– ¿Qué ha descubierto?
– Las fichas oficiales eran falsas. Étienne Caillois había imitado la escritura y cambiado cada vez un detalle en relación con el original.
– ¿Qué detalle?
– Siempre el mismo: el peso del niño, el peso a su nacimiento. A fin de que la cifra correspondiera a las otras páginas del historial, aquellas donde las enfermeras habían anotado el resultado de los pesos de los días siguientes.
– No lo comprendo.
Niémans se inclinó; habló en un tono sordo:
– Sígueme bien, Karim. Étienne Caillois falsificaba las primeras fichas para disimular un hecho inexplicable: en estos documentos, el peso del recién nacido no correspondía nunca con su peso de la mañana siguiente. Los niños ganaban o perdían varios centenares de gramos en una sola noche.
»Fui a la maternidad y me informé por boca de un especialista en obstetricia. Me enteré de que era imposible que los bebés evolucionaran con tanta rapidez. Entonces comprendí la evidencia: no era el peso lo que cambiaba en una noche, sino el niño. Es esta verdad asombrosa lo que Caillois padre trataba de disimular. Él, o más bien su cómplice, Sertys padre, enfermero de noche en el CHRU de Guernon, cambiaba los niños en la sala de la maternidad.
– Pero… ¿por qué motivo?
Niémans hizo una mueca que suplió a una sonrisa. El aguacero, transportado por el viento, le picoteaba la cara como un látigo de clavos. Su voz se gastaba por la dureza de sus certidumbres.
– Para regenerar una comunidad agotada, para insuflar sangre nueva, potente, vigorosa, en las filas de los intelectuales. La técnica de los Caillois y de los Sertys era sencilla: reemplazaban a ciertos bebés, salidos de familias universitarias, por niños de las montañas, seleccionados de acuerdo con el perfil físico de sus padres. De esta manera, cuerpos sanos y animosos se integraban de golpe en la sociedad intelectual de Guernon. La sangre nueva se diluía en la sangre vieja, en el único lugar donde universitarios inaccesibles cruzaban su camino con oscuros aldeanos: la maternidad. Una maternidad por la que pasaban todos los bebés de la región y que permitía ese tráfico.
»Ese era el sentido de las misteriosas palabras del cuaderno de Sertys: "Somos los amos de los ríos de color púrpura". Estos términos no designaban un libro o un sistema hidrográfico, sino la sangre de los habitantes de Guernon. Las venas de los niños del valle. Los Caillois y los Sertys dominan, de padre a hijo, la sangre de su pueblo. Practican la manipulación genética más sencilla que existe: la permuta de los bebés.
»Entonces adiviné que los Caillois y los Sertys perseguían un objetivo más preciso: no sólo querían regenerar la sangre preciosa de los profesores, sino también crear seres perfectos, superhombres. Seres tan bellos como los que sudaban en las fotografías de los Juegos Olímpicos de Berlín. Seres más inteligentes que los investigadores más célebres de Guernon.
»Comprendí que esos chiflados querían unir los cerebros de Guernon y los cuerpos de los pueblos de la montaña, aunar las capacidades cerebrales de los profesores y las aptitudes físicas de los autóctonos: cristaleros o criadores. Si estaba en lo cierto, habían consolidado su sistema hasta el punto de organizar no sólo los nacimientos, sino también las uniones y los matrimonios entre los niños elegidos.
Karim asimilaba una por una estas informaciones, que parecían encontrar resonancias en el fondo de su silencio. El soliloquio enfebrecido de Niémans continuó:
– ¿Cómo organizar estos encuentros? ¿Cómo programar estos matrimonios? He reflexionado sobre los empleos de los Caillois y los Sertys, sobre el escaso poder que les conferían sus trabajos. Sabía que a través de sus papeles oscuros y modestos habían podido lograr su gran proyecto. Recuerda esas frases grabadas en el cuaderno: «Somos los amos. Somos los esclavos. Estamos por doquier, no estamos en ninguna parte». Estos términos dan a entender que, pese a su posición humilde, e incluso gracias a ella, estos hombres habían dominado el destino de toda una región. Eran sirvientes. Pero también eran amos.
