– Mickey-dijo Rebus-, eres el mejor hermano del mundo. Bueno, ¿hay algo para comer? Me muero de hambre.
– Y yo estoy agotado -dijo Michael, satisfecho de sí mismo-. ¿Te importa que me tumbe un par de horas antes de volver a casa?
– En absoluto. Échate en mi cama, Mickey.
– Buenas noches, Michael -añadió Gill.
Michael, sonriente, les dejó solos.
* * *
Nudos y cruces. El juego… Era tan evidente… Reeve habría pensado que era tonto, y en cierto modo lo había sido. Aquellas partidas interminables al tres en raya, los trucos y las estrategias; sus charlas sobre cristianismo… y la cruz. Dios, qué imbécil había sido, sucumbiendo a la falacia mental de que el pasado era una cascara vacía y anulando sus recuerdos. Qué imbécil.
– John, estás derramando el café.
Gill venía de la cocina con un plato de queso y tostadas. Rebus se despertó.
– Come algo. He hablado con jefatura y tenemos que estar allí dentro de dos horas. Han iniciado ya las indagaciones sobre el apellido Reeve. Lo encontraremos.
– Eso espero, Gill. Con toda mi alma.
Se abrazaron. Ella sugirió tumbarse en el sofá y así lo hicieron, fundidos en un cálido abrazo. Rebus no podía dejar de pensar si su noche oscura había sido una especie de exorcismo o si el pasado volvería a trastocar su sexualidad. Esperaba que no. Desde luego, no era el momento ni el lugar para verificarlo.
«Gordon, amigo mío, ¿qué te hice?».
Stevens era un hombre paciente. Los dos policías habían sido inflexibles. Nadie podía ver al sargento Rebus en ese momento. Stevens regresó al periódico, trabajó en un artículo para la siguiente edición y después volvió a casa de Rebus. En el piso seguían las luces encendidas, pero había dos nuevos gorilas ante el portal. Stevens aparcó frente a la casa y encendió otro cigarrillo. Todo cuadraba perfectamente. Los dos hilos se juntaban en una sola hebra. Había cierta relación entre los asesinatos y el tráfico de drogas, y, al parecer, Rebus era la clave. ¿De qué estarían hablando los dos hermanos? Tal vez de un plan para salir del apuro. Dios, en aquel momento habría dado cualquier cosa por ser una mosca dentro de aquel cuarto de estar. Sabía de periodistas de Londres que utilizaban lo último en tecnología -interceptar teléfonos, micrófonos ultrasensibles, incluso en el auricular- y se preguntó si valdría la pena gastarse un dinero en disponer de esos medios técnicos.
Se formuló mentalmente nuevas hipótesis, con cientos de variantes. Si los delincuentes del mundo de la droga de Edimburgo habían recurrido al secuestro y el asesinato para asustar a alguien, eso significaba que las cosas se habían puesto muy feas, desde luego, y él, Jim Stevens, tendría que ir con pies de plomo. Pero Big Podeen no sabía nada. Podría ser que hubiese entrado en juego una banda nueva con nuevas reglas. Lo cual degeneraría en guerra de gánsters al estilo de Glasgow. Pero ahora ya no se hacían así las cosas. Quién sabe.
Pensando en todo aquello, Stevens se mantenía despierto y alerta, tomando notas en la libreta y con la radio puesta para escuchar las noticias cada media hora: la hija de un policía era la última víctima del asesino de niñas de Edimburgo, que en el último secuestro había estrangulado a un hombre en casa de la madre de la niña, etcétera, etcétera. Stevens continuó elucubrando y haciendo especulaciones.
No habían dicho que los asesinatos estuvieran relacionados con Rebus; la policía no iba a revelar ese dato, ni siquiera a Jim Stevens.
