Ian Rankin - Nudos y cruces

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Dos inocentes niñas han sido secuestradas y asesinadas en Edimburgo para asombro de la opinión pública, que se ha visto conmocionada ante tal crimen.
El veterano inspector John Rebus, alcohólico y fumador empedernido, tomará parte en la investigación cuando una tercera menor desaparezca bajo las mismas circunstancias.
Con un turbulento pasado y un estilo de vida totalmente desestructurado, Rebus deberá dejar a parte sus problemas personales para centrarse en la resolución de un caso que podría convertirse en el más dramático suceso que pueda recordarse en toda Escocia. Pronto el asesino que todos buscan comenzará a enviar una serie de pistas que quizá solo Rebus podrá llegar a resolver.

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* * *

Gordon estaba cada vez más inquieto. Hacía cincuenta flexiones diarias. Con lo mal que comíamos, eso era un esfuerzo extraordinario. Canturreaba. El efecto de mi compañía iba diluyéndose y empezó a desbarrar otra vez. Así que empecé a contarle historias.

Le hablé primero de mi infancia y de los trucos que hacía mi padre, y a continuación comencé a contarle historias de ficción y a explicarle argumentos de mis libros preferidos. Un día le conté la historia de Raskolnikov, el protagonista de Crimen y castigo, el relato más moral de la literatura. Él me escuchaba extasiado, y yo hice lo posible por prolongar la historia, inventándome pasajes, diálogos y personajes. Cuando terminé, dijo:

– Cuéntamela otra vez.

Lo hice.

– ¿Era inevitable, John? -preguntó Reeve sentado en cuclillas, con las manos apoyadas en el suelo de la celda.

Yo estaba tumbado en el colchón.

– Sí -dije-. Creo que sí. Desde luego, está escrito con esa intención. Se adivina el final casi desde el principio.

– Sí, me ha dado también esa impresión.

Después de una larga pausa se aclaró la garganta.

– John, ¿cuál es tu idea de Dios? Me gustaría saberlo.

Comencé a explicárselo y a medida que hablaba, uniendo mis torpes argumentos con relatos de la Biblia, Gordon Reeve, tumbado en el suelo me miraba con los ojos como platos, sin perder detalle de mis palabras.

– Yo no creo nada de eso -dijo finalmente, mientras yo tragaba saliva-. Me gustaría, pero no puedo. Yo creo que Raskolnikov debería habérselo tomado con más calma y haber disfrutado de su libertad. Tendría que haber cogido una Browning y cargárselos a todos.

Reflexioné sobre aquel comentario. Encontré en él cierta justicia, pero tenía serias reservas al respecto. Reeve era como alguien atrapado entre dos aguas, alguien que creía carecer de fe, pero no necesariamente sin posibilidades de creer.

«¿Qué es toda esa gilipollez?»

«Chiss.»

Un día, entre juegos y relatos, puso sus manos en mi cuello.

– John somos amigos, ¿no? ¿Muy amigos? Nunca he tenido un amigo de verdad. -Su hálito era cálido a pesar del frío de la celda-. Nosotros sí que somos amigos, ¿verdad? Me refiero a que yo te he enseñado a ganar al tres en raya, ¿no?

Me miraba ya con ojos inhumanos, ojos de lobo. Yo había visto llegar aquello sin poderlo evitar.

Hasta aquel preciso momento. En aquel momento lo vi claramente con los ojos alucinados de quien ha visto cuanto hay que ver y más. Vi a Gordon Reeve acercar su rostro al mío, muy despacio, como en una imagen irreal, y darme un tímido beso en la mejilla, intentando hacerme volver la cara hacia él para besar mi boca esquiva.

Y sentí que cedía. ¡No, no, aquello no! Era intolerable. No podía ser aquello lo que habíamos construido a lo largo de aquellas semanas; no podía ser. Y si lo era, yo había actuado como un verdadero incauto.

– Sólo un beso, John -decía-, un beso. Coño, venga.

Había lágrimas en sus ojos, porque también él sentía que de pronto todo se había echado a perder y que algo tocaba a su fin. Pero, de todos modos, se colocó despacio detrás de mí. Yo temblaba, pero, para mi gran sorpresa, no podía moverme. Sabía que era incomprensible, algo más fuerte que yo. Así que hice esfuerzos por llorar y las lágrimas bañaron mis mejillas.

– Sólo un beso.

Todo aquel entrenamiento, todo el ahínco por alcanzar nuestros mortíferos objetivos, había desembocado en un momento como aquél. Al final, el amor era el motor de todo.

