Ian Rankin
Nudos y cruces
Nº1 Serie John Rebus
A Miranda.
Sin ella nada merece la pena concluirse .
La niña dio un grito; sólo un grito.
Fue un leve descuido de él. Podría haber sido el final de todo, y casi desde el principio; algún vecino que sospecha, la policía que se presenta. No, no era nada conveniente. La próxima vez la amordazaría más fuerte, un poquito más, un poquitín más.
A continuación fue al cajón para sacar un carrete de bramante, y con unas tijeras para las uñas, como esas que usan las niñas, cortó un trozo de unos quince centímetros y volvió a guardar las tijeras y el carrete en el cajón. Al oír el motor de un coche, se acercó a la ventana, derribando un montón de libros que había en el suelo, y sonrió al ver que el coche pasaba de largo. Hizo un nudo en el bramante, un nudo corriente. Había dejado un sobre encima del aparador.
Era el 28 de abril. Llovía -cómo no- y el agua empapaba la hierba, cuando John Rebus se dirigía a la tumba de su padre, que había muerto hacía cinco años. Colocó sobre el mármol reluciente una corona amarilla y roja, los colores del recuerdo, e hizo una breve pausa, intentando encontrar algo que decir; pero no tenía nada que decir, nada que pensar. Había sido un padre bastante bueno y punto. Al viejo no le habría gustado que malgastara palabras. Así que permaneció de pie, con las manos a la espalda, respetuosamente, en medio del graznido de los cuervos en las tapias del recinto, hasta que el agua que le calaba los zapatos le recordó que en la puerta del cementerio le aguardaba el confortable coche.
Condujo despacio, enojado por haber vuelto a Fife, aquel lugar del pasado, de los buenos tiempos que nunca lo habían sido, donde los fantasmas enmohecían en los aposentos de casas vacías y por las tardes alzaba las persianas alguna que otra tienda, esas persianas metálicas que ofrecían a los gamberros un soporte para escribir sus nombres. Rebus detestaba todo aquello; la peculiar falta de ambiente. Apestaba a lo de siempre: a mal uso, a dejadez, a brutal desperdicio vital.
Cubrió los doce kilómetros hasta el mar, en dirección al lugar donde aún vivía su hermano Michael. Llovía menos cuando llegó a la costa de grisáceo color calavera, entre las salpicaduras que el coche hacía saltar en los innumerables baches de la carretera. Se preguntaba por qué no arreglaban nunca las carreteras por allí, mientras que en Edimburgo siempre estaban levantando las calzadas, lo cual era todavía peor. Y, sobre todo, ¿por qué había tomado la absurda decisión de ir a Fife, por el solo hecho de que era el aniversario de la muerte del viejo? Trató de pensar en otra cosa, pero lo único que se le ocurrió fue deliberar sobre si fumarse otro cigarrillo o no.
A través de la llovizna que ahora caía, Rebus vio una niña, que tendría aproximadamente la edad de su hija, caminar por el arcén de hierba. Aminoró la marcha, observándola por el retrovisor al adelantarla, frenó y le hizo señas para que se acercara a la ventanilla.
Su aliento se condensaba en la fría atmósfera y el flequillo negro se le pegaba a la frente. Le miró con recelo.
– ¿Adónde vas, guapa?
– A Kirkcaldy.
– ¿Te llevo?
La niña negó con la cabeza haciendo saltar gotas de agua de su pelo rizado.
– Me ha dicho mi mamá que no suba a coches de desconocidos.
– Pues tiene razón tu mamá -dijo Rebus sonriendo-. Yo tengo una hija más o menos de tu edad y le digo lo mismo. Pero está lloviendo y, como yo soy policía, no tienes nada que temer. Aún te queda un buen trecho.
La niña miró de arriba abajo la carretera solitaria y volvió a sacudir la cabeza.
– Muy bien -dijo Rebus-, pero ten cuidado. Tu mamá tiene mucha razón.
