– Ese muchacho no haría buenas migas con los sindicatos -comentó Reagan.
El calor salía de una estufa de gas de tres elementos, pero el frío se filtraba por las rendijas de la caseta y en la ventanita se había formado una capa de vaho de la que escurrían de vez en cuando gotas sobre el alféizar. Era un espacio cerrado de atmósfera viciada débilmente iluminado por la bombilla del techo y una lámpara de mesa. Reagan aceptó un cigarrillo de Rebus formando los dos un frente solidario del que se apartó el dúo de mujeres no fumadoras.
– Propósitos de Año Nuevo -dijo Reagan mirando la punta del pitillo-. Dejar de fumar.
– ¿Lo logrará?
El hombre se encogió de hombros.
– Debería, tengo práctica en intentarlo dos o tres veces al año.
– Con la práctica se llega a la perfección -comentó Rebus.
– ¿Cuánto cree usted que van a tardar? -dijo Reagan.
– Le agradecemos mucho su colaboración -dijo Rebus con el tono de quien recupera su papel de policía y prescinde de la campechanía de fumar un pitillo con alguien, y Reagan captó inmediatamente que aquel inspector podía darle la lata si se ponía tonto.
Se abrió la puerta y entró Grant Hood con un monitor y un teclado que puso en la mesa.
– ¿Qué os parece? -dijo recobrando el aliento.
– Es un modelo viejo -comentó Siobhan.
– Sin el disco duro no sirve de nada -añadió Ellen Wylie.
Hood sonrió. Era la objeción que esperaba. Metió la mano en su abrigo a la altura de la cintura donde se notaba un bulto.
– Antes no había discos duros como los de ahora. Esta ranura lateral es para un disco flexible -dijo sacando media docena de cuadrados de cartón con un agujero en el centro como los antiguos discos sencillos-. Son discos flexibles de nueve pulgadas -añadió enseñándoselos con una mano mientras con la otra mano daba unos golpéenos al teclado-. Seguramente funcionan con el sistema MS-DOS. Así que si ninguno sabe de qué se trata, yo voy a instalarme aquí -anunció dejando los discos en la mesa y frotándose las manos ante la estufa-. Mientras podéis seguir buscando a ver si allí hay más discos.
Al llegar la hora habían vaciado medio garaje y casi todo lo que quedaba eran muebles. Rebus cogió tres cajas de archivadores dispuesto a dedicarles una noche en Saint Leonard. La comisaría estaba tranquila; en esa época del año lo que más había eran carteristas y rateros de tiendas, por la aglomeración en los comercios de Princess Street, donde la clientela con bolsos y carteras se hace notar. A veces, también se daba algún caso de atraco en los cajeros automáticos. Y depresión, había quien decía que era por ser el día más corto y la noche más larga; la gente bebía, se enfadaba, seguía bebiendo y destrozaba todo: ventanas, paradas de autobús, cabinas telefónicas, tiendas y pubs; apuñalaban a sus seres queridos y se cortaban las venas. Era el TAE: trastorno afectivo estacional.
Más trabajo para Rebus y sus colegas. Más trabajo para Urgencias, para los asistentes sociales, los jueces y las cárceles. El papeleo aumentaba a medida que iban llegando las felicitaciones de Navidad. Rebus hacía tiempo que no enviaba tarjetas navideñas pero la gente se empeñaba en seguir con eso: familiares, colegas y hasta algunos de sus amigotes del pub.
El padre Conor Leary siempre le mandaba una, pero aquel año estaba convaleciente; hacía tiempo que no iba a verle. Las camas de hospital le recordaban a su hija Sammy, cuando aún no había recobrado el conocimiento después del accidente que la tenía confinada en una silla de ruedas. A Rebus lo de la Navidad le parecía una farsa en la que todos pretendían estar unidos como si en el mundo no pasara nada. La celebración del nacimiento de un hombre adornada con oropeles y floripondios realizada en una nube de mentiras piadosas y borrachera.
O quizá era su impresión personal.
