Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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De todos modos, ¿no se lo merecía? ¿Le perdonarían si cumplía la misión? No, al edificio no iba a entrar, pero haría vigilancia y se fijaría en todos los empleados que salieran. Valía la pena dedicar la tarde a ello. Si salía, el propio Hutton le seguiría, porque si el asesino de Grieve no trabajaba allí, siempre existía la posibilidad de que fuera a verse con Hutton.

Un asesino a sueldo…, venganza. No acababa de verlo claro. A Roody Grieve no lo habían matado por ningún motivo relacionado con su vida social o profesional…, al menos Linford no había encontrado nada de ello. Sí, era de una familia de chiflados, pero aquel no era ningún motivo. ¿Por qué lo habían matado? ¿No estaría en el momento y el lugar equivocados y sorprendió a alguien? ¿O tenía algo que ver con el cargo a que aspiraba más que con su persona? Tal vez alguien que no quería que fuese diputado. Volvió a pensar en la esposa, pero lo descartó una vez más. No se asesina al cónyuge para poder presentarse como candidata al Parlamento.

Se restregó las sienes. Los que fumaban en la escalinata le miraban con curiosidad. Acabarían por decírselo a los de seguridad y sanseacabó. Se acercaba un coche, que paró al lado del suyo. El conductor tocó el claxon gesticulando en dirección a Linford, y éste vio que a continuación se bajaba y se acercaba a zancadas al BMW. Linford bajó el cristal de la ventanilla.

– Ocupa mi sitio, así que si no le importa…

– No veo ningún cartel de reservado con un nombre -replicó Linford mirando a su alrededor.

– Es el aparcamiento del personal y llego tarde a una reunión -dijo el otro mirando el reloj.

Linford miró hacia un lado y vio que una persona se subía a otro coche.

– Ahí tiene un sitio -dijo.

– ¿Está sordo o qué? -replicó su interlocutor con cara de pocos amigos, apretando los labios y dispuesto a enzarzarse.

Linford se puso en guardia.

– ¿Prefiere discutir conmigo en vez de ir a esa reunión? -le preguntó mirando el hueco que dejaba el otro coche-. Ahí tiene un buen sitio.

– Ese es el de Harley, que va al gimnasio durante la hora del almuerzo. Cuando él vuelva yo estaré en la reunión y ese sitio es suyo. Así que quite esta mierda.

– Quién fue a hablar, con un Sierra Cosworth…

– Se equivoca conmigo -dijo el hombre abriendo de golpe la puerta del BMW.

– Una condena por agresión será un borrón en su curriculum.

– Y usted va a disfrutar haciendo la denuncia con los dientes rotos.

– Y usted estará en una celda por agredir a un agente de policía.

El hombre se detuvo algo cortado. Su nuez resaltó prominente cuando tragó saliva. Linford aprovechó para sacar su documento identificativo y enseñárselo.

– Ahora ya sabe quién soy, pero yo no sé su nombre…

– Escuche, lo siento -dijo el hombre cambiando radicalmente de actitud y disculpándose sonriente-. No pretendía…

Linford sacó su bloc disfrutando del cambio de situación.

– Conocía la violencia en la carretera, pero la del aparcamiento es una novedad para mí. Tendrán que rehacer el código de la circulación para usted -dijo mirando al Sierra y apuntando la matrícula-. No hace falta que me diga el nombre, ya lo averiguaré yo por la matrícula.

– Me llamo Nic Hughes.

– Bien, señor Hughes, ¿está lo bastante tranquilo para que hablemos?

– Sin ningún problema. Es que tenía prisa -dijo señalando el edificio-. ¿Tiene algo que ver con…?

– No tengo por qué darle explicaciones.

– No, claro, por supuesto; es que… -balbució desconcertado.

– Más vale que acuda a esa reunión.

En aquel momento se movió la puerta giratoria y salió Barry Hutton abrochándose la americana. Linford lo conocía por los periódicos.

– De todas maneras, ya me marchaba -añadió Hughes sonriente dándole a la llave de contacto-. Tiene todo el sitio a su disposición.

Hughes se apartó y en ese momento fue cuando reparó en Hutton, que abría su coche, un Ferrari rojo.

