Ian Rankin - Nudos y cruces

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Dos inocentes niñas han sido secuestradas y asesinadas en Edimburgo para asombro de la opinión pública, que se ha visto conmocionada ante tal crimen.
El veterano inspector John Rebus, alcohólico y fumador empedernido, tomará parte en la investigación cuando una tercera menor desaparezca bajo las mismas circunstancias.
Con un turbulento pasado y un estilo de vida totalmente desestructurado, Rebus deberá dejar a parte sus problemas personales para centrarse en la resolución de un caso que podría convertirse en el más dramático suceso que pueda recordarse en toda Escocia. Pronto el asesino que todos buscan comenzará a enviar una serie de pistas que quizá solo Rebus podrá llegar a resolver.

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A continuación hablaron de Gordon.

– Nuestra actitud respecto al soldado Reeve es muy ambivalente -dijo el de la bata blanca-. Es un magnífico soldado y cualquier esfuerzo físico que se le encomiende lo llevará a cabo. Pero siempre lo ha hecho en solitario; les pusimos a los dos juntos para evaluar cómo reaccionaría ante el hecho de compartir celda y, sobre todo, para observar su reacción al verse privado de su amigo.

¿Sabían lo del beso o no lo sabían?

– Me temo -prosiguió el médico- que el resultado es negativo. Se ha hecho muy dependiente de usted, ¿no es cierto? Naturalmente, nos consta que usted no ha caído en esa dependencia.

– ¿Qué eran aquellos gritos en la celda contigua?

– Grabaciones en una cinta magnetofónica.

Asentí con la cabeza, súbitamente cansado y sin interés.

– ¿Así que todo ha sido una prueba más?

– Claro -respondió, y se sonrieron entre ellos-. Pero no se preocupe más por ello. Lo que importa es que la ha superado.

Pero sí que me preocupaba. ¿Cuál era el saldo? Había roto una amistad a cambio de aquella disquisición informal sobre operaciones; había renunciado al afecto por aquellas sonrisitas. Todavía resonaban en mi cabeza los gritos de Gordon. Gritos de venganza. Apoyé las manos en las rodillas, bajé la cabeza y me eché a llorar.

Y si en aquel momento hubiera tenido una Browning les habría agujereado la cabeza.

* * *

Me sometieron a otro examen médico más meticuloso en un hospital militar. Había estallado la guerra civil en el Ulster, pero yo no podía dejar de pensar en Gordon Reeve. ¿Qué habría sido de él? ¿Seguiría en aquella infecta celda, solo, por culpa mía? ¿Se derrumbaría? Volví a sentirme culpable y me eché a llorar. Me dieron un paquete de pañuelos de papel. Debía de ser lo normal en esos casos. Lloraba a diario, sin poder contenerme, sintiéndome culpable de todo aquello. Sufría pesadillas. Presenté mi dimisión; exigí mi dimisión. Y la aceptaron a regañadientes. En cualquier caso, yo no era más que un simple conejillo de Indias. Me fui a un pueblo de pescadores de Fife a dar paseos por la playa de guijarros para recuperarme de la depresión nerviosa, desterrar todo aquello de mi mente y esconder el episodio más lastimoso de mi vida en los recovecos del cerebro, bloqueándolo y aprendiendo a olvidarlo.

Y lo olvidé.

Se portaron bien conmigo. Me concedieron una indemnización y movieron los hilos cuando decidí ingresar en la policía. Oh, sí, no podía quejarme de su actitud hacia mí, pero no me informaron de lo que pasó con mi amigo y nunca más lo volví a ver. Yo estaba muerto; no existía en sus archivos.

Había sido un fracaso.

Y sigo siendo un fracasado; con un matrimonio desastroso y mi hija secuestrada. Pero ahora todo cobra sentido. Todo cobra sentido. Al menos sé que Gordon Reeve sigue con vida y que está trastornado. Sé que tiene a mi niña en su poder y que va a matarla.

Y a mí también, si puede.

Sé que, para recuperar a mi hija, voy a tener que matarlo.

Y voy a hacerlo. Voy a hacerlo, y que Dios me ayude.

QUINTA PARTE. NUDOS Y CRUCES

Capítulo 23

Cuando John Rebus volvió a la realidad después de aquel sueño tan profundo y agitado, vio que no estaba en la cama. Michael, inclinado sobre él, le sonreía irónico, y Gill paseaba de arriba abajo conteniendo las lágrimas.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.

– Nada -contestó Michael.

