Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– ¿No serán el inspector Rebus y la agente Clarke por casualidad?

Linford guardó silencio sin mirarle a la cara.

– Nadie es irremplazable, Derek -dijo el ayudante del jefe de policía con voz pausada-. Nadie, créame.

28

– Lo mismo de costumbre -dijo Wylie al echar un vistazo con Hood a aquel montón de cosas.

El habitáculo de cemento estaba lleno hasta el techo de escritorios, mesas, sillas, alfombras, cajas de cartón, grabados con marco e incluso un tocadiscos estereofónico.

– Nos llevará días -dijo Hood en tono quejumbroso.

Echarían a faltar, demás, una señora Coghill que les preparara café, así como una cocina acogedora. Aquello, por el contrario, era una especie de descampado donde el viento les irritaba los ojos, y el cielo amenazaba lluvia.

– Bobadas -dijo Rebus-. Lo que hay que buscar son papeles. Se descartan los objetos grandes y las cosas que parezcan de interés las metemos en el maletero. Podemos hacer dos turnos de dos.

– ¿Lo que quiere decir…? -replicó Wylie mirándole.

– Lo que quiere decir que dos separan las cosas y otros dos seleccionan los papeles que haya que llevar a Saint Leonard.

– Fettes está más cerca -alegó Wylie.

El asintió. Pero Fettes era el territorio del mierda de Linford.

– Más cerca está eso -dijo Siobhan como leyéndole el pensamiento, señalando con la cabeza la caseta prefabricada que hacía las veces de oficina de Reagan.

Rebus asintió con la cabeza.

– Voy a hablar con él -dijo.

Grand Hood sacó del garaje un televisor portátil y lo puso en el suelo.

– Pregúntele de paso si tiene una lona, porque no va a tardar en llover -dijo mirando al cielo.

Media hora más tarde comenzaron los primeros chaparrones procedentes del Forth, bañándoles el rostro y las manos con gotas heladas en medio de una espesa neblina que les dejó como aislados del mundo.

Reagan encontró un enorme plástico transparente que en cualquier momento podía echar a volar, por lo que sujetaron tres de sus esquinas con ladrillos, dejando una suelta para pasar. Reagan pensó en algo mejor y les indicó, dos puertas más allá, un hueco vacío, y los tres, Hood, Wylie y Siobhan Clarke, se trasladaron allí con todo mientras Reagan doblaba el plástico.

– ¿Qué hace el jefe? -preguntó Hood a Reagan.

El hombre, guiñando los ojos bajo la lluvia, miró hacia la oficina cuyas ventanas iluminadas eran como dos faros acogedores de un refugio en aquel oscuro atardecer.

– Me ha dicho que va a organizar el puesto de mando.

Hood y Wylie cruzaron una mirada.

– ¿Con té y estufa incluidos? -preguntó Wylie.

Reagan se echó a reír.

– Ha dicho que se harían dos turnos -les recordó Siobhan, pensando en que ojalá encontrasen archivos o algo semejante para poder ella también refugiarse en la caseta.

– Yo cierro a las cinco -dijo Reagan-. Es una tontería seguir aquí cuando se haga de noche.

– ¿Tiene usted alguna lámpara? -preguntó Siobhan para decepción de Wylie y Hood, que ya se habían hecho a la idea de largarse a las cinco.

Reagan tampoco parecía muy complacido, pero por distintos motivos.

– Se lo dejaremos bien cerrado antes de irnos -añadió Siobhan-, con la alarma conectada o lo que haga falta.

– Tengo la impresión de que a la compañía de seguros no le haría gracia.

– ¿Es que alguna vez les hace gracia?

El hombre rió y se rascó la cabeza.

– Bueno, puedo quedarme hasta las seis -dijo.

Enseguida comenzaron a aparecer cajas con archivadores. Reagan llevó una carretilla con el plástico doblado para cargarlos y Siobhan la empujó hasta la oficina. Abrió la puerta y vio que Rebus acababa de dejar libre una de las dos mesas y había puesto en un rincón todo lo que tenía encima.

– Me ha dicho Reagan que usemos ésta -dijo-. Ahí hay un váter químico y un fregadero con hervidor -añadió señalando una puerta-. Habrá que hervir el agua antes de beber.