»De este modo, los Sertys sólo eran enfermeros auxiliares oscuros, pero incidían en la existencia de los niños de la región, cambiando a los bebés. Y los Caillois, gracias a su trabajo, organizaban la segunda parte del programa: el matrimonio. ¿Pero cómo? ¿Cómo conseguían organizar esas uniones?
»Me acordé de los registros personales de los Caillois en la biblioteca. Había verificado en su interior los libros consultados. También habíamos estudiado los nombres de los chicos que habían leído esos libros. Sólo había una cosa que no habíamos examinado: los emplazamientos de los lectores, las pequeñas cabinas acristaladas donde leían los chicos. He irrumpido en la biblioteca y comparado las listas de estos lugares con las fichas de nacimiento falsificadas. Esto se remontaba a los años, treinta, cuarenta, cincuenta, pero todo encajaba, incluso el nombre.
»Los niños intercambiados siempre eran colocados, durante sus estudios, en la sala de lectura, frente a la misma persona: una persona del sexo opuesto, salida de las familias más brillantes del campus. Entonces lo comprobé en la alcaldía. No salía bien todas las veces, pero la mayor parte de estas parejas, que se habían conocido en la biblioteca, detrás de los cristales de las cabinas, se habían casado posteriormente.
»Así pues, había acertado. Los "amos", después de cambiar las identidades, organizaban con esmero los encuentros. Colocaban frente a los niños cambiados -los niños de la montaña- a los muchachos de espíritu notable, progenitura real de los profesores. Así conseguían una fusión superior, uniendo los "niños-cuerpo" con los "niños-cerebro". Y el proceso funcionó, Karim. Los campeones de la facultad no son otros que los hijos de esas parejas programadas.
Abdouf no hizo ningún comentario. Sus pensamientos parecían cristalizar, tan penetrantes como las espinas de alerce que se mezclaban con la lluvia.
Niémans prosiguió:
– He integrado estos elementos y poco a poco he reconstruido el rompecabezas. He comprendido que en este instante caminaba, precisamente, sobre la pista del asesino, que la anécdota de las fichas reencontradas que había sido objeto de artículos en los periódicos regionales había prendido fuego en su cerebro. Como yo, debió de comparar los dos grupos de documentos. Seguramente ya abrigaba una duda sobre los orígenes de los «campeones» de Guernon. Seguramente, él mismo es unos de esos campeones. Una de las criaturas de los chiflados.
»Entonces adivinó el principio de la conspiración. Siguió el hilo del ladrón de fichas, Rémy Caillois, y descubrió los vínculos secretos existentes entre él, Sertys y Chernecé… En mi opinión, este último era un eslabón añadido, un médico chalado que, mientras cuidaba a niños ciegos, había descubierto la verdad y preferido unirse a los manipuladores en lugar de denunciarlos. En suma, nuestro asesino los ha localizado y optado por sacrificarlos. Torturó a la primera víctima, Rémy Caillois, y conoció toda la historia. Después se ha contentado con mutilar y matar a los otros dos cómplices.
Karim se enderezó. Todo el torso le trepidaba dentro de la chaqueta de cuero.
– ¿Simplemente porque cambiaron los bebés?, ¿y favorecieron unos matrimonios?
– Hay un último hecho que ignoras: los montañeses de los pueblos circundantes registran una gran mortalidad entre sus recién nacidos. Un fenómeno inexplicable, tanto más cuanto que se trata de familias de buena salud. Ahora adivino la razón de esta mortalidad. Los Sertys no sólo intercambiaban los bebés, sino que asfixiaban a los recién nacidos que hacían pasar por hijos de los montañeses, en realidad hijos de intelectuales de menos envergadura. De esta manera se aseguraban de que las parejas de las alturas, privadas de progenitura, engendrarían nuevos bebés y les procurarían más sangre nueva para inyectar en el valle, entre las filas de los intelectuales. Esos hombres eran fanáticos, Karim. Enfermos, homicidas, de padres a hijos, dispuestos a todo para dar origen a su raza superior.
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