En la habitación no había bancos, nada mullido o cómodo. De un modo enteramente desprovisto de pretensiones, Lydia se arrodilló en el piso trente al altar e inclinó la cabeza, y durante unos minutos Czesich sólo la miró, tratando, como con los mineros frente a la Sede del Partido, de absorber su enseñanza. Lo que vio no fue un halo, en ella había algo viviendo que en él había perecido hacía mucho tiempo, y que sólo tenía que ver con la juventud en parte. Hacía tiempo que había entregado algo de sí mismo a cambio de no sentirse nunca engañado, asustado o herido, y ahora quería reescribir el contrato. Quería sentir dolor y alegría reales, sin filtrar, y un amor real y maduro; y aunque no podía llegar a ponerse de rodillas, cerró los ojos, inclinó la cabeza e hizo un ruego a su Dios-que-quizás-exista.
Haz, rogó, que deje de correr.
Dijo una o dos palabras por Julie, Marie, Angelina y Michael, y entonces algo, un cuerpo que se movía atravesando la luz o un zapato que pisaba el suelo de cierta manera, le pareció fuera de lugar. Levantó los ojos, y en ese único y frío segundo, tres cuerpos se movieron demasiado rápido. La misma velocidad tenía algo de profesional, siniestro y cínico. Vio que Lydia volvía la cabeza hacia la derecha y empezaba a levantarse antes de que los tres hombres estuvieran encima de ella. Por un instante, Czesich se quedó congelado donde estaba. Algo en los hombres hacía imposible moverse o hablar. Debió haber gritado o corrido a la puerta para llamar a la milicia, agarrado el candelabro más próximo, pero durante ese instante su cuerpo insistió en meterse dentro de sí mismo, apretándose, encogiéndose. Vio una mano que apretaba el cuello blanco de Lydia, oyó lo que sonó como un cuchillo que provenía de ella, vio su espalda doblada en un ángulo terrible, imposible y las rodillas que cedían. Se forzó a ir adelante, atenazado por el miedo. Uno de sus brazos, terriblemente pesado y lento, se lanzó adelante y golpeó el hombro de uno de los asaltantes de Lydia. Los ojos del hombre se volvieron hacia él con un destello de dolor y sorpresa, y Czesich volvió a lanzar el brazo y le dio cerca cerca de la boca, y luego algo muy duro lo golpeó en un costado de su propia cabeza El suelo pareció levantarse de golpe, contra su hombro y la mejilla. Un grito le estalló de adentro Se esforzó para apoyarse en una rodilla, ponerse de pie y dar un paso más hacia Lydia -ahora la tenían dos hombres, los senos pálidos se veían a través de la blusa desgarrada- antes de que la piedra diera contra su cabeza de nuevo y el mundo se volviera negro y silencioso.
Una eternidad después como en un horrible sueño vio una araña que caminaba por el mundo en una luz que era puro dolor. Parecía imposible que la criatura pudiera levantar sus miembros a través de una agonía como esa, las articulaciones se doblaban sueltas, el cuerpo en lo alto iluminado por este tormento feroz.
Se dio cuenta de que alguien gimoteaba detrás de él. vio un hombre de uniforme gris que cruzaba la habitación y se acercaba rápidamente hacia él. con las botas golpeando, golpeando.
Medio borracho y feliz, y bebiendo vino de arándano a un ritmo indicado para mantenerlo en ese estado. Propenko estaba sentado solo en el porche del frente de la dacha y miraba fijamjente a través del camino de tierra hollado. Tolkachev se había ido a visitar a otros amigos. Marya Petrovna y Raisa estaban en la cocina, preparando una cena espléndida. Por encima de los abetos, al otro lado de la calle se veía un cielo de fines de agosto, perfectamente azul salvo por una nube de polvo a lo lejos y hacia el sudeste, en dirección a la ruta. El olor a cerdo asado llegaba flotando desde la ventana situada atrás suyo, y oyó el rítmico tut… tut de la hoja del cuchillo que golpeaba la tabla de cortar, y se preguntó si la nube de polvo significaba que Lydia vendría a cenar con ellos.
