Ian Rankin - Nudos y cruces

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Dos inocentes niñas han sido secuestradas y asesinadas en Edimburgo para asombro de la opinión pública, que se ha visto conmocionada ante tal crimen.
El veterano inspector John Rebus, alcohólico y fumador empedernido, tomará parte en la investigación cuando una tercera menor desaparezca bajo las mismas circunstancias.
Con un turbulento pasado y un estilo de vida totalmente desestructurado, Rebus deberá dejar a parte sus problemas personales para centrarse en la resolución de un caso que podría convertirse en el más dramático suceso que pueda recordarse en toda Escocia. Pronto el asesino que todos buscan comenzará a enviar una serie de pistas que quizá solo Rebus podrá llegar a resolver.

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– Ah, aquí está. Es un libro que estaba leyendo…

John Rebus se preguntó por qué, si lo estaba leyendo, lo tenía tan escondido.

Crimen y castigo, ¿recuerdas que me explicaste la historia?

– Sí, lo recuerdo. Te la conté más de una vez.

– Exacto, John, sí.

Era una antigua edición de lujo con tapas de piel. No parecía un ejemplar de la biblioteca. Reeve lo sujetaba como si se tratara de dinero o de diamantes, como si en su vida no hubiese tenido nada igual.

– Hay una ilustración que quiero enseñarte, John. ¿Recuerdas lo que te dije sobre Raskolnikov?

– Dijiste que tendría que haberlos matado a todos…

Rebus captó el sentido un segundo demasiado tarde. No había sabido interpretar aquella clave, del mismo modo que no había comprendido tantas otras de Reeve. Gordon Reeve, con los ojos brillantes, abrió el libro y sacó un revólver corto del interior hueco. Y ya lo apuntaba hacia el pecho de Rebus cuando éste saltó hacia delante y le golpeó brutalmente en la nariz. Prefería planificar sus actos, pero a veces era mejor improvisar. Del hueso roto brotó sangre y mocos, a Reeve se le cortó la respiración y Rebus le desarmó de un manotazo. Reeve se echó a gritar. Era un grito que surgía del pasado, fruto de innumerables pesadillas, que desconcertó a Rebus y le hizo revivir aquel momento de traición y rememorar la imagen de los guardianes, de la puerta abierta de la celda y de él mismo dándole la espalda al cautivo que gritaba. La escena se volvió borrosa al tiempo que oía una detonación.

Sintió un golpe sordo en el hombro que enseguida se transformó en entumecimiento y en un intenso dolor que le recorrió el cuerpo. Se llevó la mano a la chaqueta y palpó sangre en la hombrera y en la tela. Dios bendito, así era recibir un disparo. Sintió ganas de vomitar y vio que iba a desmayarse, pero en aquel momento una oleada imprecisa surgió del fondo de su alma: la fuerza ciega de la cólera. No estaba dispuesto a perder esta partida. Vio que Reeve se limpiaba la cara y trataba de contener las lágrimas, sujetando todavía el revólver en la mano temblorosa. Rebus cogió un grueso volumen y le golpeó en la mano, y el arma cayó entre un montón de libros.

Reeve echó a correr por entre las estanterías derribándolas a su paso, mientras Rebus corría hacia el escritorio para pedir ayuda por teléfono, vigilando por si regresaba Reeve. Reinaba un silencio absoluto y se sentó en el suelo.

De pronto, la puerta se abrió y entró William Anderson. Iba vestido de negro, como si fuera un estereotipo del ángel vengador. Rebus sonrió.

– ¿Cómo me ha encontrado?

– Llevo un buen rato siguiéndole -dijo Anderson agachándose para examinar el brazo de Rebus-. He oído un disparo. ¿Ha dado con él?

– Está cerca de aquí, desarmado. La pistola ha caído ahí detrás.

Anderson lió un pañuelo en el hombro a Rebus.

– John, hay que pedir una ambulancia.

Pero Rebus ya se había incorporado.

– Aún no -dijo-. Acabemos con esto de una vez. ¿Cómo es que no he notado que me seguía?

Anderson sonrió.

– Hay que ser muy buen policía para detectarme cuando sigo a alguien, y usted, John, no es muy buen policía. Es… buen policía.

Pasaron al otro lado de la mampara y avanzaron lentamente entre las estanterías. Rebus recogió el arma y se la guardó en el bolsillo. No se veía a Gordon Reeve por ninguna parte.

– Mire -dijo Anderson señalando una puerta entreabierta al fondo de la sala.

Se acercaron con precaución y Rebus la abrió del todo: daba paso a una profunda escalera de hierro, empinada y casi a oscuras, que parecía conducir a los sótanos de la biblioteca. No tenían más opción que bajar por allí.

