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Ian Rankin: Nudos y cruces

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Ian Rankin Nudos y cruces

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Dos inocentes niñas han sido secuestradas y asesinadas en Edimburgo para asombro de la opinión pública, que se ha visto conmocionada ante tal crimen. El veterano inspector John Rebus, alcohólico y fumador empedernido, tomará parte en la investigación cuando una tercera menor desaparezca bajo las mismas circunstancias. Con un turbulento pasado y un estilo de vida totalmente desestructurado, Rebus deberá dejar a parte sus problemas personales para centrarse en la resolución de un caso que podría convertirse en el más dramático suceso que pueda recordarse en toda Escocia. Pronto el asesino que todos buscan comenzará a enviar una serie de pistas que quizá solo Rebus podrá llegar a resolver.

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Rebus hizo una pelota con la nota y la tiró en una papelera nueva de aluminio.

– Sí, hijo, sí que la hay -contestó Rebus-, pero dudo mucho que te apetezca decírsela.

Jack Morton se echó a reír, limpiándose la ceniza de la corbata.

* * *

Menuda noche. Jim Stevens se fue por fin a casa sin obtener nada de interés en la conversación que había iniciado con Mac Campbell cuatro horas antes. Le había comentado a Mac que no pensaba abandonar la investigación sobre el floreciente mercado de la droga en Edimburgo, y ésa era la pura verdad. Se estaba convirtiendo en una auténtica obsesión y, aunque su jefe le había asignado un caso de homicidio, él continuaría la investigación por su cuenta en los ratos libres; a solas, por la noche mientras las rotativas estaban en marcha, dedicaba su tiempo libre a indagar más y más en lugares cada vez más alejados de Edimburgo. Sabía que no andaba lejos de dar con un pez gordo, pero aún no estaba lo bastante cerca como para recurrir a las fuerzas de la ley y el orden. Quería tener la historia bien hilvanada antes de recurrir a la caballería.

También conocía el peligro. El terreno que pisaba podía hundirse de pronto bajo sus pies y acabar bajo algún muelle de Leith una oscura madrugada o aparecer atado y amordazado en el arcén de una autopista a las afueras de Perth. Bah, le daba igual. No era más que un pensamiento pasajero, producto del cansancio y de la necesidad de avivar sus emociones en aquel escenario cutre y gris de la droga en Edimburgo, un escenario de bloques de pisos en creciente expansión y bares que abrían fuera de horas, en vez de las rutilantes discotecas y lujosas residencias de la Ciudad Nueva.

Lo que más le disgustaba era que la gente que en última instancia movía los hilos fuese tan discreta y hermética, tan ajena al asunto. A él le gustaba que los delincuentes se implicaran, que vivieran la vida e hicieran ostentación de su estilo de vida. Le gustaban los gánsters de Glasgow de los años cincuenta y sesenta, que vivían en Gorbals, donde actuaban, prestaban dinero a los vecinos, y a veces apuñalaban a esos mismos vecinos si venía al caso. Como si se tratara de asuntos de familia; no como ahora. Esto era muy distinto, y eso le fastidiaba.

Su charla con Campbell había sido interesante, de todos modos y por otros motivos. Rebus le parecía un tipo sospechoso. Igual que su hermano. Tal vez estuviesen los dos implicados. Si la policía estaba pringada, su tarea sería más difícil y mucho más gratificante.

Lo que necesitaba ahora era un buen descanso, un alto en la investigación; la meta no podía estar lejos. Él tenía buen olfato para eso.

Capítulo 5

A la una y media hicieron un descanso. En el edificio había una modesta cantina abierta incluso a aquella hora intempestiva. Fuera de allí se cometían en aquel momento la mayoría de los pequeños delitos de la jornada, pero dentro se estaba caliente y cómodo, y había comida caliente y todo el café del mundo para los policías de guardia.

– Esto es desastroso -dijo Morton echando en la taza el café del platillo-. Anderson no sabe ni por dónde empezar.

– Por favor, dame un cigarrillo, que no tengo -dijo Rebus dándose unas elocuentes palmaditas en el bolsillo.

– Por Dios, John -replicó Morton tosiendo como un viejo y tendiéndole la cajetilla-, el día que dejes de fumar me cambio de calzoncillos.