Examinó todos los papeles de la caja sin precipitarse, haciendo pausas para tomar café y fumar un cigarrillo fuera, en el aparcamiento de la parte trasera de la comisaría. Casi todo era correspondencia comercial aburridísima y había recortes de periódico con anuncios sobre locales comerciales en venta y de alquiler, algunos rodeados por un círculo y otros con dos signos de interrogación al margen. Una vez que hubo identificado la letra de Hastings pudo distinguir las anotaciones de su puño y letra. No tenía secretaria. ¿Dónde encajaba Alasdair Grieve? En las reuniones: siempre aparecía en ellas y en los almuerzos de trabajo el nombre de Alasdair. Quizá fuese una especie de relaciones públicas que gracias a su apellido aportaba algo a la operación. Era el hermano de Cammo, hermano de Lorna, hijo de Alicia…, alguien con quien no desdeñaría sentarse a la mesa un posible cliente.
Volvió adentro para calentarse los pies y siguió sacando papeles de la caja. Poco después tomó un café y dio una vuelta por la planta baja para charlar con el turno de noche en la sala común. Allanamientos de morada, pendencias, riñas familiares, coches robados y destrozados; una alarma antirrobo neutralizada, un desaparecido, un paciente evadido del hospital en pijama. Accidentes de tráfico por el hielo en las carreteras, una denuncia de violación y una agresión grave.
– Vaya noche -comentó el oficial de guardia.
Reinaba la camaradería en el turno de noche. Un agente compartió su bocadillo con Rebus.
– Siempre pongo más de lo que como -comentó.
Era pan integral con salami y lechuga. El hombre tenía otro cartón de zumo, si a Rebus le apetecía, pero rehusó.
– No, gracias -dijo.
Volvió a la mesa y fue anotando lo que había marcado en ciertos documentos doblándoles la esquina o pegándoles notitas con papel adhesivo. Miró el reloj de la oficina y vio que era casi medianoche. Se metió la mano en el bolsillo para ver los cigarrillos que le quedaban: uno. Eso fue decisivo. Guardó los archivadores en un cajón, se puso el abrigo y salió de la comisaría. Fue hacia Nicholson Street, donde había tres o cuatro tiendas abiertas toda la noche. Cigarrillos y algún tentempié: era su lista de la compra, tal vez algo para el desayuno. Había animación en la calle; un grupo de jovenzuelos llamaba a gritos a un taxi inexistente, se veía gente que volvía a casa cargada con bolsas de compra y rostro sudoroso. Era inevitable pisar envoltorios grasientas, trocitos de tomate y cebolla, patatas fritas espachurradas. Pasó una ambulancia a toda velocidad con la luz azul parpadeando pero sin la sirena, fantasmagóricamente muda en medio de la cacofonía callejera. El alcohol hacía subir los decibelios en las conversaciones y se veían también grupos de personas mayores que regresaban del Festival de Teatro o del Queen's Hall.
En puertas y esquinas había corrillos de jóvenes que hablaban en voz baja con miradas furtivas. Rebus veía delitos inexistentes, o quizá era por ir siempre alerta ante la posibilidad de algún delito. ¿Siempre habían sido los juerguistas de medianoche tan estridentes y escandalosos? Pensaba que no. Edimburgo cambiaba a peor y eso se notaba por muchos edificios de cemento y cristal que construyesen. La ciudad antigua moría, herida por aquellos bramidos, el nuevo paradigma de… no exactamente falta de respeto a la ley, pero sí de falta de respeto en cualquier caso: al entorno, a los vecinos, a uno mismo.
El miedo era más que evidente en los tensos rostros de los más viejos, que aferraban el rollo de papel del programa teatral, pero era un miedo mezclado con tristeza e impotencia. Impotentes para cambiar aquel estado de cosas, sólo esperaban sobrevivir. Al llegar a casa se derrumbarían en el sofá, echarían el cerrojo a la puerta, correrían las cortinas con las contraventanas bien cerradas y se prepararían un té para mojar unas galletas contemplando el papel pintado de las paredes pensando en el pasado.
Читать дальше