Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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En ese momento entró Grant Hood enarbolando la foto reconstruida que ella le arrebató para examinar detenidamente, tras lo cual se echó a reír.

– No se parece en nada, maldito imbécil -dijo.

«Imbécil»: un apelativo que nunca le habían dado. Cogió el papel de su mano y vio que era una buena reconstrucción, pero había que reconocer que no se parecía en nada al personaje de los retratos del estudio de Alicia Grieve: aquél no era su hijo. Era un rostro totalmente distinto, con otro color de pelo… y los pómulos, la barbilla y la frente. No, el esqueleto de la chimenea no era Alasdair Grieve.

Habría sido demasiado fácil. Su propia vida nunca había sido fácil y no había razón para suponer que podía cambiar en ese momento.

Wylie se asomó a la puerta atraída por aquellas risotadas poco habituales en una comisaría.

– Creyó que era Alasdair -dijo Lorna Grieve señalando a Rebus-. ¡Me dijo que mi hermano estaba muerto! ¡Como si no hubiera bastante con uno! -exclamó echando fuego por los ojos-. Bien, ya se ha divertido, me imagino que estará contento -añadió saliendo como una tromba del despacho.

– Acompáñala hasta la salida -dijo Rebus a Wylie-, y toma… -añadió agachándose a coger las bolsas-. Dáselas.

Ella se le quedó mirando.

– ¡Vamos! -gritó Rebus.

– Lo que usted mande -musitó Wylie.

Cuando se fue, Rebus se dejó caer en su silla y se pasó las manos por el pelo. Grant Hood no le quitaba ojo.

– No esperarás consejos, supongo -dijo Rebus.

– No, señor.

– Porque si los esperas, el mejor que puedo darte es que te fijes en lo que yo hago para esforzarte en hacer totalmente lo contrario. Puede que así llegues a algo -dijo pasándose las manos por la cara y mirando el retrato.

– ¿Quién demonios eres? -comentó, sin saber exactamente por qué, pero estaba seguro de que Mojama era la clave no sólo del suicidio de Hastings y de las cuatrocientas mil libras, sino del asesinato de Roddy Grieve y… tal vez de mucho más.

Se sentaron en el reducido cuarto de interrogatorio con la puerta cerrada. En la comisaría comenzaban a llamarlos «la familia Manson», «la logia», «el club de los marchosos». Hood estaba sentado en la esquina con un ordenador de extraña pantalla de fondo negro y letras naranja. Les previno de que los discos podían estar estropeados. Rebus, Wylie y Clarke ocupaban el perímetro de la mesa con las cajas de archivadores en el suelo y delante de ellos la imagen de la reconstrucción por ordenador del muerto de Queensberry House.

– ¿Sabéis lo que tendremos que hacer? -dijo Rebus.

Wylie y Clarke intercambiaron una mirada escéptica por lo de «tendremos».

– Buscar en el registro de personas desaparecidas -dijo Wylie- a ver si hay una foto que se le parezca.

Rebus asintió con la cabeza y Wylie movió la suya de un lado a otro desalentada, mientras Rebus se volvía hacia Hood.

– ¿Funciona? -le preguntó.

– Parece que sí -respondió él pulsando teclas-. El problema va a ser la impresora, porque no servirá ninguna de las de ahora. Quizá haya que buscar en tiendas de segunda mano.

– Bueno, ¿qué hay en los discos? -dijo Siobhan Clarke.

– Espera -dijo él, concentrándose de nuevo en su trabajo.

Ellen Wylie puso encima de la mesa la primera caja de documentos para abrirla, al tiempo que Rebus ponía las otras tres dándoles unos golpecitos.

– Éstas ya están revisadas -dijo, y todos se le quedaron mirando-. Lo acabé anoche -añadió con un guiño.

Así sabían que arrimaba el hombro.

Comieron unos emparedados y cuando a las tres hicieron una pausa para tomar café Hood ya comenzaba a abrir los discos.

– La buena noticia -dijo desenvolviendo una barra de chocolate- es que el ordenador fue una adquisición tardía en la oficina.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque todo lo que hay en los discos lleva fecha del setenta y ocho y principios del setenta y nueve.

