Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– ¿Proyectaba construir en esos terrenos?

– Viviendas, discotecas, bares…

– Por lo que le eran imprescindibles los permisos que el señor Hastings con sus relaciones habría obtenido más fácilmente.

– ¿Ve como lo ha adivinado?

– ¿Cuánto se llevó Hastings?

– Casi medio millón.

– No le haría… mucha gracia.

– Me puse furioso, y de él nunca más se supo.

Rebus miró a la puerta. Aquello explicaba por qué Hastings había cambiado tan radicalmente de identidad. Explicaba lo del dinero, pero no el hecho de no haberlo tocado.

– ¿Y el socio de Hastings?

– También desapareció por aquellas misma fechas, ¿no?

– ¿Y no se llevaría parte del dinero?

– Eso tendrá que preguntárselo a él.

– Bryce -volvió a interrumpir Milligan-, ¿conserva documentos que lo acrediten? Serían útiles para validar la demanda.

– Puede ser -respondió Callan.

– No valen falsificaciones -advirtió Rebus y Callan chasqueó la lengua. Rebus se enderezó en la silla-. Gracias por aclararme ese extremo. Tras lo cual, voy a hacerle una serie de preguntas, si les parece.

– Adelante -dijo Callan animado.

– Creo que tal vez… -terció Milligan.

Pero Rebus no le dio alternativa.

– No creo haberles mencionado que el señor Hastings se suicidó.

– Ya era hora -dijo Callan.

– Se suicidó poco después del asesinato del candidato al Parlamento de Escocia, Roddy Grieve. El hermano de Alasdair, señor Callan.

– ¿Y qué?

– Y poco después de que se descubriera un cadáver en una antigua chimenea de Queensberry House. ¿Le recuerda algo, señor Callan?

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que quizá su sobrino Barry le hablara de Queensberry House -añadió Rebus cogiendo la hoja en que tenía anotados los hechos-. Él trabajó allí a principios de mil novecientos setenta y nueve, época del referéndum, precisamente cuando usted descubrió que los terrenos que había comprado no iban a ser una mina de oro. También es probable que se enterara igualmente de que Hastings le había estado robando. O que se quedó con la suma de una sola operación fingiendo que lo había desembolsado, y usted después se enteró de que no era así y que había desaparecido.

– ¿Qué tiene eso que ver con Barry?

– Barry trabajaba con Dean Coghill -añadió Rebus cogiendo otra hoja. Milligan quiso interrumpir pero Rebus no paraba, para regocijo de Ellen Wylie, que daba saltos de contento animándole a continuar-. Creo que usted colocó a Barry allí para que presionara a Coghill. Era como un aprendizaje.

– Oiga, Milligan, ¿va a consentir que me diga esas cosas? -protestó Callan, y Rebus se lo imaginó congestionado de ira.

Acababa de llamarle Milligan, no Gran C, ni amigo. Sí, seguro que Callan estaba echando chispas.

Rebus interrumpió sus protestas:

– Escuche, el cadáver en cuestión lo metieron en la chimenea justamente cuando su sobrino Barry trabajaba allí, en el momento en que usted descubrió que Hastings y Grieve le habían robado. Y yo ahora le pregunto, señor Callan, ¿quién es ese muerto? ¿Por qué lo mató?

Se hizo un silencio que dio paso a los gritos de Callan y a las amenazas de Milligan.

– Es un liante de mierda…

– Niego rotundamente…

– … que me llama por teléfono para contarme una patraña sobre cuatrocientas mil libras…

– Esa imputación injustificada contra una persona sin antecedentes en este país ni en ningún otro…, a un hombre cuya reputación…

– ¡Le juro por Dios que si estuviera ahí tendrían que encadenarme para que no le diera una hostia!

– Aquí le espero -replicó Rebus-. Puede tomar el primer avión que le venga bien.

– Espere y verá.

