– No.
– Pues, ¿quién, entonces? -Nairn negó con la cabeza-. Vamos, Bill. Aquí hay droga, prestamistas, peleas de bandas. Tienes un contrato para vender como chatarra los objetos de metal, con excepción de la instalación eléctrica. No me digas que de ahí no hacen objetos punzantes para matar.
– Son casos aislados, John. No voy a negarlo; las drogas son un problema grave, pero limitado al fin y al cabo, y no era el ámbito de actuación de Cafferty.
– Pues, ¿de quién?
– Ya te digo que no está organizado así.
Rebus se recostó en la silla y miró a su alrededor; todo estaba recién pintado y había alfombras nuevas.
– ¿Sabes qué, Bill? Puedes cambiar la apariencia, pero se tarda mucho más en cambiar las cosas.
– Por algo se empieza -replicó Nairn decidido.
– ¿Podría ver la ficha médica de Cafferty? -preguntó Rebus rascándose la nariz.
– No.
– ¿Puedes mirarla por mí para que me quede tranquilo?
– Las radiografías no mienten, John. Los hospitales saben detectar muy bien el cáncer. Siempre ha sido una industria productiva en esta costa de miseria.
Rebus sonrió, como era de esperar. En el cubículo de al lado entró un abogado en espera del preso, que llegó poco después. Era joven, parecía desconcertado, y probablemente estaba en prisión preventiva para pasar a juicio aquel mismo día. No le habían declarado culpable, pero él se veía ya entre rejas rodeado de hampones.
– ¿Qué tal se comportó? -preguntó Rebus.
Nairn oyó sonar el busca que llevaba en el cinturón y lo desconectó.
– ¿Cafferty? -preguntó mirando el aparato-. No muy mal. Ya sabes lo que sucede con esos viejos delincuentes, que cumplen su condena y se conforman con ella como un traslado temporal.
– ¿Crees que ha cambiado?
Nairn se encogió de hombros.
– Ya no es tan joven -hizo una pausa-. Supongo que el poder habrá cambiado de manos en Edimburgo durante su estancia aquí.
– Tú bien lo sabes.
– ¿Ha vuelto él a las andadas?
– De momento no piensa retirarse a la Costa del Sol.
Nairn sonrió.
– Me viene al recuerdo Bryce Callan. Nunca se le pudo encerrar, ¿verdad?
– No por falta de ganas.
– John… -Nairn se miró las manos, que descansaban en la mesa-. Tú venías a visitar a Cafferty.
– ¿Y qué?
– Entre vosotros dos hay algo más que la relación policía y ladrón, ¿no?
– ¿Qué insinúas, Bill?
– Lo que quiero decir… -añadió con un suspiro-. No estoy seguro de lo que quiero decir.
– ¿Quieres decir que estoy demasiado cerca de Cafferty? ¿Que quizá sea una obsesión que me hace perder la objetividad? -Rebus recordó lo que había dicho Siobhan: «No hay necesidad de obsesionarse para ser buen poli». Nairn hizo gesto de replicar-. Totalmente de acuerdo -añadió Rebus-. A veces me siento más cerca de ese cabrón que de… -omitió «mi propia familia»-. Por eso preferiría que estuviera aquí.
– Ojos que no ven corazón que no siente, ¿no es eso?
Rebus se inclinó y miró a su alrededor.
– Que quede entre nosotros, Bill -dijo, y Nairn asintió con la cabeza-, pero me temo que pueda suceder algo…
– ¿Crees que está decidido a ir a por ti? -preguntó Nairn mirándole a la cara.
– Si lo que tú dices es verdad, ¿qué tendría que perder?
Nairn se quedó pensativo.
– ¿Y tú?
– ¿Yo?
– Si dice que se va a morir y a ti te parece un timo, ¿no intentarías cargártelo de una vez por todas? Triunfo definitivo.
«Triunfo definitivo.»
– Bill -le reprendió Rebus-, ¿te parezco la clase de persona que se metería en un asunto así?
Sonrieron los dos. En el cubículo contiguo el preso alzaba la voz.
– ¡Yo no he hecho nada!
