Batya Gur - Asesinato en el corazón de Jerusalén

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Asesinato en el corazón de Jerusalén: краткое содержание, описание и аннотация

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El cadáver de una joven con la cara destrozada es encontrado en el desván de una casa situada en la carretera de Belén, en el barrio de Baqah de Jerusalén. El superintendente Michael Ohayon acaba de comprarse una nueva casa en ese barrio y, cuando se dirige a verla, es reclamado en el lugar del crimen. Allí le esperan un amor del pasado y un romance que nunca llegó a terminarse. Como en sus libros anteriores, Batya Gur presenta una investigación criminal compleja y cautivadora, que nos adentra en un mundo cerrado y con leyes propias. En este caso la acción transcurre en un barrio de Jerusalén en donde se condensa la realidad israelí en miniatura, una realidad cuyos resquicios Gur dibuja de forma prodigiosa al huir de ideas preconcebidas. A lo largo de la investigación, Michael Ohayon nos irá descubriendo poco a poco todo lo que se oculta tras la realidad más evidente.

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– Es una lástima que la hayáis movido -dijo Alón, e inmediatamente se mordió los labios-. Pero seguro que pensasteis que aún se podía hacer algo -no apartaba los ojos del visor de la cámara-; seguro que teníais la esperanza de poderla bajar y hacerle el boca a boca o algo así.

– No -dijo Eli-, ya no tenía nada de pulso, la nuca estaba rota, hasta yo puedo darme cuenta de algo así; pero no se puede dejar a una persona así, colgada.

Alón hizo unas cuantas fotografías más, rompiendo el silencio con el sonido de la cámara, y después bostezó.

– Vale, yo ya he terminado, podéis sacarla de aquí -dijo Alón, y los dos jóvenes con batas blancas dejaron la camilla sobre la cama.

Se oyeron unos pies arrastrándose, era Efraim Benesh, que entró en la habitación y se tapó los ojos cuando dejaron el cuerpo de su esposa en la camilla y la levantaron.

– El médico dice que murió enseguida, sin…, sin… -dijo Efraim Benesh mirando a su alrededor-. Y su hijo no está aquí, ni siquiera lo sabe. El médico me ha puesto una inyección -añadió con voz cansada, y se tumbó a un lado de la cama-. No sé qué… No sé qué hacer -dijo, poniéndose de lado y estirando las piernas-. Dios santo, ¿qué te he hecho yo para que me hagas esto? ¿Qué? -dijo, se puso en posición fetal y de repente se calló. Su cuerpo se relajó y su respiración se volvió rítmica.

– Se ha dormido -dijo Eli mirando a Michael con una expresión confusa- ¿Qué vamos a hacer? No podemos dejarle solo según está, se despertará y… ¿Hay alguien a quien podamos llamar? ¿Alguien de la familia o de…?

– No hay nadie, por lo que yo sé -dijo Michael pensando en voz alta-. No tienen relación con los vecinos y los dos trabajaban juntos, no tiene ni siquiera una secretaria.

– ¿No se dijo algo de un cuñado? ¿O una cuñada? -Eli se esforzaba por recordar-. ¿De que estuvieron en una celebración familiar? Al menos hay que informar… Ocuparse de… Voy a llamar a Tzilla -dijo al final-, ella sabrá lo que hay que hacer -y al instante marcó en el móvil que tenía en la mano.

Sin prestar atención, mientras observaba el gran cuerpo de Efraim Benesh en posición fetal y la cara tapada con los brazos, oyó las frases entrecortadas de Eli -«No tenemos ni idea…» «¿Cuánto tiempo?» «Lo más deprisa que puedas»-, y se preguntó a quién llamarían para que se quedase junto a su cama cuando necesitara vigilancia, y cuando ya no fuera necesaria, y quién se encargaría de los trámites del funeral. En su imaginación veía a su hijo Yuval tapándose la cara y llorando. Y en ese dormitorio se llenó de tristeza y de compasión por Yuval y también por sí mismo y, cuando cerró los ojos, vio el rostro de Ada.

– Le llevará unos minutos -dijo Eli-, ella ya tiene en la cabeza a quién hay que informar, pero quiere que vayas a Har Hatzofim, al hospital. Ya no tienes nada que hacer aquí. Llévate el coche, yo la esperaré aquí. Es más importante ahora que estés allí.

Al pasar delante de la casa que acababa de comprar y que tenía olvidada durante los últimos días, se le vino a la cabeza el nuevo tono de voz de Eli Bahar, un tono autoritario y tranquilo del que había desaparecido la amargura, como una pústula que ha sido pinchada y secada y ya no duele.

