Ian Rankin - Nudos y cruces

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Dos inocentes niñas han sido secuestradas y asesinadas en Edimburgo para asombro de la opinión pública, que se ha visto conmocionada ante tal crimen.
El veterano inspector John Rebus, alcohólico y fumador empedernido, tomará parte en la investigación cuando una tercera menor desaparezca bajo las mismas circunstancias.
Con un turbulento pasado y un estilo de vida totalmente desestructurado, Rebus deberá dejar a parte sus problemas personales para centrarse en la resolución de un caso que podría convertirse en el más dramático suceso que pueda recordarse en toda Escocia. Pronto el asesino que todos buscan comenzará a enviar una serie de pistas que quizá solo Rebus podrá llegar a resolver.

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Irguió el torso en la silla con tal fuerza que estuvo a punto de derribarla.

– Oiga -dijo-, si es un chiflado…

– Calla, zorra. No soy ningún chiflado y lo sabes. Soy el auténtico. Escucha. -Oyó un grito amortiguado y sollozos infantiles, y a continuación la misma voz rencorosa-: Dile a Rebus que le deseo suerte. No podrá decir que no le di oportunidades.

– Escuche, Reeve, no…

Inmediatamente se dio cuenta de que no debía haber dicho su nombre, pero el sollozo de Samantha la había trastornado. Oyó un nuevo grito, el grito lúgubre de un loco que se ve descubierto. Se le puso la carne de gallina y sintió que el aire se helaba. Era el grito de la muerte, el grito final de victoria de un alma demente.

– Ah, lo sabes -jadeó la voz en un tono que reflejaba regocijo y terror-, lo sabes, lo sabes, lo sabes. Eres muy lista. Y además tienes una voz muy sexy. Tal vez vaya a por ti algún día. ¿Te jodió bien Rebus? ¿Sí? Dile que tengo a su niña y que esta noche va a morir. ¿Entendido? Esta noche.

– Escuche, yo…

– No, no, no. No me pidas nada, señorita Templer. Han tenido tiempo de sobra para localizarme. Adiós.

Oyó un clic y el sonido de la línea libre.

Tiempo para localizarlo. Qué imbécil había sido. Tenía que haber pensado en ello antes que nada y no lo había hecho. Tal vez el director Wallace tenía razón. Quizá no era sólo John quien estaba emocionalmente implicado en el caso. Se sintió cansada, vieja, agotada, como si su trabajo se hubiera transformado en una carga insoportable y todos los delincuentes fueran invencibles. Tenía los ojos irritados y pensó en ponerse las gafas, su escudo frente al mundo.

Tenía que encontrar a Rebus. ¿O buscaría primero a Jack Morton? Tenía que poner a John al corriente. No había tiempo que perder, y tenía que tomar la decisión correcta: ¿A quién llamar primero, a Rebus o a Morton? Optó por llamar a John Rebus.

* * *

Desconcertado por la revelación de Stevens, Rebus había regresado a su piso. Necesitaba averiguar algunas cosas. Mickey podía esperar. Le habían tocado muchas cartas malas en aquella agotadora tarde. Tenía que ponerse en contacto con sus antiguos jefes en el ejército, hacerles ver que había una vida en juego, a ellos que valoraban la vida humana de un modo tan extraño. Tendría que hacer muchas llamadas. Se puso en ello.

Pero antes llamó al hospital. Rhona estaba bien. Era un alivio, pero aún no le habían dicho lo del secuestro de Samantha. ¿Le habrían dicho que su amante había muerto? No, claro que no. Encargó unas flores para ella. Estaba a punto de hacer acopio de fuerzas para marcar el primer número de una larga lista cuando sonó el teléfono. Lo dejó sonar pero no cesó de hacerlo hasta que lo descolgó.

– Diga.

– ¡John! Gracias a Dios. Te he buscado por todas partes.

Era Gill, hablaba con mucha excitación, nerviosa y tratando de mostrarse amable al mismo tiempo, en una modulación extraña y Rebus sintió que su corazón, o lo que quedaba de él para compartir con alguien, se volcaba en ella.

– ¿Qué hay, Gill? ¿Ha ocurrido algo?

– He recibido una llamada de Reeve.

A Rebus le saltó el corazón en el pecho.

– Cuéntame -dijo.

– Me ha llamado y me ha dicho que tiene a Samantha.

– ¿Y?

Gill tragó saliva.

– Y que va a matarla esta noche. -Se hizo un silencio al otro extremo de la línea y a continuación oyó unos extraños ruidos-. ¿John? John, ¿estás ahí?

Rebus dejó de dar puñetazos al taburete del teléfono.

– Sí, estoy aquí. Dios mío. ¿Dijo algo más?

– John, no deberías estar solo, ¿sabes? Yo podría…

– ¿Dijo algo más? -gritó casi sin aliento.

– Bueno, yo…

– Dime.

– Se me escapó que sabemos quién es.

Rebus se quedó sin respiración. Se miró los nudillos y vio que sangraban. Se lamió la sangre mirando por la ventana.

