Roland Merullo - Requiem Para Rusia

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Esta conmovedora novela capta lúcidamente el tenso momento histórico de Rusia en las dos semanas previas al fracasado golpe de derecha, de agosto de 1991, entrelazado con los amores y desamores de sus personajes.
En una trama minuciosamente urdida recibimos la más vívida imagen de una nación inmersa en los pesares e incertidumbres de la rebelión, junto con la recreación de la vida cotidiana de una ciudad minera rusa con su mundo de policías, burócratas e idealistas en pleno proceso de transición.
En ese momento y circunstancias confluyen las vidas de Anton Gzeich, diplomático de los servicios secretos estadounidenses, y de Sergei Propenko, burócrata profesional soviético, ambos a cargo de un programa de ayuda del gobierno de Estados Unidos, para paliar el hambre en esa ciudad tan distante de Moscú, aislada y pobre, donde comparten las angustias de la mediana edad y los vaivenes de sus almas de individuos atrapados en los conflictos entre su carrera y sus ideales.

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36

Fue un sueño narcótico, un lento deslizarse azul a través de mares indoloros. En el sueño, él y Julie a la medianoche paseaban sobre los adoquines de la Plaza Roja, deslizándose entre la multitud de turistas y peregrinos soviéticos, tomados del brazo. Los reflectores iluminaban el mausoleo y la pared del Kremlin, y el martillo y la hoz amenazaban desde el edificio del Consejo de Ministros

– La guardia está a punto de cambiar-le susurró Julie al oído, y mientras se aproximaban al mausoleo, empezaron a sonar las campanas de la Torre Spassky. siete notas en tono menor en una escala descendente, insoportablemente triste Oyeron bolas que golpeaban el pavimento con energía, y vieron la guardia de élite del mausoleo que emergía de la base de la torre y entraba a paso de ganso en la noche, un trío de ángeles de la noche perfectos. Julie se apretó fuertemente contra él, y Czesich estaba a punto de decir lo que había estado tratando de decirle durante tantos años, cuando la droga perdió efecto, el sueño se disolvió, y se apartó de ella flotando hacia el dolor. La habitación en la que se despertó era institucional y oscura y sin comodidades. Por un momento pensó que estaba en una cárcel.

Empezó a sentir su cuerpo de nuevo: los huesos largos de sus brazos y piernas, su estómago, mandíbula y frente. Eructó y un rocío de bilis de cereza le tocó el paladar. Si daba vuelta la cabeza con muchísimo cuidado, a izquierda y derecha, descubría formas en la oscuridad, camas vacías, el alféizar de una ventana, una pared de cemento como picada de viruela. Ahora sabía dónde estaba, sabía lo que revivir el tiempo perdido revelaría, y el dolor que eso le causó se extendió más atrás de sus ojos, del hueso a los tejidos y al hueso. Había tenido la cara de un hombre de la milicia muy cerca, pidiéndole una descripción de los asaltantes de Lydia. y recordaba haberse esforzado para formar las palabras rusas y empujarlas para que salieran de sus labios. Lydia y él habían sido cargados uno al lado del otro en una ambulancia anticuada con el humo que salía del escape y se filtraba dentro de la ambulancia por el suelo. Había tratado de hablarle, pero el dolor le molía los huesos de la cara y el cuello, y todo lo que podía hacer era rechinar los dientes y tenerle su muñeca fría y esperar que se acabara.

Parpadeó y una lágrima le cayó sobre la mejilla. Más partes de su cuerpo se despertaron: pantorrilla, rodillas, caderas, pero el dolor pareció haber alcanzado el límite, un toque de tambor en las sienes, el cuello y detrás de los ojos, casi soportable.

Se desvaneció, luego volvió. En el corredor se oyeron zapatillas soñolientas que se arrastraban, y ahora le pareció que alguna autoridad le había dado permiso para moverse. Flexionó los dedos del pie. Levantó las rodillas muy despacio, hizo el esfuerzo de acercarse al borde de la cama y allí descansó, de costado, empapado en sudor. Con la palma izquierda sobre el colchón cerca de la cara, se alzó hasta alcanzar la posición sentada y cerró los ojos para defenderse del martilleo, las estrellas y la necesidad de vomitar. Cuando el mundo recobró la tranquilidad de nuevo, puso firmes los brazos, respiró hondo y empujó para levantarse

Las rodillas le temblaban. Sentía náuseas, pero pensaba con bastante claridad. El pensamiento más claro era: "Sal de aquí."