* * *
A las siete y media, Stevens consiguió sobornar a un repartidor de periódicos para que le trajera panecillos y leche de una tienda cercana, y se los comió acompañándolos con tragos de leche. Aunque tenía puesta la calefacción del coche, estaba aterido, pero poseía la tenacidad -alguien lo llamaría locura o fanatismo- del buen periodista. Durante su guardia vio llegar a otros reporteros, pero los gorilas los alejaban de allí. Un par de ellos, al verle sentado en el coche, se acercaron para charlar y ver si podían descubrir alguna pista, pero él escondió la libreta y les dijo con fingido desinterés que estaba a punto de irse a casa. Era mentira, una condenada mentira.
Formaba parte de la profesión. Ahora salían por fin de la casa. Había algunos micrófonos y cámaras, naturalmente, pero sin acosos ni tumulto; por un lado, se trataba de un padre que había perdido a su hija y, por otro, era policía. Nadie iba a acosarle.
Stevens vio a Gill Templer y a Rebus subir a un Rover de la policía con el motor en marcha. Observó los rostros: el de Rebus, pálido; era de esperar. Pero, además, su mirada era sombría, y sus labios formaban una fina línea de particular gravedad. Ese detalle le preocupó: era como si aquel hombre hubiera resuelto emprender una guerra. Joder. En cuanto a Gill Templer, parecía ofuscada, más aún que Rebus; tenía los ojos enrojecidos y en su aspecto había también algo fuera de lo normal. Algo extraño estaba pasando. Era evidente para cualquier periodista que se preciara y supiera lo que buscaba. Stevens se mordió el labio. Necesitaba más datos. Aquella historia era como una droga y él necesitaba cada vez mayores dosis. Y tuvo que admitir, con cierta sorpresa, que el motivo por el cual necesitaba esas dosis no era el trabajo, sino su propia curiosidad. Rebus le intrigaba y Gill Templer, por supuesto, le interesaba.
Y Michael Rebus…
Michael Rebus no había salido del piso. Vio que el circo se alejaba; el Rover doblaba al final de la tranquila Marchmont Street, pero los gorilas seguían en la puerta. Éstos eran el nuevo relevo. Stevens encendió un cigarrillo. Podría intentarlo. Volvió al coche, lo cerró y, mientras daba una vuelta a la manzana, urdió un plan.
* * *
– Perdone, señor, ¿vive usted aquí?
– ¡Claro que vivo aquí! ¿A qué viene esto? Voy a acostarme.
– ¿Ha tenido una noche dura, señor?
El hombre ojeroso agitó ante el policía tres bolsas de papel con panecillos.
– Soy panadero y acabo de terminar mi turno. Si me hace el favor…
– ¿Cómo se llama, señor?
Fingiendo que se dirigía hacia la puerta, Stevens logró leer uno de los apellidos escritos junto al portero automático.
– Laidlaw -dijo-. Jim Laidlaw.
El agente miró en la lista de nombres de los vecinos que tenía en la mano.
– Muy bien, señor. Y perdón por la molestia.
– ¿Qué es lo que ocurre?
– Ya se enterará, señor. Buenas noches.
Aún quedaba otro obstáculo, y Stevens sabía que, por mucha astucia que emplease, si la puerta estaba cerrada no habría nada que hacer y descubrirían su juego. La empujó discretamente y vio que cedía. No habían echado la llave. La suerte le sonreía.
Nada más entrar en el portal tiró los panecillos y planeó otro truco mientras subía los dos tramos de escalera hasta el piso de Rebus. Allí olía a meados de gato. Se detuvo ante la puerta de Rebus para recobrar el aliento, en parte porque no estaba en forma, pero también porque le dominaba la emoción. Hacía años que no se sentía así. Era algo sensacional, y pensó que aquel día todo le iba a salir bien. Pulsó el timbre con ganas.
Michael Rebus abrió la puerta, bostezando y con cara de sueño. Por fin se encontraban cara a cara. Stevens, con un movimiento le mostró un carné sin darle tiempo a leerlo; era el carné de un club de billar a nombre de James Stevens.
– Señor, soy el inspector Stevens. Siento haberle sacado de la cama -dijo guardando la tarjeta-. Su hermano nos previno de que seguramente estaría durmiendo, pero decidí subir, de todos modos. ¿Puedo pasar? Serán sólo un par de preguntas, señor. Seré breve.
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