Uno de los que esperaban turno dejó el periódico en la silla cuando le llamaron. Hostia, y aquel tío había llegado veinte minutos después que él, y ahí estaba el cabrón, yendo directo a una cabina antes que él. Se arrimó al asiento libre y cogió el periódico pero no lo abrió porque volvió a sentir esa espiral de miedo en el estómago por si leía noticias sobre agresiones, violaciones, con la duda de si alguna sería obra de Nic. A saber lo que haría Nic a espaldas de él las noches en que no se veían… Tampoco le interesaban los artículos sobre noviazgos, matrimonios felices, relaciones tormentosas, problemas sexuales y famosas que acaban de tener un niño. Todo rebotaba sobre su propia existencia y le hacía sentirse peor aún.
«El reloj no para», como decía Jayne.
«Ya es hora de que crezcas», como decía Nic.
La aguja de los minutos del reloj que había sobre el mostrador corrió otra raya. Lo de mirar el reloj ¿no era lo que se hacía en las oficinas cuando no ves pasar minifalderas? Bueno, en el fondo Nic no estaba tan bien. Llevaba trabajando en la empresa de Barry Hutton ocho años y casi no había tenido aumento de sueldo.
– A veces la relación familiar es una pega. Barry no se atreve a subirme el sueldo para que los demás no digan que como soy de la familia… ¿Comprendes? -le dijo.
Y cuando Cat le dejó:
– El cabrón de Hutton está deseando echarme. Ahora que Cat se ha largado no soy más que un estorbo. ¿Ves lo que me ha hecho Cat, Jerry? Por esa puta voy a perder el empleo. ¡Ella y el cabronazo de su primo!
Estaba rabioso, hecho una furia.
– ¡Y eso que era un tío que vivía en una casa de doscientas mil libras y tenía empleo y coche!
¿Quién era el que tenía que crecer? Cada vez pensaba más en ello.
– Me va a echar a la primera oportunidad, Jer.
– Jayne también dice que me va a echar.
Pero Nic no quería saber nada de Jayne y su único comentario fue: «Todas son igual de malas, colega, te lo juro por Dios».
«Todas son igual de malas.»
Volvió a acercarse al mostrador a zancadas. ¿Por quién le tomaban? ¿Por un muñeco, o qué? ¿No estaba formalmente casado? ¿No merecía un poco de respeto?
Allí seguía la mujer, ahora con una taza de café. Jerry notaba la garganta seca y tenía escalofríos.
– Oiga -dijo-, ¿esto es un cachondeo o qué?
La mujer llevaba gafas de montura negra gruesa. Había dejado en el borde de la taza manchas de carmín. Su pelo parecía teñido; era fondona y de mediana edad, decadente, pero estaba en una posición de poder y no iba a consentirle que él lo cuestionara. Le dirigió una sonrisa gélida mirándole y pestañeando, dejando ver el sombreado azul de sus párpados.
– Señor Lister, procure calmarse…
Veía aquel collar en el cuello, hundido en las arrugas de la piel y aquel busto enorme. Dios, nunca había visto semejantes pechos.
– Señor Lister -repitió ella intentando que dirigiera la atención a su rostro, pero él seguía como en trance con las manos aferradas al borde del mostrador.
Se la imaginó en la parte trasera de la furgoneta, atizándole un buen puñetazo en la boca pintarrajeada, arrancándole la blusa y rompiéndole el collar.
– ¡Señor Lister!
La funcionaría se levantó de la silla al ver que se inclinaba sobre ella cada vez más. Ahora acudían compañeros suyos alertados por el grito.
– ¡Santo Dios! -exclamó él a falta de otras palabras.
Temblaba y le daba vueltas la cabeza. Trató de despejar su mente borrando las brutales imágenes. Se quedaron un segundo mirándose fijamente y él comprendió que ella le había leído el pensamiento.
– ¡Oh, Dios mío!
Se le acercaron dos tíos fornidos. Lo que le faltaba: que le detuvieran. Se largó a toda velocidad y volvió al mundo exterior con un sol que secaba las calles y en donde todo parecía inquietantemente normal.
