* * *
Los dos policías pateaban el suelo con los pies helados, a pesar de los calcetines térmicos y de que ya estaban a principios de verano. Mientras esperaban con impaciencia el relevo hablaban del secuestro, comentando el asesinato del hijo de un inspector jefe, se abrió la puerta a sus espaldas.
– ¿Aún siguen aquí? Me ha dicho mi mujer que todavía estaban en la puerta, pero no me lo creía. ¿Desde anoche? ¿Qué es lo que pasa?
Era un anciano, en zapatillas pero con un grueso abrigo de invierno. Iba mal afeitado y había perdido u olvidado la parte inferior de la dentadura postiza. Cruzó la puerta encasquetándose un gorro en su cabeza calva.
– Nada que pueda preocuparle, señor. Seguro que pronto lo sabrá.
– Ah, sí, muy bien. Sólo voy a por el periódico y la leche. Generalmente tomamos tostadas para el desayuno, pero no sé quién demonios habrá tirado media docena de panecillos en el portal, y si nadie los quiere, pues bienvenidos sean.
Sonrió mostrando la encía inferior, rosada y huera.
– ¿Quieren algo de la tienda?
Los dos agentes, sin decir nada, se miraron con suspicacia y alarma.
– Sube ahora mismo -dijo finalmente uno de ellos-. ¿Cómo se llama, señor?
El viejo contestó muy estirado, como un excombatiente:
– Jock Laidlaw, para servirle.
* * *
Stevens tomaba un café solo. Se sentía agradecido, porque hacía horas que no ingería nada caliente. Sentado en el cuarto de estar, recorría la habitación con la mirada.
– Me alegro de que me haya despertado -dijo Michael Rebus-, porque tengo que volver a casa.
«Ya me lo imagino -pensó Stevens-. Ya me lo imagino.» Rebus estaba más tranquilo de lo que él esperaba. Relajado, descansado y despreocupado. «Vaya, vaya.»
– Señor Rebus, voy a hacerle unas preguntas, como le dije.
Michael Rebus tomó asiento, cruzó las piernas y dio un sorbo de café.
– Adelante.
Stevens sacó la libreta.
– Su hermano ha sufrido una fuerte conmoción.
– Sí.
– ¿Cree usted que la superará?
– Sí.
Stevens fingió tomar nota.
– Por cierto, ¿ha pasado buena noche? ¿Durmió bien?
– Bueno, no hemos dormido mucho ninguno de nosotros. Estoy seguro de que John no ha pegado ojo -contestó Michael frunciendo el entrecejo-. Oiga, ¿a qué viene esto?
– Es simple rutina, señor Rebus. Compréndalo usted. Necesitamos recoger datos de todos los involucrados para resolver el caso.
– Pero ya está resuelto, ¿no?
A Stevens le saltó el corazón en el pecho.
– ¿Ah, sí? -dijo casi sin querer.
– Ah, ¿no lo sabe?
– Sí, claro que sí, pero tenemos que recabar todos los datos…
– De los involucrados. Sí, acaba de decirlo. Escuche, ¿me enseña otra vez el carné? No es por nada.
Se oyó el sonido de una llave en la cerradura.
«Dios -pensó Stevens-, ya están aquí.»
– Escuche -dijo entre dientes-, sabemos lo del trapicheo de drogas. ¡Díganos quién está detrás de ello o se pasará cien años entre rejas, amigo!
El rostro de Michael adquirió un tono azulado antes de volverse lívido. Abrió la boca como si fuera a decir una palabra, la palabra que Stevens esperaba.
Pero en aquel momento entró uno de los gorilas y arrancó al periodista del asiento.
– ¡Aún no me he acabado el café! -protestó Stevens.
– Suerte tiene de que no le parta esa cara tan dura, amigo -replicó el agente.
Michael Rebus se puso en pie sin decir palabra.
– ¡Dígame un nombre! -exclamó Stevens-. ¡Un nombre! ¡Saldrá todo en primera página si no colabora, amigo! ¡Deme un nombre!
Siguió gritando por el pasillo y por la escalera hasta el portal.
