De detrás de la mampara surgió, tarareando y sacudiéndose las manos de un polvo inexistente, un sonriente Gordon Reeve, rechoncho y envejecido. Parecía un osito. Rebus se aferró con fuerza al borde del mostrador.
Gordon Reeve dejó de tararear al verlo, pero la sonrisa permanecía en su rostro y le hacía parecer inocente, normal, tranquilo.
– Me alegro de verte, John -dijo-. Así que por fin me has localizado, condenado diablo. ¿Cómo estás?-añadió tendiéndole la mano.
Pero John Rebus sabía que si soltaba las manos del borde del mostrador se desplomaría allí mismo.
Ahora recordaba a Gordon Reeve, recordaba con todos los detalles el tiempo que habían pasado juntos. Recordaba gestos, bromas, ocurrencias. Habían sido hermanos de sangre, habían sufrido juntos y casi habían llegado a leerse el pensamiento. Volverían a ser hermanos de sangre. Rebus lo veía en la mirada enloquecida de su sonriente torturador. Sintió una oleada que le aturdía los oídos. Así que era eso. Eso es lo que esperaba de él.
– Vengo a buscar a Samantha -dijo-. La quiero viva y ahora. Luego podemos ajustar cuentas como tú quieras. ¿Dónde está, Gordon?
– ¿Sabes cuánto tiempo hace que nadie me llama Gordon? He sido lan Knott tanto tiempo que me resulta difícil asimilar que soy «Gordon Reeve» -dijo sonriente, mirando más allá de la espalda de Rebus-. John, ¿y la caballería? No irás a decirme que has venido solo… Va en contra del reglamento, ¿no?
Pero Rebus se guardó muy mucho de decirle la verdad.
– Están ahí fuera; tranquilo. He entrado yo solo para hablar contigo, pero mis colegas están ahí fuera. Se ha acabado el juego, Gordon. Dime dónde está Samantha.
Pero Gordon Reeve sacudió la cabeza conteniendo la risa.
– Vamos, John. No es tu estilo venir acompañado. Olvidas que te conozco bien. -Ahora iba despojándose poco a poco de su personaje ficticio-. No, has venido solo. Solito. Igual que lo estaba yo, ¿recuerdas?
– ¿Dónde está mi hija?
– No pienso decírtelo.
No cabía duda de que aquel hombre estaba loco; quizá siempre lo había estado. Tenía el mismo aspecto que antes de aquellos atroces días en la celda; el de un hombre al borde del abismo, un abismo creado por su propia mente. Pero lo más terrible era la ausencia de control físico. Sonreía, rodeado de carteles polícromos, relucientes dibujos y libros ilustrados. Era el hombre de aspecto más peligroso que Rebus había visto en su vida.
– ¿Por qué?
Reeve le miró como si le hubiera hecho una pregunta pueril. Sacudió la cabeza sin dejar de sonreír con aquella sonrisa de puta, la sonrisa fría y profesional del asesino.
– Tú sabes por qué -respondió-. Por todo. Porque me dejaste en la estacada, como si hubiéramos caído en manos del enemigo. Desertaste, John. Me abandonaste. Y sabes cómo se castiga, ¿verdad? ¿Sabes cuál es la pena por deserción?
Ahora Reeve hablaba con voz histérica. Volvió a contener la risa, tratando de calmarse. Rebus se preparaba para la inminente violencia; se cargaba de adrenalina, apretaba los puños y tensaba los músculos.
– Conozco a tu hermano.
– ¿Qué?
– A tu hermano Michael. Lo conozco. ¿Sabías que trafica con droga? Y no es un simple intermediario. Bueno, está metido en un buen lío, John. Le he estado pasando droga desde hace tiempo. El suficiente para saber muchas cosas de ti. Michael se esforzó en convencerme de que no era un farsante, un delator de la policía. Y me lo contó todo acerca de ti, John, así que le creí. Él estaba convencido de que trataba con una banda de traficantes, pero era yo sólito. ¿Verdad que soy listo? Tengo bien agarrado a tu hermano. Tiene la soga al cuello, ¿no? Esto se podría considerar como el plan B.
Tenía a su hermano y tenía a su hija. Sólo le faltaba una persona: él, que había ido directo a la trampa. Necesitaba tiempo para pensar.
– ¿Desde cuándo llevabas planeándolo?