– ¿Qué me pasa? -se dijo, rompiendo a llorar sin poder contenerse.
Caminó sin rumbo por las calles llorando y apoyándose en las paredes. Caminó y caminó a ciegas hasta que empezó a sudar. Habían transcurrido casi tres horas y había cruzado la ciudad de un extremo a otro.
Era una mañana gris y Rebus aguardó al final de la hora punta para ponerse en marcha.
La cárcel de Barlinnie en Glasgow estaba a la salida de la autopista M8. Si se conocía su ubicación, se distinguía a lo lejos, cuando ibas de Edimburgo a Glasgow. Estaba junto a las casas de Riddrie, pero no había ningún indicador hasta estar cerca de Glasgow. En las horas de visita bastaba con seguir detrás de otros coches y de la gente que iba a pie, casi todos cincuentones tatuados, delgados y demacrados que iban a ver a amigos encerrados; madres afligidas con niños a la zaga y familiares callados que no acababan de entender aquella situación.
Todos en dirección a Barlinnie.
Protegían los bloques Victorianos de celdas unos muros altos de piedra, pero habían renovado la zona de entrada y unos obreros daban los últimos retoques, mientras un funcionario comprobaba si los recién llegados iban drogados, pasándoles por encima el guante mágico que, al dar positivo, indicaba que habían tenido hacía poco contacto con droga, en cuyo caso no se les autorizaba la visita abierta y sólo veían al preso a través de un vidrio. Registraban también las bolsas que quedaban depositadas en una taquilla cerrada y eran devueltas a la salida. Rebus sabía que también habían renovado la zona de visitas con sillas nuevas de diseño y hasta había un espacio de juego para los niños.
Pero en el interior de la cárcel eran las mismas viejas galerías. Tirar orines por las ventanas seguía siendo habitual y el olor penetraba en las celdas. Había dos nuevas alas exclusivamente para delincuentes sexuales y drogadictos, lo que molestaba a los «profesionales», delincuentes veteranos convencidos de que semejante escoria no merecía vivir y menos aún recibir un trato especial.
Otra de las nuevas ampliaciones eran los cubículos para entrevistas de oficio donde los abogados hablaban con sus clientes. Un espacio acristalado pero privado. El ayudante del director, Bill Nairn, expresó a Rebus su satisfacción por las mejoras mientras se las enseñaba y hasta le hizo pasar a uno de aquellos cubículos, donde se sentaron el uno frente al otro.
– Cuánto ha cambiado esto, ¿eh? -dijo Nairn sonriente.
Rebus asintió con la cabeza.
– Conozco hoteles peores -dijo.
Los dos se conocían desde hacía tiempo, cuando Nairn trabajaba en la fiscalía de Edimburgo y, luego, en Saughton, la cárcel de la ciudad, antes de ser destinado a Barlinnie.
– Cafferty no sabe lo que se pierde -añadió Rebus.
Nairn se rebulló en el asiento.
– Escucha, John, ya sé que pica cuando alguno de ésos sale…
– No es eso, sino por qué ha salido.
– Tiene cáncer.
– Y el jefe de Guinness, Alzheimer.
– ¿Qué quieres decir? -replicó Nairn mirándole.
– Que yo lo veo muy pimpante.
– No, John, está enfermo -dijo Nairn negando con la cabeza-. Lo sabes tan bien como yo.
– Yo lo único que sé es que afirma que tú querías quitártelo de encima -Nairn le miró desconcertado-. Porque estaba a punto de hacerse el amo aquí.
Nairn sonrió.
– John, tú acabas de ver la cárcel. Todas las puertas se cierran y no es fácil circular de una galería a otra. Imagínate lo difícil que resultaría dominar las cinco alas.
– Pero siempre se reúnen, ¿no? En el taller de carpintería, en el de textiles, en la capilla… Yo los he visto dando vueltas fuera del recinto.
– Has visto a los de confianza. Y siempre con un guardián. Cafferty no disfrutaba de ese privilegio.
– ¿No era quien dirigía el cotarro?
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