– Está bien, ya me voy -dijo finalmente, desasiéndose del policía-. Ya me voy. Habéis sido un poco negligentes, muchachos. Por esta vez me lo callaré, pero la próxima ya veremos.
– ¡Lárguese de aquí! -dijo uno de los gorilas.
No tuvo más remedio que hacerlo. Stevens subió a su coche más frustrado que nunca. Dios, había estado a punto de enterarse. ¿Qué había querido decir el hipnotizador con aquello de que el caso estaba resuelto? ¿Sería cierto? Si así era, quería conocer todos los detalles. No estaba acostumbrado a ir a remolque de los acontecimientos; era él quien se adelantaba a ellos. No estaba acostumbrado a aquello, y no le hacía ninguna gracia.
Pero se lo estaba pasando bien.
Si era cierto que el caso estaba resuelto, le quedaba poco tiempo. No había podido sacarle lo que quería al hermano menor, y tendría que ir a por al otro. Se imaginaba dónde estaría Rebus. Aquel día su intuición funcionaba a toda máquina. Se sentía inspirado.
– Bien, John, todo esto me suena increíblemente fantástico, pero tal vez exista una posibilidad. Desde luego, es la mejor pista que tenemos, aunque me cuesta concebir que alguien sienta tanto rencor como para matar a cuatro niñas inocentes sólo para darle a usted la clave de la víctima final.
El director Wallace miró sucesivamente a Rebus y a Gill Templer y viceversa, y después a Anderson, que estaba sentado a la izquierda de Rebus. Wallace tenía las manos en la mesa, quietas como dos pescados muertos, con un bolígrafo delante. Era un despacho espacioso y ordenado, un oasis inviolable. Allí se resolvían los problemas y se tomaban siempre las decisiones correctas.
– Ahora el problema principal es localizar a ese hombre. Si damos publicidad a esta historia podemos asustarlo y poner en peligro la vida de su hija. Por otro lado, un llamamiento público podría ser el modo más rápido de dar con él.
– ¡Pero no se puede…!
Gill Templer estaba a punto de explotar en aquel tranquilo despacho, pero Wallace la hizo callar con un gesto.
– Sólo estoy reflexionando sobre la fase actual del caso, inspectora Templer, considerando nuestras posibilidades.
Anderson permanecía callado como un muerto, con la vista en el suelo. Ahora estaba de baja oficial y de luto, pero se había empeñado en seguir de cerca el caso y el director había dado su consentimiento.
– Usted, John, por supuesto, no puede seguir trabajando en el caso -dijo Wallace.
Rebus se puso en pie.
– Siéntese, John, haga el favor. -El director le miraba con firmeza y sinceridad, con ojos de auténtico policía de la vieja escuela. Rebus volvió a sentarse-. Bien, sé cómo debe sentirse, lo crea o no. Pero este asunto es de suma importancia para todos nosotros. Usted está demasiado implicado para trabajar con objetividad, y la opinión pública rechazaría una actuación irregular del cuerpo. Compréndalo.
– Lo único que comprendo es que, si no intervengo, Reeve no se detendrá ante nada. Es a mí a quien busca.
– Exacto. ¿Vamos a ser tan idiotas como para entregárselo en bandeja? Haremos cuanto podamos, igual que haría usted. Deje que nos ocupemos nosotros.
– El ejército no le revelará nada, puede estar seguro.
– Tendrán que hacerlo -replicó Wallace jugueteando con el bolígrafo como si estuviera en la mesa para eso-. En definitiva, su jefe es el mismo que el nuestro. Tendrán que revelarlo.
Rebus negó con la cabeza.
– Ellos hacen su propia ley. Los SAS son casi independientes del ejército. Si no quieren revelar nada, créame, no le dirán nada. Nada de nada -espetó golpeando la mesa con la mano.
– John.
Gill le apretó el hombro para que se calmase. Ella también se sentía furiosa, pero sabía cuándo tenía que contenerse y transmitir exclusivamente con la mirada la rabia y la disconformidad. Para Rebus la acción era ahora lo único que contaba. Había estado demasiado tiempo alejado de la realidad.
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