Alguien había guardado su ropa cuidadosamente en una caja de cartón que estaba sobre una silla cerca de la cama. Podía verla, cada pliegue atraía un rayo de luz de la calle, y al cabo de un rato se liberó de la ropa del hospital y empezó a vestirse al ritmo de un hombre de noventa años. Lo asaltaron visiones. Lydia en el suelo de la iglesia con la cara contraída, y un brazo que se sacudía Un hombre de uniforme gris que le gritaba "Uno solamente. Aunque sea sólo uno, ¡por Dios! “!Describa uno de ellos!" Czesich trató de concentrarse. Lo habían traído aquí y lo habían drogado, lo habían pinchado con una aguja mientras estaba en la camilla manchado con la sangre de alguien. Ahora tenía que superar el efecto de la droga, hacer desaparecer esas visiones, enderezar sus pensamientos en una línea recta que lo sacara de este lugar.

Vio otras cinco camas en sombras, todas vacías. Una habitación privada para el Amerikanetz . Pero no había televisor, ningún monitor emitiendo señales, ninguna enfermera hablando con voz chillona por corredores luminosos y limpios Era una prisión para infecciosos, un lugar donde se está enfermo solo, un lugar para morir Todas sus fibras querían salir de ahí.

Temblando, encontró una jarra de vidrio en la repisa al lado de la cama y orinó en ella tan silenciosamente como pudo. Ahora la cabeza le dolía más. su rodilla derecha estaba hinchada y latía pero, al mismo tiempo, todo tenía una cierta vaguedad, un amortiguador entre él y los bordes filosos de la noche, un pequeño charco de energía. Inspeccionó el cielo desde su ventana, el negro de la medianoche Si este era algo parecido a otros hospitales soviéticos que había visto, tenía por lo menos una posibilidad de salir directamente por la puerta principal sin que lo molestaran. En la calle, agitaría un billete de veinte dólares ante cualquier vehículo que pasara. Iría hasta el hotel, llamaría a Propenko, llamaría a la embajada, se escondería en sus habitaciones obstruyendo las puertas hasta que llegara Julie.

La otra opción era esperar aquí a que la milicia o la KGB vinieran a buscarlo, lo que no era una opción en absoluto. Con la posible excepción de Propenko y su familia, ya no confiaba en nadie. No podía arriesgarse a ningún tipo de custodia.

Le faltaba el reloj; no estaba en su muñeca ni en las repisas al lado de la cama. Revisó los bolsillos de sus pantalones, los dólares y los rublos estaban intactos, luego se puso de pie y comenzó a recorrer la sala.

Afuera, justo al lado de la puerta, un sargento de la milicia, repantigado en una silla, dormía profundamente, con las manos apoyadas beatíficamente sobre el vientre. Czesich oía el pulso que latía en sus sienes, y se quedó allí un minuto debatiendo qué hacer, luego tomó una decisión y se deslizó sin hacer ruido por el pasillo en dirección opuesta. Llegó hasta el cartel que señalaba la salida sin ser detectado, giró a la izquierda, pasó por una ruidosa puerta metálica y llegó a una escalera, escuchó, y luego descendió, escalón a escalón.

Se veía luz bajo la puerta que estaba donde empezaba la escalera. Oyó que adentro un teléfono sonaba como si fuera a seguir eternamente, y luego de pronto enmudeció. Muy suavemente empujó la puerta y se encontró en un vestíbulo donde una lámpara amarilla iluminaba las paredes, y el guardián estaba sentado roncando en una silla detrás del mostrador. Al lado de la entrada había otra silla vacía. Habían atravesado una barra de madera en la puerta, y entre sus pies y el exterior negro había un gran espacio cubierto con linóleo. La poca luz reinante lo hería. Miró al guardián que dormía, respiró hondo, y avanzó. Mirando de soslayo y deslizándose sin hacer ruido, un pie tras el otro, arrastrando los cordones de los zapatos, había cubierto casi la totalidad del recorrido cuando oyó, detrás de él:

– ¿Y esto qué es?

El guardián se acercó contoneándose, bajo, uniformado, una especie de roedor concienzudo.

– ¿Y esto qué es? -preguntó por segunda vez. Había tomado posición entre Czesich y la puerta, y estaba muy cerca, sacando su pecho de rata.

Czesich se sentía mareado por el esfuerzo, por los reavivados restos de la droga, y por un instante no estuvo del todo seguro de donde terminaba la pesadilla y dónde comenzaba la noche.

– ¿Eh? -dijo el guardián.

Czesich buscó una estrategia. Los estímulos eran vagos, los reflejos estaban amortiguados. Todo lo que pudo decir fue:

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