– John…

Yo sólo sentía lástima por los dos, hediondos, sucios, aislados en aquella celda; sólo sentía una inmensa frustración por todo aquello, las ignominiosas lágrimas de una indignación eterna. Gordon, Gordon, Gordon…

– John…

La puerta de la celda se abrió de pronto, como si no hubieran echado la llave.

En el umbral apareció un hombre que no era extranjero, sino un oficial inglés de alto rango. Contempló la escena con cierta repulsión. Sin duda, lo había oído todo, o quizás incluso lo había visto. Me señaló con el dedo.

– Rebus, ha aprobado -dijo-. Está en nuestro bando.

Le miré a la cara, perplejo. ¿Qué quería decir? Sabía perfectamente lo que quería decir.

– Ha superado la prueba, Rebus. Vamos. Venga conmigo. Le daremos el equipo. Ahora está en nuestro bando. El interrogatorio de su… amigo continuará. A partir de ahora usted nos ayudará a interrogarlo.

Gordon se puso en pie de un salto y noté que se había situado detrás de mí porque sentí su hálito en la nuca.

– ¿Qué quiere decir? -inquirí yo con la boca y el estómago resecos. Miraba a aquel oficial impecable y estirado, tan distinto de mi lamentable suciedad. «Bueno, estoy así por culpa de él»-. Es un truco -dije-. Tiene que serlo. No pienso hablar. No pienso ir con usted. Yo no he revelado información. He aguantado. ¡No me hagan esto! -grité delirante.

Pero sabía que él hablaba en serio y vi que negaba despacio con la cabeza.

– Comprendo su recelo, Rebus. Ha estado sometido a una fuerte presión. Una presión tremenda.

Pero ya ha terminado. Lo ha superado y está aprobado. Ha pasado la prueba con matrícula de honor. De eso creo que no cabe ninguna duda. Ha aprobado, Rebus. Ahora es uno de los nuestros. Nos ayudará a desmoronar a Reeve. ¿Entendido?

Negué con la cabeza.

– Es un truco -dije.

El oficial sonrió magnánimo. Habría interpretado aquella escena decenas de veces.

– Escuche -añadió-, venga con nosotros y todo se arreglará.

Gordon se situó de un salto junto a mí, codo con codo.

– ¡No! -gritó-. ¡Le ha dicho que no quiere irse! Lárguese de aquí -y poniéndome la mano en el hombro, añadió-: No le hagas caso, John. Es un truco. Estos cabrones siempre hacen trampa.

Noté que el temor le atenazaba porque no dejaba de mover los ojos con la boca ligeramente abierta, pero al sentir la presión de su mano en mi hombro supe que yo había adoptado una decisión, y Gordon debió de notarlo.

– Eso debe decidirlo el soldado Rebus, ¿no cree? -replicó el oficial, dirigiéndome una mirada amistosa.

Yo no necesitaba volver la cabeza hacia la celda ni hacia Gordon; sólo pensaba: «Esto forma parte del juego». Pero ya había adoptado la decisión. No, no me mentían y, por supuesto, yo quería salir de aquella celda. No era algo arbitrario. Di un paso al frente, pero Gordon me agarró de un jirón de la camisa.

– John -dijo con voz lastimera-, no me dejes. Por favor, John.

Pero yo di un tirón y salí de la celda.

– ¡No! ¡No! -gritó como un endemoniado-. ¡No me dejes, John! ¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir!

Oí un alarido que casi me hizo desmayar. Era el alarido de un loco.

* * *

Después de lavarme y de que me examinara un médico, me llevaron a una estancia eufemísticamente llamada sala de informe sobre operaciones. Había vivido un infierno y ellos querían que hablásemos de aquella experiencia como si se tratara de un simple ejercicio.

Eran cuatro; tres capitanes y el psiquiatra. Me lo explicaron todo. Me dijeron que estaban organizando un nuevo grupo de élite dentro de los SAS, cuya misión sería infiltrarse en organizaciones terroristas para destruirlas. El primer objetivo sería el IRA, que se estaba convirtiendo en algo más que un simple incordio, porque la situación en Irlanda iba degenerando en guerra civil. Debido a la naturaleza de la misión, sólo podrían desempeñarla los mejores entre los mejores, y Reeve y yo éramos los mejores de nuestra compañía. Por eso nos habían tendido una trampa para capturarnos como si fuésemos enemigos y someternos a unas pruebas que nunca antes se habían llevado a la práctica en los SAS. En aquel momento no me sorprendía ya nada de lo que decían; sólo pensaba en los desgraciados que iban a tener que pasar por lo mismo. Y todo para que, si nos torturaban para obtener información, no revelásemos quiénes éramos.

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