Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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»La profesora va a la maternidad y explica su caso. Es acogida con frialdad y suspicacia. Fabienne es una mujer de carácter, no de la clase que se deja intimidar por cualquiera. Insulta a los médicos, los trata de ladrones de niños y promete volver. Sin duda alguna, René Sertys asiste a la escena y capta el peligro. Pero Fabienne ya está lejos: ha decidido visitar a la familia de los profesores, los presuntos padres de su segunda hija, los usurpadores. Parte en bicicleta, con Judith, en dirección al campus.

»Pero de repente surge el terror. Cuando anochece, un automóvil intenta atropellarlas. Fabienne y su hija ruedan por la carretera, hasta el borde del precipicio. La profesora, disimulada en un barranco, con su hija en los brazos, vislumbra a los asesinos. Unos hombres, salidos de un vehículo, empuñando un fusil. Escondida, asustada, Fabienne no lo comprende. ¿Por qué este súbito estallido de violencia?

»Los pistoleros acaban por marcharse, pensando sin duda que las dos mujeres han muerto en el fondo del precipicio. La misma noche, Fabienne se reúne con su marido en Taverlay, donde él todavía reside durante la semana. Le explica toda la historia. Concluye que es absolutamente necesario prevenir a los gendarmes. Sylvain no comparte la decisión de su esposa. Quiere saldar él mismo sus cuentas con los malhechores que han intentado matar a su mujer y a su hija.

»Se apodera de un fusil, monta en su bicicleta y baja otra vez al valle. Allí encuentra a los pistoleros mucho antes de lo que habría deseado. Porque los asesinos siguen merodeando, se cruzan con él en una carretera departamental y le embisten con su cacharro. Lo atropellan varias veces y luego huyen. Mientras tanto, Fabienne se ha refugiado en la iglesia de Taverlay. Espera a Sylvain durante toda la noche. Al amanecer le dicen que su marido ha muerto bajo las ruedas de un conductor desconocido. La profesora comprende entonces que sus hijas han sido víctimas de una manipulación y que los hombres que han eliminado a su marido la matarán si no huye inmediatamente.

»Para ella y su hija, la fuga ha comenzado.

»Ya conoce la continuación. La huida de la mujer y su hijita a Sarzac, a más de trescientos kilómetros de Guernon. Su nueva carrera, cuando Étienne Caillois y René Sertys vuelven a encontrar su pista, los esfuerzos de Fabienne para exorcizar el rostro de su hija, persuadida de que es víctima de una maldición, y después el accidente de coche que costará finalmente la vida a Judith.

»Desde esta época, la madre vive en la oración. Siempre había oscilado entre varias hipótesis. Pero la principal era que los padres adoptivos de su segunda hija, personalidades poderosas y diabólicas de la facultad, habían tramado toda esta historia para reemplazar a su hija muerta y estaban dispuestos a eliminarlas, a ella y a Judith, simplemente para no perturbar su propia realidad. La mujer no captó nunca la verdad: la naturaleza de la manipulación real. Ni la de los conspiradores, que buscaron a las dos mujeres por toda Francia, temiendo que revelasen su terrible maquinación y que el rostro de la niña sirviera como cuerpo del delito.

»Ahora, Niémans, nuestras dos investigaciones se juntan como los dos raíles de la muerte. Su hipótesis corrobora la mía. Sí: el asesino repasó este verano las fichas robadas. Sí: siguió a Caillois, y después a Sertys y Chernecé. Sí: descubrió la manipulación y decidió vengarse de la manera más sangrienta. Y este asesino no es otro que la hermana gemela de Judith.

»Una gemela homocigótica que actúa como lo habría hecho Judith, porque ahora conoce la verdad sobre su propio origen. Por eso utiliza una cuerda de piano, para recordar los talentos de su verdadera madre. Por eso sacrifica a los manipuladores en las alturas rocosas, allí mismo donde su propio padre arrancaba los cristales. Por eso sus huellas digitales han podido confundirse con las de la propia Judith… Buscamos a su hermana de sangre, Niémans.

– ¿Quién es? -estalló Niémans-. ¿Bajo qué nombre ha crecido?

– No lo sé. La madre se ha negado a dármelo. Pero poseo su rostro.

– ¿Su rostro?