– Vamos, Bryce -terció Milligan-, no cedas a la provocación… ¿No hay ahí un oficial superior…? -añadió el abogado consultando sus apuntes-… El comisario Watson, ¿no? Señor Watson, protesto con toda firmeza por esa maniobra solapada para engañar a mi cliente con la fábula de una fortuna…

– No es fábula -replicó Watson-. Ese dinero existe, aunque parece que forma parte de un misterio mayor que quizá el señor Callan podría aclarar tomando un avión para efectuarle un interrogatorio como es debido.

– Cualquier grabación que hayan realizado de esta conversación será impugnada ante los tribunales -añadió Milligan.

– ¿Ah, sí? Bueno -añadió Watson-, eso lo determinará la Fiscalía. Mientras tanto, ¿no convendría que manifestara si tiene algo que negar?

– ¿Negar? -exclamó Callan-. ¿Qué tengo que negar? No pueden echarme mano, cabrones.

Rebus se lo imaginó de pie, descompuesto y lívido por muy bronceado que estuviese y agarrando con crispación el teléfono de sus pecados.

– ¿Así que lo reconoce? -inquirió Watson en tono ingenuo, dirigiendo un guiño a los agentes de la puerta.

Rebus estaba seguro de que su jefe comenzaba a pasarlo bien; se habría apostado algo.

– ¡Váyase a la mierda! -bramó Callan.

– Me parece que lo niega -dijo Milligan con voz apagada.

– Sí, debe de ser eso -añadió Watson.

– ¡Váyanse al infierno! -gritó Callan y a continuación se oyó un clic.

– Creo que el señor Callan nos ha dejado -comentó Rebus-. ¿Nos escucha, señor Milligan?

– Efectivamente y me siento obligado a protestar con todo mi…

Rebus colgó.

– Debe de haberse cortado -dijo.

En la puerta se oyeron gritos de júbilo. Rebus se levantó y Watson recuperó su sillón.

– No nos precipitemos -dijo mientras Rebus desconectaba la grabadora-. Las piezas comienzan a encajar, pero nos falta saber quién es el asesino y quién el muerto. Sin esas dos piezas toda esta agradable conversación con Bryce Callan no nos sirve de nada.

– De todos modos, señor… -dijo Grant Hood sonriente.

Watson asintió.

– De todos modos el inspector Rebus nos ha enseñado cómo buscarle las cosquillas -añadió mirando a Rebus, que movía la cabeza de un lado a otro.

– No me basta -dijo pulsando el botón de rebobinado-. Realmente no sé si habré conseguido algo.

– Ahora está clara la trama del caso y eso es media victoria -dijo Wylie.

– Tendríamos que interrogar a Hutton -añadió Siobhan Clarke-. Todo parece girar en torno a él y al menos a Hutton lo tenemos aquí.

– Sí, pero bastará con que lo niegue todo -dijo Watson-. Es un hombre con influencia y traerle a comisaría nos daría mala imagen.

– Sí, es cierto -gruñó Clarke.

Rebus miró a su jefe.

– Señor, invito a una ronda. ¿Le apetece un trago?

Watson consultó el reloj.

– Bien, sólo uno -dijo-. Y unos caramelos de menta para el camino… Mi esposa me huele el aliento a alcohol a diez metros.

Rebus puso las bebidas en la mesa ayudado por Hood. Wylie tomó una Coca-cola, Hood, una jarra de cerveza y Rebus, media y «medio». Watson se tomó un whisky y Siobhan Clarke un vino tinto. Brindaron.

– Por el trabajo en equipo -dijo Wylie.

El Granjero carraspeó.

– Por cierto, ¿no tendría Derek que estar aquí?

Rebus rompió el silencio.

– El inspector Linford sigue una línea de investigación propia basada en la descripción del posible asesino de Grieve. El comisario le miró a la cara.

– El trabajo en equipo debe responder a esa definición.

– No hace falta que me lo diga, señor; yo suelo ser el que se queda descolgado.

– Porque quiere -replicó Watson-, no porque se le deje.

– Entendido, señor -dijo Rebus.

– Realmente ha sido culpa mía, señor -dijo Clarke dejando el vaso-, por haberme enfurecido de tal manera. John consideró simplemente que habría menos tensión no estando el inspector Linford.

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