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Roland Merullo: Requiem Para Rusia

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Roland Merullo Requiem Para Rusia

Requiem Para Rusia: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta conmovedora novela capta lúcidamente el tenso momento histórico de Rusia en las dos semanas previas al fracasado golpe de derecha, de agosto de 1991, entrelazado con los amores y desamores de sus personajes. En una trama minuciosamente urdida recibimos la más vívida imagen de una nación inmersa en los pesares e incertidumbres de la rebelión, junto con la recreación de la vida cotidiana de una ciudad minera rusa con su mundo de policías, burócratas e idealistas en pleno proceso de transición. En ese momento y circunstancias confluyen las vidas de Anton Gzeich, diplomático de los servicios secretos estadounidenses, y de Sergei Propenko, burócrata profesional soviético, ambos a cargo de un programa de ayuda del gobierno de Estados Unidos, para paliar el hambre en esa ciudad tan distante de Moscú, aislada y pobre, donde comparten las angustias de la mediana edad y los vaivenes de sus almas de individuos atrapados en los conflictos entre su carrera y sus ideales.

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Propenko apretaba las manos entre las rodillas como si fueran a volar y salir por la ventana si las soltaba, como si un brazo pudiera arrancarse de un lado, y el otro brazo del otro, con virtiéndolo en dos mitades destrozadas y sangrantes.

– Tengo que verlo -dijo-. No puedo volver a casa y mirar en la cara a Lydia. Raisa y Marya Petrovna sin verlo a él antes.

– Tonterías… -le dijo Bessarovich-. Tonterías de hombre. Todo lo que quieren es que vuelva a casa. Ahí es donde debería estar ya en vez de gritando y forcejeando en una celda de la cárcel. Ahora debe estar en su casa.

Cerró los ojos un instante y trató de volver al tranquilo centro de sí mismo, el lugar al que había llegado después de la mitad de una vida de obediencia ciega, y una hora o dos de gritar y protestar en la celda. Si pudiera hablarle a Bessarovich desde ese lugar estaba seguro de que no se lo negaría.

– Tengo el resto de mi vida para estar en casa, Lyudmila -dijo, omitiendo el patronímico, y sintiendo que eso la traspasaba-. Le estoy pidiendo una cosa: Antes de que él muera quiero ver la cara del hombre que mandó violar a mi hija. Eso es todo.

Bessarovich revolvió el terrón duro de azúcar en el fondo de su vaso y tomó un pequeño sorbo. Propenko se dio cuenta de que estaba haciendo sus cálculos, sopesando riesgos y ganancias, tratando de librarse de una astilla de duda. Sintió como había sentido en el balcón con Mikhail Lvovich, que la rueda de la ruleta estaba girando, que había tratos y posibilidades girando delante de él, demasiado rápido para verlos. Después de lo que pareció un tiempo muy largo, minutos y minutos, Bessarovich miró hacia arriba.

– No volé a Vostok para decir esto, Sergei -dijo-. Puede creerlo o no, como guste, pero de todos modos voy a decirlo. Lvovich se ha ido ahora, para siempre. Víctor es tan leal como un cachorro y listo a su manera. Pero Víctor ha hecho un lío terrible con todo últimamente y él lo sabe, y ha perdido algo de mi confianza. Con la excepción de unas pocas personas en el Comité de Huelga (gente que no tienen su educación y su experiencia), la ciudad carece por completo ahora de líderes confiables. En Moscú la guardia está a punto de cambiar. En Vostok necesitamos hacer dos o tres nombramientos clave, y usted va a ser uno de los dos o tres.

Propenko le dirigió una mirada feroz, con todo el odio en su cara, y por un instante el disfraz de Bessarovich pareció deslizarse. Durante ese instante pudo haber sido cualquier otra mujer soviética asustada, cualquier otra Vera o Lyuba amontonada en la fila delante de la panadería en la calle Vostochni, agobiada por las bolsas de compra, con las piernas gruesas plantadas como si hubiese surgido de la vereda.

– No tengo interés en su asqueroso nombramiento -dijo él-. Es lo que menos me interesa.

– Claro que no. A nadie le interesaría ahora. Como le dije, no había pensado decírselo esta noche, pero por otra parte, hasta unos pocos segundos, no estaba ni siquiera tomando en cuenta la posibilidad de permitir que se acercara a Nikolai. No estoy hablando de cargos temporarios con un programa de víveres norteamericanos, Sergei. Y no estoy hablando del Consejo de Comercio e Industria. Estas son designaciones en el más alto nivel, la gente que rehará esta ciudad. Estoy dispuesta a pensar en dejarle ver a Malov, sólo verlo, si usted me da su palabra de simplemente tomar en cuenta lo que le estoy ofreciendo aquí. No me gustaría que trepara a esas alturas con sangre en las manos, eso es todo.

