– Es aquí. Estoy seguro de que es aquí.
Karim siguió buscando con los ojos y luego enfocó las canalizaciones de la calefacción y avanzó junto a los tubos fijados en la pared, escuchando el continuo sonido sibilante de la caldera. Saltó sobre las pesas, las pelotas de cuero y llegó a un amasijo de barras engrasadas, apoyadas oblicuamente contra las alfombras de espuma colocadas a lo largo de la pared. Sin tomarse la molestia de ser discreto, hizo caer las barras y arrancó las alfombras. La «barrera» disimulaba la puerta de la habitación de la caldera.
Disparó una sola bala al orificio dentado que servía de cerradura. La puerta saltó de sus goznes, salpicando astillas y filamentos de hierro. El poli la derribó a patadas.
En el interior, oscuridad.
Asomó la cabeza y la sacó enseguida, lívido. Los dos hombres entraron esta vez en un solo movimiento.
El olor ácido les saltó a la cara. Sangre.
Sangre en las paredes, en los tubos de fundición, en los discos de bronce posados en el suelo. Sangre por el suelo, absorbida por puñados de talco, convertida en charcos granulosos y negruzcos. Sangre en las paredes abombadas de la caldera.
Los dos hombres no tenían ganas de vomitar; su espíritu estaba como separado del cuerpo, suspendido en una especie de espanto alucinado. Se acercaron, barriendo el menor detalle con la linterna. Enmarañadas en torno a los tubos, brillaban cuerdas de piano. En el suelo había bidones de gasolina, tapados con trapos sanguinolentos. Unas barras de pesas exhibían filamentos de carne seca, costras marrones. Cutters rayados estaban aglutinados en los charcos petrificados de hemoglobina.
A medida que avanzaban por el pequeño cuarto, los haces de luz de las linternas temblequeaban, traicionando el miedo que agitaba sus miembros. Niémans se fijó en unos objetos coloreados bajo un banco. Se arrodilló. Neveras portátiles. Atrajo una hacia él y la abrió. Sin pronunciar una palabra, iluminó el fondo para Karim.
Ojos.
Gelatinosos y blanquecinos, destellando un rocío cristalizado, en un nido de hielo.
Niémans tiraba ya de otra nevera, que esta vez contenía manos crispadas, de reflejos azulados. Las uñas estaban manchadas de sangre, las muñecas marcadas por cortes. El comisario retrocedió. Karim encogió los hombros y gimió.
Los dos sabían que ya no se hallaban en un cuarto de calderas. Acababan de penetrar en el cerebro de la asesina. En su antro soberano, allí donde había juzgado oportuno sacrificar a los asesinos de bebés.
La voz de Karim, de pronto demasiado aguda, murmuró:
– Se ha largado. Lejos de Guernon.
– No -replicó Niémans, levantándose-. Le falta Sophie Caillois. Es la última de la lista. Caillois acaba de llegar al puesto central. Estoy seguro de que va a enterarse, o de que ya lo sabe, e irá hacia allí.
– ¿Con los controles de carretera? Ya no podrá dar un paso más sin ser descubierta y…
Karim se detuvo en seco. Los dos hombres se miraron, con las caras iluminadas desde abajo por las linternas. Sus labios murmuraron al unísono:
– El río.
Todo se desarrolló en las inmediaciones del campus. Allí mismo, donde se había encontrado el cuerpo de Caillois. Allí donde el río se amansaba en un pequeño lago antes de reemprender su curso hacia el pueblo.
Los dos policías llegaron a toda velocidad, derrapando en los declives de césped. Tomaron aquel cuya última curva daba acceso a la orilla. De improviso, cuando Karim seguía el largo muro de piedra, vieron en el fulgor de los faros una silueta vestida con un impermeable negro, con reflejos tornasolados, rematado por una pequeña mochila. El rostro se volvió y se petrificó en el resplandor blanquecino. Karim reconoció el casco y el pasamontañas. La mujer desató una embarcación roja, ya hinchada en forma de salchicha, y la acercó tirando de la cuerda, como habría hecho con una montura indisciplinada.
Niémans murmuró:
– No dispares. No te acerques. La arrestaré yo solo.
Antes de que Karim pudiera contestar el comisario se había apeado y salvado los últimos metros de la pendiente. El joven teniente frenó a tope, cerró el contacto y fijó la mirada. A la claridad de los faros, vio al poli correr a zancadas, gritando:
– ¡Fanny!