Si no hubiese sido por lo que le había pasado en los últimos días, tal vez habría sonreído al ver los ojos cerrados de la niña -cerrados con fuerza, con tanta fuerza que tenía una pequeña arruga entre las cejas- y sus labios metidos dentro de la boca. Estaba tumbada de espaldas, sin moverse, aunque no le cabía duda de que oía todo lo que pasaba a su alrededor; sabía que había oído protestar a su madre cuando le pidió que saliera de la habitación y también el comentario pesimista del psiquiatra -«Se puede llevar el caballo al agua, pero no se le puede obligar a beber. Es un dicho inglés, pero el sentido más o menos es ese»-, e incluso el roce de las piernas de Peter Obarian alrededor de la cama mientras murmuraba: She has really gone through hell. Cuando se quedó solo en la habitación, se sentó al borde de la cama, cerca de las piernas de Nesia, se cruzó de brazos y esperó.

Si le hubieran preguntado a qué estaba esperando, se habría encogido de hombros y habría dicho: «Un momento de inspiración». Pero la verdad es que tenía la esperanza de que esa niña, debido a su enorme curiosidad, quisiera saber quién estaba sentado en su cama, abriera los ojos y le mirara. La aguja más larga del reloj de pared dio una vuelta completa y después otra, y no sólo no abrió los ojos, sino que apretó aún más los labios y, por un instante, se mordió el labio inferior como proclamando: «Es imposible», o: «Nada va a conseguir abrirme». Michael observó esa cara pecosa y pálida que había perdido toda su carnosidad y que se veía tan herida, observó también el cabello moreno y rizado que rodeaba como una aureola la cara. Sin estar ya aprisionada por un elástico, la cara de repente aparecía fina y delicada; vio hebras doradas en esos rizos; y también vio su mano, tendida junto al cuerpo inerte, como si acabara de desprenderse de una capa de piel y se hubiese renovado. Y se dijo a sí mismo que esa crisis, por la que estaba tendida de espaldas y aislada del mundo, había producido en ella un cambio y le había conferido a su cara, y tal vez también a su cuerpo, una dulzura vulnerable que antes no tenía. Miró un libro grande que estaba encima de la cama, a su lado -Peter lo había dejado ahí antes de salir-, abrió la cubierta desgastada y leyó las onduladas letras doradas: Cuentos para niños de Shakespeare, en inglés. (Cada noche, antes de que apagaran las luces, Peter se los leía a Nesia para que recobrara la conciencia, y eso, o las canciones que le canturreaba, y sobre todo la constancia de su voz, es posible que hubiera dado resultado; lo que más doblega la voluntad de las personas que se niegan a estar en el mundo es una voz melodiosa y una dedicación en las que se perciben atención y amor.) Si Nesia hubiera sido una niña pequeña le habría contado el cuento del patito feo, pero, después de todo lo que había visto y de haber recibido tantos golpes, no necesitaba cuentos, y menos cuentos con moraleja.

– ¿Por qué no quiere abrir los ojos? -le preguntó al psiquiatra antes de que entraran en la habitación.

– No tengo suficientes datos -contestó el psiquiatra-. La madre no lo sabe explicar muy bien. Pero es una posible reacción al trauma por el que ha pasado: las personas tienen miedo de estar conscientes.

– Pero ella está consciente, al menos semiconsciente -afirmó Michael-. Hasta un idiota como yo puede darse cuenta de eso; por tanto no tiene miedo de eso.

– Sí -corroboró el psiquiatra sin ningún entusiasmo-, pero no podemos saber qué es lo que recuerda y qué es lo que le atemoriza.

Michael le miró los labios resecos -su madre le había dicho antes de salir que se los humedeciera con un bastoncillo envuelto en una gasa, pero se había distraído- y los párpados apretados, que temblaban de vez en cuando, y se preguntó cómo podría hacerla reaccionar.

– Le hemos cogido -dijo al final, en el tono en el que se le habla a las personas mayores. Nadie le había hablado así antes-; le hemos cogido y ya no podrá hacerle nada a nadie.

Le pareció ver un ligero movimiento, como un encogimiento de hombros frustrado.

– Ni siquiera sabes con quién estás hablando -dijo Michael-. Soy el superintendente Michael Ohayon, hablamos una vez en la calle y sé que te acuerdas de mí. Soy el policía que te pidió que le dijeras lo que sabías, todo lo que pudiera ayudar en la investigación, y tú no dijiste nada. Pero, de todos modos, nos has ayudado, sin hablar. La pena es que hayas tenido que arriesgarte tanto y que te hayan hecho daño -los dientes superiores taparon el labio inferior, pero salvo eso nada demostraba que le estuviera escuchando-. Quiero decirte una cosa -dijo al final-, pero primero voy a cerrar la puerta con llave, porque es algo entre nosotros, es un gran secreto y no quiero que nadie excepto tú y yo lo sepa -esto último lo dijo mientras se levantaba y, haciendo mucho ruido, se dirigía a la puerta y la cerraba. Acto seguido se dio la vuelta y pudo ver los ojos un momento antes de que los párpados volvieran a cerrarse con fuerza. Nesia respiró de forma rítmica y rápida y apretó los labios. Él volvió a sentarse en la cama más cerca de su cabeza y le habló despacio y al oído.

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