Siobhan advirtió que al lado de Rebus había una taza en una silla.

– Nos arreglaremos todos con una sola taza -dijo.

Vio un enchufe y puso el móvil a recargar mientras llenaba el hervidor y lo enchufaba. Rebus salió de la caseta para ir metiendo los archivadores.

– Está oscureciendo rápido -comentó ella.

– ¿Cómo va la búsqueda? -preguntó Rebus.

– Hay una luz en el garaje y el señor Reagan dice que puede quedarse hasta las seis.

– Pues hasta la seis -dijo él consultando el reloj.

– Una cosa -añadió ella-. Estamos trabajando en el caso Grieve, ¿verdad?

– Podemos poner horas extras, si es eso lo que estás pensando -dijo él mirándola.

– No vendrán mal para las compras de Navidad… Si me queda tiempo para hacerlas.

– ¿Navidad?

– Claro, hombre, esos días festivos que tenemos ya encima.

– ¿Cómo puedes desconectarte tan fácilmente? -replicó él.

– En mi opinión, ser un buen policía no tiene por qué ser una obsesión.

Rebus volvió a salir a coger más archivadores, a lo lejos veía las figuras de Wylie, Hood y Reagan moviéndose en medio de la niebla y sus tres sombras bailando sobre la superficie desnuda del cemento. Era como una escena intemporal. Durante milenios, el ser humano había trabajado así, moviendo cosas a temperaturas bajo cero y en penumbra. ¿Con qué objeto? Del pasado no quedaba casi nada. Su trabajo precisamente consistía en que los crímenes pasados no quedaran impunes, fueran de la víspera o de veinte años atrás. No porque la justicia o los magistrados lo exigieran, sino en desagravio de todas las víctimas mudas, por las almas errantes. Aunque también por propia satisfacción, porque atrapando al culpable ellos expiaban sus propios pecados, los cometidos y los omitidos. ¿Cómo era posible desconectarse de todo aquello por el hecho banal de intercambiar unos regalos…?

Siobhan salió a ayudarle y rompió el hechizo. Se colocó las manos alrededor de la boca para gritar que estaba haciendo café y ellos respondieron con vítores y aplausos. Ya no era una escena intemporal, sino bien concreta en la que las tres figuras en la niebla asumieron su propia personalidad: Reagan acudió a la carrera, sacudiéndose las manos enguantadas, contento de ser partícipe de algo imprevisto que rompía la monotonía de su jornada solitaria; Hood, dando gritos de júbilo sin dejar de trasladar sillas de un sitio al otro, y Wylie, alzando la mano para decir que le echaran dos terrones de azúcar y que no se olvidasen.

– Qué trabajo más curioso, ¿no? -comentó Siobhan.

– Sí -respondió Rebus, pero ella se refería a Reagan.

– Aquí, todo el día solo, con todos esos búnqueres llenos de secretos y cosas ajenas… ¿No te tienta la curiosidad de saber qué encontraríamos si abriésemos otros?

– ¿Por qué crees que se presta tan solícito a ayudarnos? -añadió Rebus sonriendo.

– ¿Porque es un alma bondadosa? -aventuró ella.

– O porque no quiere que fisguemos demasiado -Siobhan le miró-. ¿Qué crees que he hecho mientras estaba aquí a solas? Echar un vistazo a la lista de clientes.

– ¿Y qué?

– He encontrado un par de nombres que me suenan a peristas de Pilton y Muirhouse.

– Eso está cerca… -comentó ella y Rebus asintió con la cabeza-. Pero no podemos hacer un registro sin una orden judicial.

– Ya, pero es un buen argumento si el señor Reagan se muestra reacio a colaborar. Y algo a tener en cuenta la próxima vez que haya alguna denuncia contra ellos -agregó Rebus mirándola-. No tiene sentido obtener un mandamiento judicial para registrar un piso en Muirhouse si el producto del robo está en un almacén.

Hicieron una pausa al abrigo de la oficina. Hood dijo que él iba a seguir buscando y que Wylie le llevase el café cuando acabase el suyo.

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