– ¿Cómo reaccionó? -preguntó al fin.

– Se puso furioso.

– Ya me lo imagino. Dios, espero que no se desahogue con… Dios mío, ¿por qué crees que te llamó precisamente a ti?

Ya no se lamía la herida, ahora se miraba las uñas sucias, se las mordía y escupía al suelo.

– Bueno, soy la oficial de enlace del caso y me habrá visto en la televisión o habrá leído mi nombre en los periódicos.

– O a lo mejor nos ha visto juntos. Tal vez me ha estado siguiendo todo este tiempo -dijo mirando por la ventana a un hombre mal vestido que pasaba por la calle y se paraba a recoger una colilla.

Dios, necesitaba fumar. Miró a su alrededor buscando un cenicero que tuviera colillas aprovechables.

– No se me había ocurrido.

– ¿Cómo iba a ocurrírsete? Aún no sabíamos que esto tuviera nada que ver conmigo hasta que… Fue ayer, ¿verdad? Se diría que fue hace días. Gill, recuerda que sus primeras notas no las envió por correo. -Encendió un resto de cigarrillo y aspiró el humo acre-. Lo he tenido muy cerca sin percatarme de nada, ni la más leve intuición. Menudo sexto sentido para un policía.

– Hablando de sexto sentido, John. Tengo una corazonada.

Gill se sintió más aliviada al oír que él hablaba con más calma. Ella también se sentía más tranquila, como si estuvieran ayudándose mutuamente, agarrados el uno al otro, en un bote abarrotado de gente en una galerna.

– ¿De qué se trata? -preguntó Rebus dejándose caer en el sillón y mirando el cuarto sin muebles, polvoriento y revuelto.

Vio el vaso usado por Michael, un plato con migajas de tostadas, dos cajetillas de cigarrillos vacías y dos tazas de café. Decididamente, vendería pronto aquel piso, aunque le pagaran poco por él, y se mudaría a otro sitio.

– Bibliotecas -dijo Gill, mirando su despacho, repleto de archivadores y montones de papeles, producto de años de trabajo, y sintió la electricidad en el ambiente-. Lo único que todas las niñas tenían en común, incluida Samantha, es que solían ir a la misma biblioteca, la Biblioteca Central. Reeve quizá trabajó allí y pudo obtener los nombres para montar su acertijo.

– Es una posibilidad -dijo Rebus con súbito interés.

Sí, desde luego, aunque parecía demasiada causalidad, ¿o no? ¿Qué mejor circunstancia para indagar sobre John Rebus que encontrar un trabajo tranquilo durante unos meses o unos años? ¿Qué mejor para atrapar niñas que fingirse bibliotecario? Reeve se había camuflado para hacerse invisible.

– En cualquier caso -prosiguió Gill-, tu amigo Jack Morton ya fue a la Biblioteca Central e interrogó a un sospechoso que tenía un Escort azul, pero descartó a ese individuo.

– Sí, también descartaron al destripador de Yorkshire como sospechoso más de una vez, ¿no es cierto? Merece la pena volver a interrogarlo. ¿Cómo se llama el sospechoso?

– No lo sé. He tratado de localizar a Morton pero no sé dónde anda. John, estoy preocupada por ti. ¿Dónde has estado? Intenté dar contigo.

– Eso es desperdiciar el tiempo y los recursos de la policía, inspectora Templer. Vuelve al mundo real. Encuentra a Jack y averigua el nombre de ese individuo.

– A la orden.

– Estaré en casa, por si me necesitas. Tengo que hacer unas llamadas.

– Me han dicho que Rhona está mejor…

Pero Rebus ya había colgado. Gill dejó escapar un suspiro y se frotó el rostro; necesitaba un descanso. Decidió enviar alguien al piso de John Rebus. No podían dejar que se dejara dominar por el encono y estallara. Y tenía que averiguar el nombre de aquel individuo y localizar a Jack Morton.

Rebus se preparó café. Pensó en salir a por leche, pero al final decidió tomarlo solo y sin azúcar. Pensó en la idea de Gill. ¿Reeve bibliotecario? Le parecía improbable, impensable, pero lo cierto es que todo lo que le había ocurrido últimamente era increíble. La racionalidad puede llegar a ser un poderoso obstáculo cuando uno se enfrenta a la irracionalidad. Hay que combatir el fuego con el fuego y aceptar que Gordon Reeve podría haber conseguido un empleo en la biblioteca, corno un recurso inocuo pero esencial para llevar a cabo sus planes. Y de pronto, igual que le había pasado a Gill, todo cobró sentido para John Rebus. «Para los que leen entre épocas.» Para los que usan libros entre una época (La Cruz) y otra (el presente). Dios mío, ¿había algo arbitrario en esta vida? No, nada. Tras lo que en apariencia era irracional se ocultaba el sendero dorado del designio. Tras este mundo había otro. Reeve había estado en la biblioteca; Rebus estaba seguro. Eran las cinco. Podía llegar a la biblioteca antes de que cerraran, pero ¿seguiría allí o habría cambiado de lugar ahora que ya tenía a su última víctima?

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