En ese momento recordó que Michael le había hipnotizado.

– ¿Nada? -exclamó Gill-. ¿Nada, dices?

– John -dijo Michael-, no sabía que estabas tan resentido con el viejo y conmigo. Siento que te hiciéramos sufrir -añadió, poniendo la mano en el hombro de su hermano, «el hermano que nunca había tenido».

«Gordon, Gordon Reeve. ¿Qué ha sido de ti? Revoloteas a mi alrededor, deshecho y sucio, como el polvo de la calle que arrastra el viento. Como un hermano. Tienes a mi hija. ¿Dónde estás?»

– Oh, Dios mío -musitó Rebus bajando la cabeza y cerrando los ojos. Gill le acarició el pelo.

Amanecía y los pájaros reanudaban sus trinos. Rebus notó con alegría que su canto lo devolvía al mundo real. Le recordaba que ahí fuera había alguien que se sentía feliz. Tal vez unos amantes que se despertaban abrazados, un hombre que advertía que era un día festivo o una anciana que daba gracias a Dios por seguir viva y poder ver una vez más los primeros signos del despertar del día.

– Una noche oscura del alma -dijo tiritando-. Hace frío. Se habrá apagado el piloto.

Gill se sonó y cruzó los brazos.

– No, John, la calefacción funciona. Escucha. -Hablaba despacio, con afabilidad-, necesitamos una descripción física de ese hombre. Ya sé que será una imagen de hace quince años, pero más vale eso que nada. Tenemos que averiguar qué fue de él después de que tú… te fueses.

– Será información confidencial, si es que existe.

– Y tenemos que contarle al director todo esto -prosiguió Gill, mirando al frente, como si Rebus no hubiese dicho nada-. Tenemos que encontrar a ese bicho.

Rebus sentía una extraña quietud en la estancia, como si hubiera muerto alguien, cuando en realidad se había producido un alumbramiento: el de su memoria; el de Gordon; el de su salida de aquella celda fría e implacable; de la escena en que le volvía la espalda…

– ¿Estás seguro de que ese Reeve es el tipo a quien buscáis? -preguntó Michael sirviendo otro whisky, pero Rebus negó con la cabeza cuando le tendió el vaso.

– No, gracias. No tengo la cabeza despejada. Sí, creo que podemos estar seguros de que es él quien anda detrás de todo este asunto. Los mensajes, los nudos y cruces. Ahora todo cobra sentido. Lo tenía desde el principio. Reeve debe de pensar que soy un asno. Lleva semanas enviándome mensajes y no he sabido darme cuenta… He dejado que murieran esas niñas… Y todo por ser incapaz de afrontar… los hechos.

Gill se agachó detrás de él y le puso las manos en los hombros. John Rebus se levantó del sillón como movido por un resorte y se dio la vuelta hacia ella: «Reeve». No, era Gill, Gill. Sacudió la cabeza como disculpándose y rompió a llorar.

Gill miró a Michael, pero éste había bajado la mirada. Abrazó con fuerza a Rebus para impedir que volviera a apartarse de ella, y le susurró varias veces que era Gill, que estaba junto a él, que no era ningún fantasma del pasado. Michael reflexionaba sobre la reacción que acababa de provocar. Nunca había visto llorar a John, y volvió a asaltarle un sentimiento de culpabilidad. Tenía que acabar con aquel negocio; se mantendría alejado hasta que su proveedor se cansara de buscarle y sus clientes buscasen la droga en otra parte. Lo haría, no por John, sino por él mismo.

«Le tratábamos muy mal, es cierto -pensó-. El viejo y yo le tratábamos como a un intruso.»

* * *

Más tarde, después tomarse un café, Rebus estaba más tranquilo, pero Gill no apartaba la vista de él, preocupada y temerosa.

– No cabe duda de que ese Reeve está chiflado -dijo.

– Tal vez -comentó Rebus-. Una cosa es segura, y es que irá armado. Estará preparado para cualquier eventualidad. Fue soldado del regimiento Seaforths y miembro de los SAS, y será un hueso duro de roer.

– Tú también fuiste de los SAS, John.

– Por eso soy yo quien debe ir a por él. Hay que hacérselo comprender al jefe, Gill. Vuelvo a encargarme del caso.

Gill Templer frunció los labios.

– No creo que lo autorice -dijo.

– Pues que se joda. De todos modos, daré con ese cabrón.

– Di que sí, John -terció Michael-. Hazlo y no te preocupes de lo que puedan decir.

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