Jack Morton no era viejo a pesar de los excesos que le conducían rápida e inexorablemente hacia la vejez antes de tiempo. Tenía treinta y cinco años, seis menos que Rebus. También él había roto su matrimonio; ahora los cuatro niños vivían con la abuela y la madre andaba disfrutando de unas largas y sospechosas vacaciones con su amante. Todo aquello era lamentable, le había dicho a Rebus, quien le comentó que él tenía una hija que también le preocupaba.

Morton llevaba veinte años en la policía y, a diferencia de Rebus, había ascendido desde el escalón más bajo hasta su actual rango a base de tesón. Le había contado a Rebus su vida un día en que los dos fueron a pescar cerca de Berwick; una magnífica jornada en la que pescaron mucho y se hicieron buenos amigos. Pero Rebus no le había contado su vida a Morton, y éste tenía la impresión de que Rebus vivía encerrado en una celda personal, pues, concretamente sobre su época en el ejército, no hablaba nunca. Morton sabía que la vida militar ejercía a veces esa clase de influencia sobre un individuo y respetaba el silencio de Rebus. Tal vez guardaba algún esqueleto en aquel armario suyo. Se hacía cargo, porque él mismo había realizado algunas de sus detenciones más señaladas sin aplicar los «criterios correctos del reglamento».

A Morton le traían ya sin cuidado los titulares de prensa y las detenciones espectaculares; aguantaba su trabajo, recibía su paga, pensaba de vez en cuando en la pensión y en los años de pesca que tendría por delante y bebía para borrar de su conciencia a la mujer y a los hijos.

– Está bien esta cantina -dijo Rebus mientras fumaba, tratando de iniciar una conversación.

– Sí. Yo vengo de vez en cuando. Conozco a uno que trabaja en la sección de ordenadores. A veces resulta conveniente tener amistad con los informáticos, ¿sabes? Pueden localizar un coche, un nombre o una dirección en un santiamén. Sólo te cuesta invitarles a una copa de vez en cuando.

– Pues pásales todo este material para que lo escaneen.

– Ah, dales tiempo, John. No tardarán en tener todos los archivos en un banco de datos. Y ya verás como poco después se darán cuenta de que no necesitan a los burros de carga como nosotros. Quedarán un par de inspectores y un ordenador.

– Tomo nota -comentó Rebus.

– Es el progreso, John. ¿Dónde estaríamos sin él? Andaríamos todavía por ahí con una pipa, nuestro sentido de deducción y la lupa.

– Supongo que tienes razón, Jack. Pero recuerda lo que dice el diré: «Denme una docena de buenos agentes y devuelvan todas esas máquinas a los fabricantes».

Rebus miró a su alrededor mientras hablaba y vio que una de las dos mujeres que estaban en primera fila en la reunión se sentaba sola a una mesa.

– Y, además, Jack-añadió-, siempre habrá sitio para gente como nosotros. La sociedad no puede prescindir de nosotros. Los ordenadores son incapaces de tener inspiraciones afortunadas. En eso les ganamos.

– Tal vez; no lo sé. En cualquier caso, será mejor que volvamos, ¿de acuerdo?

Morton miró el reloj, apuró el café y apartó la silla.

– Ve tú delante, Jack, que ahora te sigo. Quiero verificar una inspiración afortunada.

* * *

– ¿Le importa que me siente?

Rebus, con un nuevo café en la mano, apartó la silla frente a la oficial de policía que leía absorta el periódico. Él advirtió el titular sensacionalista de la primera página. Alguien había filtrado información a la prensa.

– No, ni mucho menos -respondió ella sin levantar la vista.

Rebus sonrió para sus adentros, se sentó y dio un sorbo al café instantáneo.

– ¿Mucho trabajo? -preguntó.

– Sí, ¿usted no? Su amigo se ha ido hace unos minutos.

Lista; muy lista. Realmente lista. Rebus comenzó a sentirse un pelín incómodo. No le gustaban las sabiondas, y ésta tenía todo el aspecto de serlo.

– Pues, sí. Es que él es masoquista. Estamos trabajando con los archivos de Modus Operandi, pero yo haría cualquier cosa por librarme de ese placer.

Ella alzó por fin la vista, como si se hubiera ofendido.

– ¿Así que soy un simple pretexto dilatorio?

Rebus sonrió y se encogió de hombros.

– ¿Qué, si no? -dijo.

Ahora fue ella quien sonrió.

Cerró el periódico y lo dobló en dos, lo dejó en la mesa de fórmica y dio unos golpecitos sobre el titular.

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