Karim comprendió que la trampa también había funcionado para él catorce años más tarde. Sus aspiraciones de ser un poli brillante se habían venido abajo. Si había podido remontar en pocas horas la pista de Fabienne y de Judith era, simplemente, porque había seguido un camino señalado. Un camino que ya había servido para engañar a Caillois y Sertys padres en 1982.
Judith continuó, como si hubiera leído en sus pensamientos:
– Mamá os engañó a todos. ¡A todos! Nunca fue una fanática de la religión… Jamás creyó en los diablos… Nunca quiso exorcizar mi rostro. Si escogió a una monja para recuperar las fotos, fue para que encontraran antes su pista, ¿comprendes? Fingía borrar nuestras huellas pero, en realidad, creaba un surco profundo, evidente, para que los asesinos nos siguieran hasta nuestra puesta en escena final… Por eso también involucró en el golpe a Crozier, que era tan discreto como un acorazado en un jardín inglés…
Karim vio de nuevo cada indicio, cada detalle que le había permitido remontar la pista de las dos mujeres. El médico destrozado por los remordimientos, el fotógrafo corrupto, el sacerdote borrachín, la monja, el comefuegos, el viejo de la autopista… Todos aquellos personajes eran las «piedrecitas» de Fabienne Hérault. La senda que debía llevar a Caillois y Sertys padres al falso accidente.
Y que habían guiado a Karim, en pocas horas, hasta la estación de servicio de la autopista, punto final del destino de Judith.
Karim intentó rebelarse contra la manipulación:
– Caillois y Sertys no siguieron vuestras huellas. Nadie me ha hablado de ellos durante mi investigación.
– ¡Eran más discretos que tú! Pero siguieron nuestra pista. Y de buena nos libramos, créeme. Porque, cuando montamos el accidente, Caillois y Sertys nos habían localizado y se disponían a matarnos.
– ¡El accidente! ¿Cómo lo hicisteis?
– Mamá tardó más de un mes en prepararlo. Sobre todo lo de estrellar el coche contra el muro y salir indemne…
– Pero… ¿el… el cuerpo? ¿Quién era?
Judith emitió una pequeña risa sardónica. Karim pensó en las barras de hierro ensangrentadas, en los bidones de gasolina, en los charcos de hemoglobina. Comprendió que Fanny sólo debió de apoyar a su hermana en la venganza, pero que el verdadero verdugo fue ella, Judith. Una demente. Una loca de atar que también debía de haber intentado matar a Niémans en el puente de cemento.
– Mamá leía todos los diarios de la región: los sucesos, los accidentes, las notas necrológicas… Indagaba en los hospitales, los cementerios. Necesitaba un cuerpo que correspondiera a mi estatura y a mi edad. La semana anterior al accidente exhumó a un niño enterrado a ciento cincuenta kilómetros de nuestra casa. Un niño pequeño. Era perfecto. Mamá ya había decidido declarar oficialmente mi muerte con el nombre de «Jude», para poner fin a su estrategia de la mentira. Y de todos modos, iba a destrozar completamente el cuerpo. El niño sería irreconocible. Incluso su sexo.
Prorrumpió en una risa absurda, ahogada por sollozos, y luego continuó:
– Karim, es preciso que lo sepas… Del viernes al domingo vivimos con el cuerpo en la casa. Un muchachito muerto en un accidente de bicicleta, ya bastante estropeado. Lo metimos en una bañera llena de hielo. Y esperamos.
Una pregunta cruzó la mente de Karim.
– ¿Os ayudó Crozier?
– En todo. El estaba poseído por la belleza de mamá. Y presentía que todo ese truco macabro era por nuestro bien. Entonces esperamos durante dos días. En nuestra casita de piedra. Mamá tocaba el piano. Tocaba, tocaba… Siempre la sonata de Chopin. Como para borrar la pesadilla…
»Yo empezaba a perder la cabeza a causa de ese cuerpo que se pudría en la bañera. Las lentes de contacto me hacían daño en los ojos. Las teclas del piano se me hundían en la cabeza como clavos. Me estallaba el cerebro, Karim… Tenía miedo, tanto miedo… Y después, vino la última prueba…
– ¿La… última prueba?