– Creí que eran insonorizados -comentó Rebus, y Nairn se encogió de hombros como indicando que habían hecho lo que habían podido-. ¿Y un tal Rab, que salió casi al mismo tiempo que Cafferty? -preguntó Rebus de pronto.
– Rab Hill -asintió Nairn.
– ¿Hacía de guardaespaldas de Cafferty?
– Yo no diría tanto. Estuvieron en la misma galería cuatro o cinco meses.
– Cafferty afirma que eran muy colegas -dijo Rebus frunciendo el entrecejo.
– En la cárcel se hacen extrañas amistades -replicó Nairn encogiéndose de hombros.
– Rab no parece muy adaptado a la vida civil.
– ¿No? No creas que se me parte el corazón.
Volvió a oírse la voz procedente del otro módulo:
– ¿Cuántas veces quiere que se lo diga?
Rebus se levantó. «Extrañas amistades», pensó. Cafferty y Rab Hill.
– ¿Cómo surgió eso del cáncer de Cafferty? -preguntó.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Cómo se hizo el diagnóstico?
– Como de costumbre. No se encontraba bien y al hacerle una revisión, ¡zas!
– Hazme un favor, Bill. Mira la ficha médica o lo que tengas de nuestro amigo Rab, ¿quieres?
– ¿Sabes una cosa, John? Me das más trabajo que la mitad de mis presos.
– Pues ruega al cielo que un jurado no me declare culpable.
Bill Nairn iba a echarse a reír cuando vio cómo le miraba Rebus.
Al llegar a Guardamuebles Sesmic vio que Ellen Wylie y Siobhan Clarke acaban de vaciar el container y en la mesa de la oficina de Reagan había ocho montones de papeles. Estaban las dos calentándose junto a la estufa con un vaso de té en la mano.
– ¿Qué quiere que hagamos ahora? -preguntó Wylie.
– Llevadlo a Saint Leonard. Lo metéis en el cuarto de interrogatorios que os dieron como despacho -dijo Rebus.
– ¿Para que no lo vea nadie más? -aventuró Siobhan.
Rebus la miró. Tenía las mejillas sonrosadas de frío y la nariz húmeda. Llevaba unas botas bajas con calcetines sobre los leotardos negros de lana y una bufanda gris claro acentuaba el arrebol de sus mejillas.
– ¿Hay dos coches? -preguntó Rebus y ellas asintieron con la cabeza-. Cargadlo todo y nos vemos en la comisaría, ¿de acuerdo?
Salió y se dirigió al sector sur del aparcamiento. Estaba fumando un cigarrillo en el coche cuando llegó Watson en su Peugeot 406.
– ¿Le importa a usted que hablemos un momento? -dijo Rebus a guisa de saludo.
– ¿Aquí, con el frío que hace? -replicó Granjero Watson alzando la cartera para consultar el reloj-. Tengo una reunión a las doce.
– Es sólo un minuto.
– Muy bien. Venga a mi despacho cuando acabe de fumar.
Watson se dirigió al interior y cerró la puerta. Rebus apagó el cigarrillo y fue tras él.
Watson estaba enchufando la máquina de café cuando Rebus llamó a la puerta abierta. Alzó la vista y le indicó que pasara.
– Tiene mala cara, inspector.
– Es que estuve trabajando hasta tarde.
– ¿En qué?
– En el caso Grieve.
Watson volvió a mirarle.
– ¿De verdad?
– Sí, señor.
– Pero, según tengo entendido, se está ocupando también de los otros.
– Es que creo que son casos relacionados.
Una vez enchufada la máquina, Watson fue a sentarse a su mesa y le dijo a Rebus que tomara asiento, pero él permaneció de pie.
– ¿Se hacen progresos en el caso?
– Vamos avanzando, señor.
– ¿Y el inspector Linford?
– Está indagando unas pistas.
– Pero ¿siguen ustedes en contacto?
– Totalmente, señor.
– ¿Y Siobhan se mantiene alejada de él?
– El se mantiene alejado de ella.
El comisario no parecía muy contento.
– No cesan su bombardeo.
– ¿Los de Fettes?
– Y los de más arriba. Esta mañana me han llamado del despacho del Ministerio, pidiendo resultados.
– Es duro realizar una campaña electoral con una investigación de homicidio pendiente -comentó Rebus.
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