– Me cago en la leche, Nic, tenías que estar arriba.

– Voy ahora mismo, Barry.

Hutton miró a Linford, frunció el entrecejo y chasqueó la lengua.

– ¿Permites que te quiten el sitio, Nic? No eres lo que yo pensaba -dijo Hutton sonriente subiendo al Ferrari, pero volvió a bajar y se acercó al BMW.

«Lo he fastidiado todo -pensó Linford-. Ahora me conoce y sabe el coche que llevo. Seguirlo va a ser de pesadilla… No hagas que se sulfuren… Quédate con la cara de la gente.» Bueno, tenía la cara del conductor del Cosworth y el premio de un Barry Hutton de pie junto al BMW apuntándole con el dedo.

– Es usted un poli, ¿verdad? No sé por qué pero se les nota aunque lleven un coche así. Escuche, ya hablé con los otros dos y no tengo más que decir, ¿de acuerdo?

Linford asintió despacio con la cabeza. «Los otros dos»: Wylie y Hood.

– Muy bien -añadió Hutton dando media vuelta.

Linford y Hughes le vieron poner en marcha el motor del Ferrari con su ruido sordo como el que hacen las monedas en la banca y Hutton arrancó dejando una estela de polvo en el aparcamiento.

Hughes seguía mirando a Linford y éste le sostuvo la mirada.

– ¿Desea algo? -le preguntó.

– ¿Qué es lo que pasa? -replicó el hombre a duras penas. Linford movió la cabeza por la pírrica victoria y metió la marcha. Se alejó despacio del aparcamiento pensando en si valía la pena seguir de cerca a Hutton. Miró a Hughes por el retrovisor. Había algo raro en aquel hombre. No se había tranquilizado al ver su identificación, más bien se había asustado.

¿Tendría algo que ocultar? Era gracioso cómo hasta los curas sudaban cuando se las veían con un poli. Pero aquel tipo… No, no se parecía en nada al de la descripción. De todos modos…, de todos modos…

En el semáforo de Lothian Road vio el Ferrari de Barry Hutton tres coches por delante del suyo. Linford decidió que no tenía nada que perder.

33

Big Ger Cafferty estaba solo aparcado delante del edificio de Rebus en su Jaguar XK8 gris metalizado. Rebus cerró el coche fingiendo no haberlo visto, se dirigió al portal y oyó el zumbido eléctrico del elevalunas del Jaguar.

– He pensado que podíamos dar otra vuelta -oyó decir a Cafferty.

Rebus no hizo caso, abrió el portal y entró. En cuanto se hubo cerrado la puerta tras él se quedó ante la escalera sin saber qué hacer. Volvió a salir a la calle y vio a Cafferty, de pie, apoyado en el Jaguar.

– ¿Le gusta mi nuevo coche?

– ¿Lo has comprado?

– ¿Cree que lo he robado? -replicó Cafferty riendo.

Rebus negó con la cabeza.

– No, es que pensaba que era alquilado, dado que vas a morirte.

– Razón de más para darme un capricho mientras esté vivo.

– ¿Y Rab? -preguntó Rebus mirando a su alrededor.

– No he creído que me hiciera falta.

– No sé si sentirme halagado u ofendido.

– ¿Por qué? -replicó Cafferty ceñudo.

– Porque hayas venido solo sin un gorila.

– Sí, ya dijo lo mismo la otra noche, que era el momento de darme un puñetazo. Bueno, ¿damos una vuelta?

– ¿Conduces bien?

Cafferty volvió a reírse.

– Algo de práctica he perdido, pero pensé que era mejor ir los dos solos.

– ¿Para qué?

– Para esa charla pendiente sobre Bryce Callan.

Fueron en dirección este cruzando los antiguos suburbios de Craigmillar y Niddrie, presa ya de los bulldozers.

– Siempre he pensado que ésta era la zona ideal -dijo Cafferty-, con vistas al Arthur's Seat y al castillo de Craigmillar. Para los yuppies será paradisíaco.

– Ya no se les llama yuppies, creo.

– Como he estado una temporada fuera… -replicó Cafferty mirándole.

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