– No estoy trepando a ninguna parte -dijo Propenko. pero Bessarovich pareció estar mirando dentro de él, un lugar que él todavía no alcanzaba a ver.

Al cabo de un momento la cara de ella se suavizó levemente.

– Siento mucho lo de Lydia -dijo-, pero por lo que me dicen los mineros, no es de las personas que se dejan vencer por algo así, y tampoco lo es usted.

Propenko dejó que el halago le pasara por encima. En la cara empolvada que tenía delante, no veía nada menos que un reflejo de este país. Un espejo cambiante tras el otro, máscara sobre máscara, trucos, juegos y maniobras. Había dos opciones: o se sentaba en su casa y fortificaba las paredes alrededor de su kremlin doméstico y trataba de mantenerse puro; o elegía su partido, para mejor o peor, y vadeaba en la sangre y la suciedad. El había intentado la opción pura y doméstica. Solo lo había llevado a esta pequeña rendición.

Asintió. Bessarovich pareció sonreír sin mover los labios.

– Está en la mina Nevsky -dijo-. Víctor está esperando afuera para llevarlo allá, si es que está decidido. En la mina pregunte por Yevgeni Vasilievich. Los llamaré y les diré que le avisen a Nikolai que usted va a verlo, de modo que lo espere durante una media hora más o menos.

Propenko pasó delante de los guardaespaldas, siguió por el vestíbulo posterior y salió a la noche.

Sobre la puerta posterior del edificio había una luz. y en el pequeño estacionamiento de tierra alcanzó a ver a Vzyatin sentado al volante de un Volga sin chapa, fumando. Vzyatin oyó que se cenaba la puerta del edificio, y salió, con los hombros caídos, el brazo izquierdo colgando al costado como si no pudiera levantarlo, toda la confianza se había evaporado de su cara. Propenko caminó hacia él y vio manchas de sangre en su camisa, y un serio cansancio en la mirada. Vzyatin parecía desinflado.

– Los asaltantes están bajo custodia, Sergei -le dijo, y Propenko comprendió que esto era lo más cerca que el Jefe podría llegar a estar de pedir perdón.

– El norteamericano dio una descripción, y tuvo a todos los hombres de la milicia siguiendo su rastro en menos de cuatro minutos. Cada detective, cada informante y ex convicto, cada borracho de cualquier parte que me debiera algún favor en los últimos veinte años, fue llamado en menos de media hora. Alentamos a la GAI, la milicia del oblast, la Unidad Criminal Especial. Para cuando mis hombres se detuvieron en el Prospekt Revoliutsii, los asaltantes ya estaban bajo custodia. Los agarraron en un camión en el puesto GAI en Vostok Oeste.

Propenko movió la cabeza dándole su pequeña absolución, pero Vzyatin parecía inconsolable, de luto por su reputación manchada, quizá, o por su reino perdido.

– Oleg me engañó -prosiguió-. Mi chófer durante catorce años. Lo he tenido en mi casa mil veces. Le he llevado regalos de cumpleaños a su hija. Lo acompañé toda la noche en el hospital cuando murió su mujer.

Propenko volvió a asentir. Ahora no necesitaba información. Ni siquiera necesitaba que Vzyatin se disculpara. Su cuerpo no escuchaba.

– Malov estuvo detrás de esto.

– Lo sé.

– El norteamericano trató de protegerla. Casi lo mataron en la iglesia. Malov intentó encontrarlo en el hotel para terminar el trabajo -pero encontramos a Malov antes.

Propenko no tenía qué decir.

– Te llevaré a tu casa -dijo Vzyatin, tirando el cigarrillo en el césped. Aparentemente había acabado de pedir disculpas; la autoridad de siempre empezaba a retornar a su voz.

Propenko sacudió la cabeza. Miraba a Vzyatin y veía un hombre casado, de cuarenta y cinco años, borracho, besando a la hija de su amigo en el sendero oscuro detrás del hotel en Sochi.

– Entra. Te llevaré a tu casa. He pasado allí la mitad de la noche.

– No voy a casa. Voy a ver a Malov. Se supone que tú me llevas.

– No puedo hacer eso. Sergei.

Propenko se preguntó por un instante si lo habían engañado.

– Bessarovich acaba de llamar a la mina para decirles que voy para allá. Me dijo que tú me llevarías. Entra y pregúntale.

Vzyatin sacudía la cabeza con tristeza y resolución.

– No es lo que necesitas -dijo-. Créeme, Seryozha. Estuve en la prisión más temprano. Estuve con los hombres que… eso no responde a nada, créeme.

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