– La fotografía de Judith a la edad de once años. El rostro de la asesina, ya que son perfectamente idénticas. Creo que con este retrato podremos…

Niémans temblaba.

– Enséñamelo. Deprisa.

Karim sacó la fotografía y se la alargó.

– Es ella la que mata, comisario. Venga a su hermana desaparecida. Venga a su padre asesinado. Venga a los bebés asfixiados, a las familias manipuladas, a todas esas generaciones engañadas desde… Niémans, ¿se encuentra mal?

La foto tremolaba entre los dedos del comisario, que observaba la cara de la niña y apretaba los dientes hasta hacerlos rechinar. De pronto, Karim comprendió y se inclinó hacia él. Le agarró por el hombro.

– Dios mío, ¿la conoce? ¿Es eso, la conoce?

Niémans dejó caer la fotografía en el barro. Parecía ir a la deriva hacia los confines de la demencia pura. Su voz resonó, igual que una cuerda rota:

– Viva. Debemos capturarla viva.

59

Los dos polis caminaron bajo la lluvia. Ya no hablaban, respiraban apenas. Franquearon varios controles policiales; los centinelas del amanecer les lanzaban miradas suspicaces. Ninguno de los dos expresó la idea de formar un destacamento en este momento. Niémans estaba fuera de servicio, Karim no se encontraba en su territorio. Y no obstante, era su investigación. Suya, exclusivamente suya.

Se acercaron al campus. Pisaron las avenidas de asfalto, las superficies de hierba brillante, y entonces se detuvieron y subieron al último piso del edificio principal. De una sola carrera llegaron hasta el final del pasillo y llamaron a la puerta, pegados a cada lado del marco. No hubo respuesta. Hicieron saltar los cerrojos y entraron en el apartamento.

Niémans apuntaba su fusil Remington, cargado, que había recuperado en el puesto central. Karim empuñaba su Glock, que cruzaba contra su muñeca, con la linterna. Convergencia de haces, muerte y luz.

Nadie.

Iniciaban un registro rápido cuando sonó el busca de Niémans. Debía llamar a Marc Costes con urgencia. El comisario telefoneó inmediatamente. Sus manos seguían temblando, furiosos dolores le roían el vientre. Resonó la voz del joven médico:

– Niémans, estoy con Barnes. Justo para decirle que hemos encontrado a Sophie Caillois.

– ¿Viva?

– Viva, sí. Huía hacia Suiza con el tren de…

– ¿Ha declarado algo?

– Dice que es la próxima víctima. Y que conoce al asesino.

– ¿Ha dado su nombre?

– Sólo quiere hablar con usted, comisario.

– Mantenedla bajo una fuerte vigilancia. Que nadie le hable. Ni se le acerque. Estaré en el puesto dentro de una hora.

– ¿Dentro de una hora? Usted sigue una pista…

– Hasta luego.

– ¡Espere! ¿Está Abdouf con usted?

Niémans lanzó el móvil al joven teniente y continuó el apresurado registro. Karim se concentró en la voz del médico:

– Tengo la tonalidad de la cuerda de piano -dijo el médico forense.

– ¿Si bemol?

– ¿Cómo lo sabes?

Karim no respondió y colgó. Miró a Niémans, que le observaba desde detrás de las gafas salpicadas de lluvia.

– No encontraremos nada aquí -dijo este último, yendo hacia la puerta-. Corramos al gimnasio. Es su guarida.

La puerta del gimnasio, un edificio aislado en un extremo del campus, no resistió ni un segundo. Los dos hombres entraron y se desplegaron en círculo. Karim seguía empuñando la Glock por encima del haz de su linterna. Niémans también había fijado la linterna a su fusil, en el eje exacto del cañón.

Nadie.

Cruzaron las alfombras del suelo, pasaron bajo las barras paralelas, escrutaron las alturas negras donde se balanceaban aros y cuerdas de nudos. El silencio era un caparazón taciturno. Olía a sudor rancio y caucho viejo. La sombra, cuajada de formas simétricas, módulos de madera, articulaciones de metal. Niémans tropezó con un trampolín y Karim se volvió al instante. Tensión. Mirada fugaz. Cada policía podía sentir la angustia del otro. Chispas como si se frotara sílex. Niémans musitó:

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