– Creo que sé adónde conduce -susurró Anderson, y sus palabras resonaron amortiguadas en el profundo pozo por el que se internaban-. La biblioteca está edificada sobre el antiguo solar del tribunal de justicia y aún se utilizan los calabozos de los sótanos para almacenar libros viejos. Es un laberinto de celdas y pasadizos que discurre por debajo de Edimburgo.

A medida que descendían, la pared enlucida dio paso a ladrillos antiguos. Rebus olió a moho, un olor amargo que le recordaba otros tiempos.

– A saber dónde habrá ido a parar -comentó.

Anderson se encogió de hombros. Al final de la escalera se encontraron ante un amplio pasadizo sin libros al que daban unos habitáculos -las antiguas celdas, probablemente- llenos de libros sin orden ni concierto, simples libros viejos.

– Es probable que haya escapado -musitó Anderson-. Creo que hay salidas que dan al actual edificio del tribunal y a la catedral de Saint Giles.

Rebus estaba impresionado. Aquello era una zona del viejo Edimburgo que aún se mantenía intacta y sin profanar.

– Es increíble -dijo-. No sabía nada de esto.

– Hay más. Dicen que bajo el ayuntamiento aún quedan calles de la Ciudad Vieja. Con edificios construidos encima. Calles enteras, con tiendas y casas de hace siglos.

Anderson sacudió la cabeza, pensando, igual que Rebus, en lo poco que sabían: podía uno sumergirse en una realidad desconocida sin invadirla necesariamente.

Recorrieron el pasadizo, agradecidos por las bombillas eléctricas del techo, mirando en todas las celdas.

– ¿Quién es ese tipo? -inquirió Anderson.

– Un viejo amigo -contestó Rebus, sintiendo un leve desmayo; tenía la impresión de que allí escaseaba el oxígeno y sudaba a chorros a causa de la hemorragia; no debería estar allí. Recordó que tendría que haber hecho ciertas cosas, como preguntarle al vigilante la dirección de Reeve y enviar un coche patrulla por si tenía a Sammy allí. Ahora era demasiado tarde.

– ¡Allí está!

Anderson acababa de verlo a lo lejos, por delante de ellos, tan oculto entre las sombras que Rebus no vislumbró su silueta hasta que Reeve echó a correr. Anderson corrió tras él. Rebus le seguía, tragando saliva y tratando de no quedar rezagado.

– Tenga cuidado, es peligroso -dijo con un hilo de voz, sin fuerzas para gritar.

De pronto algo salió mal. Vio cómo Anderson alcanzaba a Reeve y éste se revolvía contra él lanzándole una patada en la cabeza, un golpe casi perfecto, aprendido años atrás. Anderson dobló la cabeza hacia un lado por efecto del golpe y chocó contra la pared. Rebus había caído de rodillas. Se había quedado sin aliento y apenas podía ver nada. Dormir, necesitaba dormir. El suelo, irregular y frío, le parecía una endiable y cómoda cama. Estaba temblando, a punto de desplomarse, cuando vio a Reeve acercarse hacia él mientras Anderson se desplomaba al pie de la pared. Ahora Reeve, avanzando entre las sombras, le parecía gigantesco. Su tamaño aumentaba a cada paso, y cuando llegó hasta donde él estaba, vio que sonreía burlonamente.

– ¡Ahora tú! -gritó Reeve-. Te toca a ti.

Rebus sabía que en aquel momento, por encima de sus cabezas, el tráfico discurría lentamente por el puente Jorge IV; la gente se apresuraba camino de sus casas, a reunirse con sus familias para ver la televisión, mientras él estaba allí, de rodillas ante su negra sombra, como un animal acorralado al final de una batida de caza. De nada le serviría gritar ni resistirse. De manera borrosa, vio a Gordon Reeve agacharse, con el rostro extrañamente ladeado, y recordó que acababa de partirle la nariz, y bien partida.

Reeve retrocedió y le dirigió una brutal patada en la barbilla. Rebus logró esquivarla con un rápido movimiento, sacando fuerzas de flaqueza, y el golpe le alcanzó en la mejilla y le hizo caer de lado. Tumbado en posición fetal, precariamente a la defensiva, oyó reír a Reeve y vio sus manos rodeándole el cuello. Pensó en aquella mujer y en sus propias manos apretándole la garganta. Era un castigo justo. Que así sea. Pero pensó también en Sammy, en Gill, en Anderson y en el hijo de éste, asesinado; en aquellas niñas muertas. No, no podía dejar que Gordon Reeve se saliera con la suya. No sería justo. No estaría bien. Sintió sus ojos, su lengua, tirantes y convulsos, y metió la mano en el bolsillo mientras Gordon Reeve le susurraba:

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