Los ruidos de la cocina cambiaron -ahora tapas de cacerolas que batían, platos que chocaban al sacarlos del aparador- y a Propenko le recordaron a su madre. Más aún que su fiel mando. Lyudmila Propenko había hecho una religión del marxismo-leninismo: lideraba los equipos de limpieza voluntarios de los sábados, asistía a las reuniones del partido como si se tratara de servicios religiosos, amamantó a sus hijos con los mitos de la Revolución Mundial, y la amante coexistencia de las Minorías Soviéticas. Para ella, Lenin realmente había nacido para sacar a la humanidad del pantano del interés egoísta y de la subyugación. Era para ella, lo que Isus Khristos era para Lydia y Marya Petrovna, un punto en la Historia después del cual el diario equilibrio de tristeza y alegría debió haber cambiado. (Qué habría dicho ahora, con los azeris y armenios masacrándose entre ellos, y la Revolución Socialista Internacional corriendo a toda velocidad hacia atrás, y su nieta paseando con un norteamericano, celebrando la caída del pope comunista local? Cuál sería su tristeza al ver que su puro paraíso rojo se ponía moteado como todo lo demás? ¿Qué forma tomaría su réquiem ruso?
Se sirvió otro vaso de vino y volvió a inspeccionar la nube de polvo. Los hombres de Vzyatin permanecían en su puesto, aparcados cerca del frente del patio, y cuando la nube de polvo se enroscó más cerca, el hombre que estaba al lado del copiloto, un capitán, abrió la puerta y salió. El capitán miraba atentamente el camino, más allá del punto donde Propenko tenía la visual obstruida por árboles, y al cabo de un momento sacó el seguro de su pistolera, escudriñó dentro de las sombras, y avanzó como correspondía
El Volga color melocotón del Consejo apareció dando saltos, Anatoly al volante, su pasajero invisible por el reflejo del parabrisas
– ¿Quién está ahí?-llamó Raisa desde adentro.
– Anatoly -respondió Propenko-. Ha venido a festejar
Se puso de pie, se sacudió un leve mareo de bebida, y observó cómo el Volga patinó al detenerse en una capa de polvo. Anatoly salió, dijo una palabra al capitán de milicia, luego miró hacia arriba, al porche, y a Propenko le pareció raro que no sonriera ni saludara. La puerta del pasajero se abrió, la cara y los hombros de Leonid aparecieron por encima del techo, y en su cara también había algo frío. Un saludo se heló en la garganta de Propenko. Le pareció que no podía mover las piernas.
Anatoly y Leonid subieron por el camino y los escalones como en cámara lenta, como si caminaran en un líquido. Cuando Leonid estuvo por fin el porche, cerca, dijo:
– ¿Dónde está Raisa? -como si hasta el último instante hubiese querido decir otra cosa.
– Adentro -le dijo Propenko, y por algún motivo agregó-: Cocinando. -Miró a Anatoly a los ojos, mundos de un azul helado, levemente apartados, y le pareció que le oía decir:
– Sergei, atacaron a Lydia.
Propenko estaba tratando de ponerse sobrio de golpe, pero los engranajes no funcionaban. Una parte de él se negaba a entender; otra parte entendió en cuanto vio la cara de Anatoly. Aunque todavía le parecía que no podía moverlas, sus piernas habían empezado a temblar, y tuvo conciencia de que sus manos se le cerraban con fuerza y de la voz de Raisa a través de la puerta de alambre:
– ¿Sergei?
A Leonid le temblaba el mentón.
– Primero la llevaron al hospital -dijo-. Ahora ya la llevaron a su casa.
Detrás de la puerta, Raisa hizo un ruido como de alguien que ha recibido un puntapié en el estómago.
– ¿Vive? -Propenko oyó que preguntaba Vio que Leonid asentía con la cabeza.
Media cabeza más bajo que Propenko, Leonid ahora parecía hundirse aún más. Tenía los hombros y los músculos de las mejillas caídos Propenko esperaba que dijera lo que todavía no había dicho, y estaba impreso bien grande en su cara aflojada, pero parecía que Leonid hubiera perdido toda su energía. Parecía estar a punto de marchitarse por completo. La puerta se abrió, y las tablas se movieron bajo el paso de Raisa y Propenko sintió la mano en el brazo. Anatoly se acercó, como para estar listo si ella se caía, y Leonid consiguió decir.
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