La mujer puso un pie en el esquife. Niémans la atrapó por el cuello del impermeable y la atrajo hacia sí en un solo movimiento. Karim estaba petrificado, como hipnotizado por aquellas dos siluetas mezcladas en un ballet incomprensible.
Los vio enlazarse; por lo menos, es lo que le pareció.
Vio a la mujer echar la cabeza hacia atrás y arquearse exageradamente. Vio a Niémans ponerse tieso, encorvarse y desenfundar. Un chorro de sangre salió de sus labios y Karim comprendió que la mujer acababa de abrirle las entrañas de un navajazo. Percibió el ruido de las detonaciones ahogadas, la MR 73 de Niémans que aniquilaba a su presa, mientras los dos seres aún se mantenían abrazados en un beso mortal.
– ¡No!
El grito de Karim se ahogó en su garganta. Corrió empuñando el arma hacia la pareja que se tambaleaba a la orilla del lago. Quiso gritar otra vez. Quiso acelerar, remontar el tiempo. Pero no pudo impedir lo inevitable: Pierre Niémans y la mujer cayeron en las rumorosas aguas grises.
Cuando llegó a la orilla del lago sólo pudo vislumbrar a los dos cuerpos arrastrados por la débil corriente hacia la lejanía. Formas flexibles, sueltas, los cadáveres abrazados pasaron pronto de largo las rocas y desaparecieron en el río que se perdía hacia el pueblo.
El joven policía permaneció inmóvil, despavorido, escudriñando el curso del agua, escuchando el burbujeo de la espuma que murmuraba detrás de las rocas, más allá del lago. Pero sintió de repente, como una pesadilla que no acabaría jamás, la hoja de un bisturí que le pinchaba la garganta y estaba a punto de cortarle la carne.
Una mano furtiva le pasó por debajo del brazo y se apoderó de su Glock, que se había deslizado en el cinturón.
– Estoy contenta de volver a verte, Karim.
La voz era dulce. La dulzura de pequeñas piedras puestas en círculo sobre una sepultura. Lentamente, Karim se volvió. En el aire átono reconoció enseguida el rostro ovalado, el cutis oscuro, los ojos claros, enturbiados por las lágrimas.
Sabía que estaba ante Judith Hérault, el doble perfecto de la mujer a quien Niémans había llamado «Fanny». La niña que tanto había buscado.
La niña convertida en mujer.
Y aunque pareciera imposible, muy viva.
– Éramos dos, Karim. Siempre fuimos dos.
El poli tuvo que intentarlo varias veces antes de poder hablar. Murmuró al fin:
– Cuéntame, Judith. Cuéntamelo todo. Si debo morir, quiero saberlo.
La joven no dejaba de llorar, rodeando con las dos manos la Glock de Karim. Llevaba un impermeable negro, un traje de buceo y un casco oscuro, vitrificado y provisto de rendijas, como una mano de laca puesta sobre su cabellera ondeante.
Levantó súbitamente la voz, con precipitación:
– En Sarzac, cuando mamá comprendió que los diablos habían vuelto a encontrarnos, comprendió también que nunca lograríamos escapar de ellos… Que los diablos nos irían siempre a la zaga y que acabarían matándome… Entonces tuvo una idea genial… Se dijo que el único escondite adonde nunca irían a buscarme era a la sombra de mi hermana gemela, Fanny Ferreira… En el mismo centro de su vida… Se dijo que mi hermana y yo debíamos vivir una sola existencia, pero a dúo, sin que nadie lo supiera.
– ¿Los otros padres estaban… conchabados?
Judith, entre sus lágrimas, estalló en una risa ligera.
– Pues claro que no, tonto… Fanny y yo habíamos tenido tiempo de conocernos en la pequeña escuela Lamartine… Ya no queríamos separarnos… Pero luego mi hermanita estuvo de acuerdo… Viviríamos las dos la vida de una sola, en el secreto más absoluto. Sin embargo, primero teníamos que deshacernos de los asesinos, para siempre. Era preciso persuadirles de que yo había muerto. Mamá lo dispuso todo para hacerles creer que intentábamos huir de Sarzac… cuando en realidad no hacía otra cosa que guiarlos hacia su trampa: el accidente de automóvil…
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