Volvió a subir el cristal de la ventanilla y siguió carretera adelante, viendo por el retrovisor que ella permanecía quieta y continuaba mirándole. Una chica prudente. Le complacía saber que aún quedaban padres con sentido de la responsabilidad. Ojalá pudiera decir lo mismo de su ex esposa; la educación que le estaba dando a su hija era un desastre. También Michael había dejado demasiado suelta a su hija. Qué se le iba a hacer.
El hermano de Rebus era propietario de una casa respetable. Había seguido los pasos del viejo y se había hecho hipnotizador, y, por lo visto, era muy bueno; nunca le había preguntado a su hermano cómo lo hacía, ni había mostrado ningún interés o curiosidad por las dotes del viejo. Era consciente de que su actitud seguía intrigando a Michael, que siempre hacía alusiones y le daba pistas falsas sobre la autenticidad de sus actuaciones en el escenario, para ver si con ello despertaba su interés.
Pero John Rebus tenía demasiados asuntos que desentrañar; era lo único que había hecho en los quince años que llevaba en el cuerpo de policía. Quince años, y sólo tenía en su haber bastante autocompasión y un fracaso matrimonial con una hija inocente de por medio. Más que lamentable, era un asco. Mientras que Michael vivía felizmente casado, con dos hijos y una casa tan grande que él jamás podría permitirse, y su nombre se anunciaba en hoteles, clubs e incluso en teatros de Newcastle y Wick. Había actuaciones por las que le pagaban seiscientas libras. Un escándalo. Tenía un coche caro y vestía buena ropa; a él no se le habría visto de pie bajo la lluvia en un cementerio de Fife un mes de abril como aquél. No, Michael no era tan tonto; ni se le hubiera pasado por la cabeza.
* * *
– ¡John! Dios, ¿qué ocurre? Bueno, me alegro de verte. ¿Por qué no me has llamado para avisar de que venías? Pasa.
Era su bienvenida. Tal como Rebus la había previsto: sorpresa embarazosa, como si fuese doloroso recordarle que aún le quedaba un familiar vivo. Y no le pasó desapercibido el empleo de la palabra «avisar», cuando habría bastado con «decirme». Era policía, y esas cosas las notaba.
Michael Rebus cruzó rápidamente el cuarto de estar y bajó el volumen estruendoso del equipo de música.
– Adelante, John -dijo-. ¿Quieres beber algo? ¿Café? ¿O algo más fuerte? ¿Qué te trae por aquí?
Rebus se sentó como si estuviese en casa de un extraño, con la espalda recta, en actitud profesional. Miró los paneles de madera de la habitación -novedad- y las fotos enmarcadas de su sobrina y su sobrino.
– Pasaba cerca de aquí -dijo.
Michael, que volvía del mueble bar con los vasos, se acordó de repente, o fingió acordarse.
– Oh, John, lo había olvidado. ¿Por qué no me avisaste? Mierda, me fastidia que se me pase el aniversario de papá.
– Mickey, serás hipnotizador, pero en cuanto a memoria eres un desastre. Dame ese vaso, ¿o es que no piensas soltarlo?
Michael, sonriente y absuelto, le tendió el vaso de whisky.
– ¿El coche de ahí fuera es tuyo? -preguntó Rebus, cogiendo el vaso-. Me refiero al BMW.
Michael asintió con la cabeza, sonriente.
– Dios -exclamó Rebus-. Sí que te cuidas.
– No menos de lo que cuido a Chrissie y a los niños. Vamos a ampliar la casa en la parte de atrás para tener un jacuzzi o una sauna. Es la moda, y Chrissie se muere por estar a la última.
Rebus dio un sorbo de whisky. Era un whisky de malta. Nada de lo que había en el cuarto era barato, pero tampoco exactamente codiciable. Adornos de cristal fino, una licorera de cristal sobre un salvamantel de plata, una televisión con vídeo, un equipo de música de alta fidelidad en miniatura y la lámpara de ónice. El último objeto le hizo sentir cierto remordimiento: era el regalo de boda de Rhona y él. Chrissie ya no le hablaba. No era de extrañar.
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