esta pista no va a ninguna parte, ¿verdad?

– ¿La de Hastings? -ella asintió con un gesto-. No lo sé, en Edimburgo nunca se sabe -dijo Rebus.

Blair Martine les esperaba cuando volvieron al despacho del abogado. Era un hombre mayor rechoncho, con traje de raya diplomática y reloj de bolsillo con cadena de plata.

– Siempre me intrigó si el fantasma de Freddy Hastings vendría a rondarme -dijo.

Tenía en la mesa un montón de carpetas de papel manila y unos sobres atados con cordel. Al rozar con los dedos la carpeta que estaba encima se le llenaron de polvo.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Bueno, nunca fue un caso para la policía, pero un misterio sí, porque desapareció de la noche a la mañana.

– Con los acreedores pisándole los talones -añadió Rebus.

Martine hizo un gesto escéptico. Se notaba que había almorzado opíparamente; tenía las mejillas encendidas y el chaleco a punto de estallar. Al recostarse en el asiento Rebus temió que los botones le saltaran.

– Fondos no le faltaban a Freddy -dijo el hombre-. Eso no quita que hiciera malas inversiones, que las hizo. Pero en cualquier caso… -dijo dando una palmadita en las carpetas.

Rebus estaba impaciente porque se las enseñara, pero estaba seguro de que Martine alegaría la reserva confidencial hacia el cliente.

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