– Mi clasificador abarca desde el setenta y cinco -se quejó Siobhan Clarke.

– Wish you Were Here [Ojalá estuvieras aquí] de Pink Floyd -comentó Rebus-. Creo que apareció en septiembre pero no fue debidamente apreciado.

– Gracias, profesor -dijo Wylie.

– Vosotros aún estaríais en la guardería, supongo.

– Convendría imprimir todo esto -dijo Grant Hood-. No sé si haciendo unas llamadas a las tiendas de informática…

– ¿A qué te refieres? -preguntó Rebus. -Hay ofertas de compra de terrenos, solares vacíos, etcétera.

– ¿Dónde?

– En Calton Road, Abbey Mount, Hillside…

– ¿Con qué propósito?

– No lo dice.

– ¿Quería comprarlos todos?

– Eso parece.

– Son muchos terrenos -comentó Wylie.

– Sí, muchos terrenos edificables.

Rebus salió del cuarto y regresó con un plano y trazó sobre él un círculo en Calton Road, Abbey Mount y Hillside Crescent.

– Mira si tenía previsto algo en Greenside -dijo, y todos esperaron mientras Hood tecleaba.

– Efectivamente-dijo-. ¿Cómo lo ha adivinado?

– Mirad -dijo Rebus trazando un círculo en Calton Hill.

– ¿Para qué los quería? -preguntó Wylie.

– En 1979 se celebró el referéndum -dijo Rebus.

– ¿Y el Parlamento iba a construirse ahí? -aventuró Siobhan.

– En la antigua Royal High School -contestó Rebus. Wylie comenzaba a entenderlo.

– Si el Parlamento tenía ahí su sede, los terrenos lindantes valdrían una fortuna.

– Hastings se lo jugó todo al sí del referéndum y perdió -dijo Siobhan.

– Lo que yo me pregunto -añadió Rebus- es si él tendría suficiente dinero para la compra, porque incluso en los setenta, que para todos vosotros es casi prehistoria, esa zona no era barata precisamente.

– Luego ¿si no tenía el dinero…? -añadió Hood.

– Otro lo tendría -contestó Ellen Wylie.

Ahora ya sabían lo que buscaban: documentos financieros; pistas de que además de Hastings y Alasdair Grieve había habido otro socio en el negocio. Se quedaron hasta tarde y Rebus les dijo que podían irse a casa si querían. Pero trabajaban estrechamente unidos y nadie quiso romper el encanto. A Rebus le dio la impresión de que no tenía nada que ver con hacer horas extra. Salió al pasillo a tomarse un respiro y se encontró con Ellen Wylie.

– ¿Aún te sientes sojuzgada? -preguntó.

Ella se detuvo y le miró.

– ¿A qué se refiere?

– A que pensabas que abusaba de vosotros dos; te pregunto si sigues pensándolo.

– Pues no sé qué decirle -respondió ella alejándose.

A las siete les invitó a cenar en el restaurante Howie's. Hablaron del caso. Siobhan preguntó cuándo había sido el referéndum.

– El uno de marzo -dijo Rebus.

– A Mojama lo mataron a principios del setenta y nueve. ¿No sería justo después de las elecciones? Rebus se encogió de hombros.

– Las obras del sótano de Queensberry House concluyeron el ocho de marzo -añadió Wylie- y aproximadamente una semana después desaparecieron Freddy Hastings y Alasdair Grieve.

– Que nosotros sepamos -comentó Rebus.

Hood cortó un trozo de jamón y asintió con la cabeza. Rebus, generoso, echando la casa por la ventana, había pedido una botella de vino blanco de la casa, pero seguía casi llena porque Siobhan tomaba agua, Wylie había aceptado un vaso de vino que tenía intacto y Hood se había tomado uno pero no quería más.

– ¿Por qué será que veo a Bryce Callan detrás de todo esto? -comentó Rebus.

Se hizo un silencio en la mesa hasta que Siobhan dijo:

– ¿Por puro empeño?

– ¿Qué habría sucedido con los terrenos? -inquirió Rebus.

– Habrían construido en ellos -dijo Hood.

– ¿Y qué hace el sobrino de Callan?

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