Judith, resplandeciente de bucles y de frescura, tendió brutalmente el índice con un gesto obsceno. Un índice coronado por una venda.
– La prueba de la falange. Tú tienes que saber esto, pequeño poli: para obtener las huellas digitales, los policías utilizan siempre el índice de la mano derecha. Mamá seccionó mi falange y la montó sobre el dedo del cadáver ayudándose con un eje metálico, hundiéndolo en la carne. Era sólo una cicatriz más en una mano cubierta de sangre y herida por todas partes. Mamá la había cortado expresamente… Sabía que este detalle pasaría desapercibido entre el conjunto de heridas… Y esa prueba de las huellas era capital, Karim. No para los polis, el testimonio de mamá era prueba suficiente. Pero sí para los otros, los diablos, que quizá poseían mis huellas o las de Fanny, y que iban a comparar con sus propias fichas… Mamá me anestesió y operó con un cuchillo afilado. Yo… no sentí nada…
El policía tuvo una inspiración. La mano vendada que sostenía su Glock, bajo la lluvia.
– Aquella noche, ¿eras tú?
– Sí, pequeña esfinge -rió ella-. Había venido para sacrificar a Sophie Caillois, esa putilla, locamente enamorada de su tipo y que nunca se atrevió a denunciarlo a él y a los demás. Debí matarte… -Unas lágrimas salpicaron sus párpados-. Si lo hubiera hecho, Fanny aún estaría viva… Pero no pude, no pude…
Judith hizo una pausa, parpadeando bajo su casco de ciclista. Después continuó su precipitado cuchicheo:
– Enseguida, después del accidente, me reuní con Fanny en Guernon. Había pedido permiso a sus padres para vivir en régimen de internado, en el último piso de la escuela Lamartine… Sólo teníamos once años, pero pudimos vivir juntas desde el principio… Yo vivía en la buhardilla. Ya era una superdotada en alpinismo… Me reunía con mi hermana por las viguetas, por las ventanas… Una verdadera araña… Y nunca me vio nadie…
»Pasaron los años. Nos sustituíamos en todas las situaciones, en la clase, en familia, con los compañeros, las compañeras. Compartíamos la comida, nos cambiábamos los días. Vivíamos exactamente la misma vida, pero alternándonos. Fanny era la intelectual: ella me inició en los libros, en las ciencias, en la geología. Yo le enseñaba alpinismo, la montaña, los ríos. Entre las dos componíamos un personaje increíble… Una especie de dragón con dos cabezas.
»A veces mamá venía a vernos a la montaña. Nos traía provisiones. No nos hablaba nunca de nuestros orígenes, ni de los dos años vividos en Sarzac. Pensaba que esta impostura era para nosotras la única forma de vivir felices. Pero yo no había olvidado el pasado. Llevaba siempre conmigo una cuerda de piano. Y escuchaba siempre la sonata en si bemol. La sonata del pequeño cadáver en la bañera… A veces era presa de furores salvajes… Sólo apretando la cuerda de piano, me hacía profundos cortes en los dedos. Entonces me acordaba de todo. De mi miedo, en Sarzac, cuando interpretaba el papel de muchachito, de los domingos, cerca de Sète, cuando aprendí a escupir fuego, de la última noche, cuando me cortaron el dedo.
»Mamá nunca quiso darme el nombre de los asesinos, aquellos malvados que nos perseguían y que habían atropellado a mi padre. Yo le daba miedo, incluso a ella… Creo que había comprendido que un día u otro mataría a aquellos asesinos… Mi venganza sólo esperaba una pequeña chispa… Sólo lamento que esta historia de las fichas haya aparecido tan tarde, cuando los viejos Sertys y Caillois ya estaban muertos…
Judith se calló y apretó más firmemente su arma. Karim permaneció silencioso, y este silencio fue una interrogación. De repente, la joven gritó:
– ¿Qué más quieres que te diga? ¿Que Caillois lo confesó todo, suplicándonos? ¿Que la chaladura ya se remontaba a generaciones? ¿Que ellos mismos continuaban cambiando los bebés? ¿Que planeaban casarnos, a mí y a Fanny con uno de esa raza fina y podrida de la facultad? Éramos sus criaturas, Karim…
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