– No lo sé muy bien. -replicó riendo mientras iba ganando confianza-. Desde que desertaste, supongo. Michael fue lo más fácil. Quería obtener dinero fácil y no me costó convencerle de que las drogas era lo ideal. Tu hermano está metido hasta el cuello. -La última palabra fue como un escupitajo cargado de veneno-. A través de él me enteré de más cosas sobre ti, John. Y eso lo facilitó todo. Así que -añadió encogiéndose de hombros-, si me denuncias, lo denuncio a él.
– No cuentes con ello. Lo que quiero es hundirte.
– ¿Y vas a dejar que tu hermano se pudra en la cárcel? Muy bien. De todos modos gano yo. ¿No lo comprendes?
Sí, Rebus lo comprendía, pero no del todo, como si fuese una ecuación difícil oída en una clase abarrotada.
– ¿Qué ha sido de ti durante todo este tiempo? -inquirió, sin saber muy bien por qué trataba de ganar tiempo. Había entrado allí sin un plan preconcebido, y ahora estaba atascado, esperando una reacción de Reeve que, sin duda, se produciría tarde o temprano-. Me refiero a después de mi… deserción.
– Ah, me hicieron cantar poco después -respondió Reeve despreocupado, dominando la situación-. Me sentía solo y aislado. Primero me metieron en un hospital y luego me soltaron. Oí que te habías vuelto lelo y eso me animó un poco, pero después me llegó el rumor de que habías ingresado en la policía. La verdad es que no soportaba la idea de que llevaras una plácida existencia, sobre todo después de todo lo que pasamos y de lo que me hiciste.
Su rostro comenzó a crisparse, apoyó las manos en el escritorio y Rebus notó el olor a sudor ácido. Hablaba como adormecido, pero Rebus sabía que con cada palabra que desgranaba crecía el peligro, y él no podía moverse; aún no.
– Has tardado en localizarme -dijo.
– Pero ha valido la pena -replicó Reeve restregándose la mejilla-. Hubo momentos en que pensé que moriría sin conseguirlo, pero creo que en el fondo tenía la certeza de que sí lo haría -añadió sonriendo-. Ven, John, quiero enseñarte algo.
– ¿A Sammy?
– No seas gilipollas. -Su sonrisa desapareció durante unos segundos-. ¿Crees que la tengo aquí? No; pero es algo que te interesará. Ven.
Le hizo pasar al otro lado de la mampara. Rebus, con los nervios a flor de piel, miró la espalda de Reeve, aquellos músculos cubiertos de grasa por la vida sedentaria. Un bibliotecario; un bibliotecario para niños. El asesino en serie de Edimburgo.
Detrás de la mampara se extendía un buen número de estanterías llenas de libros, algunos amontonados en desorden y otros bien colocados en hileras sin ningún lomo que sobresaliera entre los otros.
– Están todos por archivar -comentó Reeve con gesto paternalista-. Tú fuiste quien despertó mi interés por los libros, John. ¿Lo recuerdas?
– Sí, te contaba historias.
Rebus empezó a pensar en Michael. Si no hubiera sido por él, no habría podido encontrar a Reeve, ni siquiera habría sospechado de su existencia. Y ahora iba a ir a la cárcel. Pobre Mickey.
– ¿Pero dónde lo habré puesto? Sé que está por aquí. Lo dejé aparte para enseñártelo, por si me encontrabas. Has tardado bastante tiempo en hacerlo. No has sido muy listo, ¿eh, John?
Qué fácil era olvidarse de que aquel hombre estaba loco, de que había matado a cuatro niñas como si fuera un juego y aún tenía a otra en su poder. Qué fácil.
– No -contestó-. No he sido muy listo.
Notó que se ponía tenso. El aire parecía enrarecerse. Estaba a punto de ocurrir algo. Podía sentirlo. Y para impedirlo, lo único que tenía que hacer era darle un puñetazo a Reeve en los riñones, golpearle en la nuca, reducirle y sacarlo de allí.
¿Por qué no lo hacía? No lo sabía. Su única certeza era que ocurriría lo que tuviera que ocurrir, y que sería tan previsible como los planos de un edificio o una partida de tres en raya como las de años atrás. Reeve había empezado aquel juego y eso le dejaba a él en la posición del perdedor. Pero tenía que seguir jugando.
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