Batya Gur - Asesinato en el corazón de Jerusalén

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Asesinato en el corazón de Jerusalén: краткое содержание, описание и аннотация

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El cadáver de una joven con la cara destrozada es encontrado en el desván de una casa situada en la carretera de Belén, en el barrio de Baqah de Jerusalén. El superintendente Michael Ohayon acaba de comprarse una nueva casa en ese barrio y, cuando se dirige a verla, es reclamado en el lugar del crimen. Allí le esperan un amor del pasado y un romance que nunca llegó a terminarse. Como en sus libros anteriores, Batya Gur presenta una investigación criminal compleja y cautivadora, que nos adentra en un mundo cerrado y con leyes propias. En este caso la acción transcurre en un barrio de Jerusalén en donde se condensa la realidad israelí en miniatura, una realidad cuyos resquicios Gur dibuja de forma prodigiosa al huir de ideas preconcebidas. A lo largo de la investigación, Michael Ohayon nos irá descubriendo poco a poco todo lo que se oculta tras la realidad más evidente.

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– Llevémosle con nosotros -sentenció Michael-; llevémosle ahora con nosotros, y allí, en la casa, cuando estén los tres juntos, ya se verá… Las cosas quedarán más claras -por un instante dudo si decirle a Eli algo sobre la confesión del padre, pero, en vez de hablar, abrió la puerta y se acercó a ese hombre grande que tenía los hombros caídos-. Vamos, señor Benesh -le dijo-, vamos a llevarle a casa, tenemos noticias no del todo…

– ¿Le ha pasado algo a mi mujer? -se asustó Efraim Benesh, y se levantó de la silla con los brazos abiertos-. No se encontraba muy bien por la noche: todas estas cosas, con su tensión y su problema de corazón, no… ¿Le ha pasado algo?

– Su mujer está bien -aseguró Michael-, pero tenemos el informe del laboratorio, y la situación, me temo, no es muy buena para ustedes.

– Es la prueba genética -dijo Efraim Benesh-. Era su hijo, ¿es eso?

Michael asintió y, sin hablar, los tres se fueron por el pasillo, Eli Bahar el primero, Efraim Benesh detrás y Michael en la retaguardia, mirándole la nuca rojiza y ancha por cuyos pliegues manaban gotas de sudor. Cuando llegaron al coche, Efraim Benesh parecía haber perdido el juicio; miró el edificio como si lo viera por primera vez, luego alzó la vista hacia la cúpula de la iglesia rusa y finalmente se hundió en el asiento de atrás y lanzó un profundo suspiro.

– Dios santo -murmuró Efraim Benesh, hundiéndose aún más en el asiento, cuando Eli Bahar arrancó el Toyota y dio marcha atrás haciendo que las ruedas chirriasen.

– Las ruedas tienen poco aire -dijo Eli-, recuérdame que las infle.

Capítulo 17

– Está cerrado. A lo mejor no está en casa -dijo Efraim Benesh sorprendido, y temblándole la mano sacó un manojo de llaves del bolsillo. Tocó con temor una de las llaves y, al final, la metió en la cerradura con decisión. Michael le siguió hasta el salón y, desde allí, a la cocina y al cuarto de baño, y, al tiempo que los pasos de Eli Bahar se alejaban hacia las demás habitaciones, vio cómo se esforzaba por controlar sus movimientos. Al otro extremo de la casa, justo cuando los dos vieron su reflejo en el espejo del armario del cuarto de baño, se oyó una voz.

– Aquí hay una habitación cerrada -gritó Eli Bahar, y rápidamente volvieron por el pasillo en penumbra.

– Es nuestro dormitorio -dijo Efraim Benesh con voz temblorosa-. Nunca lo cerramos con llave -apretó una y otra vez el picaporte, intentó abrir la puerta golpeando con el hombro y gritó atemorizado-: Clara, Clara, abre, Clara, soy yo, sólo yo -de la habitación no salía ningún ruido. Eli Bahar, después de mirar a Michael, sacó del bolsillo interior del anorak una navaja suiza.

– Yo la abro -dijo Eli en tono de advertencia, y Efraim Benesh le obedeció y retrocedió-. Abierto -dijo Eli Bahar poco después, y con cuidado dejó el embellecedor de bronce de la cerradura en el suelo. Sólo entonces se apartó y dejó que Efraim Benesh entrara. Entre su cuerpo y el umbral, a la luz de la lámpara de noche de al lado de la cama, Michael vio sólo unas piernas blancas y desnudas, balanceándose en el centro de la habitación; se iluminaban con la luz amarillenta y se oscurecían al llegar con repetidos balanceos casi hasta la vieja escalera de madera que estaba puesta allí. El gran cuerpo de Efraim Benesh, que cayó hacia atrás y se desplomó en sus brazos, le impidió levantar la cabeza hacia el alto techo y hacia la sombra que se movía de un lado a otro.

Michael dejó a Efraim Benesh en la alfombra floreada y dudó si hacerle volver en sí o no.

– Sujeta las patas de la escalera, es muy endeble -le dijo Eli.

Sólo después de cargar todo el peso de su cuerpo contra la escalera, alzó la vista y, mientras Eli subía rápidamente por los peldaños chirriantes, vio el gancho de hierro clavado en el centro del techo -también en su casa nueva había uno que, si no se usaba, como decía Linda, para colgar lámparas o para secar ristras de ajos y guindillas, se usaría sin duda para colgar grandes pedazos de carne después de la matanza- y la cuerda sintética de tender la ropa atada a él, blanca y brillante, y después vio el tono amoratado del rostro de Clara Benesh y la lengua rosada que le salía de la boca.

– Ayúdame a bajarla -protestó Eli Bahar desde lo alto de la escalera, que se tambaleó cuando cortó la cuerda y cogió el cadáver en brazos-, pesa como… -resopló cuando Michael la agarró por las piernas-, pesa como un muerto… ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que la hemos llamado hasta ahora? -murmuró mientras dejaba el cadáver sobre la colcha rosa, encima de la cama. No estaba fría como otros cadáveres y, de no ser por la cara azulada y crispada, los ojos abiertos y penetrantes con expresión de pánico y el cuello roto, hasta se podría haber pensado por un instante que estaba viva. Antes de que le entrasen náuseas Michael miró hacia un lado, lo hizo incluso antes de poder imaginar, como se había imaginado otras veces en situaciones parecidas, qué aspecto tendría él si se hubiese colgado así de un gancho de hierro.

– Mira cómo lo ha ordenado todo. No ha podido ser por mi llamada de teléfono, lo tenía planeado de antes -dijo Eli Bahar, que se puso a examinar la habitación mientras Michael descolgaba el teléfono y pedía una ambulancia-. Una cosa así no se hace de repente -dijo Eli-; esto necesita preparativos -y, mientras se inclinaba otra vez sobre la cama, intentando descubrir con desesperada insistencia algún indicio de pulso en las manos y en el cuello de la señora Benesh, Michael cogió del cinturón de Eli el móvil y pidió que enviaran también el furgón del laboratorio de criminalística.

– Demasiado tarde -murmuró Eli, y dejó caer también la mano izquierda de Clara Benesh-, ha pasado una media hora desde que hablé con ella, puede que más. Al parecer justo después fue y… No parece que haya ninguna carta, ninguna nota, nada -se lamentó, mirando a su alrededor.

Michael se arrodilló al lado de Efraim Benesh y le dio unas palmadas en las mejillas.

– Señor Benesh, señor Benesh, Efraim, Efraim -dijo Michael, mientras Bahar rodeaba la cama de matrimonio e inspeccionaba la cómoda que había al lado. De un pequeño joyero que había encima cogió un collar de perlas blancas que estaba enroscado como una serpiente, con el broche de oro hacia arriba, y sólo entonces vio el libro que estaba al lado del joyero.

– No sé en qué idioma está, a lo mejor es alemán -dudó Eli, y lo hojeó-. Pero dentro tampoco hay ninguna nota -alumbrado por la luz de la lámpara de noche abrió cajones, miró debajo de la cama y, cuando Efraim Benesh abrió los ojos y miró desconcertado los de Michael, Eli ya había abierto una tras otra las chirriantes puertas del gran armario empotrado, todas ellas adornadas con un fino marco dorado.

Michael abrió las contraventanas. Una luz pálida penetró por el ventanal, que tenía los cristales manchados de gotas de barro a causa de la lluvia, y al hacerlo aclaró el vestido negro que se había puesto Clara Benesh antes de subirse a la escalera y atar la cuerda de la ropa al gancho de hierro.

– Voy a traer agua -le dijo Michael a Efraim Benesh, que aún estaba tendido sobre la alfombra a los pies de la cama de matrimonio con los flecos de satén rosa de la colcha dándole en la frente.

La cocina estaba ordenada y en silencio, como si no hubiera pasado nada; en la encimera de mármol, sobre un paño muy blanco extendido junto al fregadero, había vasos con el interior húmedo todavía: era evidente que se habían fregado hacía poco. Después de observarlos, llenó uno con agua del grifo; pero, tras pensarlo mejor, llenó otro más y llevó los dos junto con el paño húmedo al dormitorio. Allí, a los pies de la cama, se volvió a agachar, metió la punta del paño en el agua y humedeció con él las mejillas de Efraim Benesh. Como no se movía, dobló bien el paño y se lo puso en la frente, miró cómo chorreaban las gotas hacia sus grandes orejas y después hasta el suelo de cerámica blanca. Se preguntó cómo sería el suelo original y de inmediato intentó apartar ese pensamiento de su cabeza, sin conseguirlo; entonces oyó la voz de Efraim Benesh, que se había llevado la mano a la frente:

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