Roland Merullo - Requiem Para Rusia

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Esta conmovedora novela capta lúcidamente el tenso momento histórico de Rusia en las dos semanas previas al fracasado golpe de derecha, de agosto de 1991, entrelazado con los amores y desamores de sus personajes.
En una trama minuciosamente urdida recibimos la más vívida imagen de una nación inmersa en los pesares e incertidumbres de la rebelión, junto con la recreación de la vida cotidiana de una ciudad minera rusa con su mundo de policías, burócratas e idealistas en pleno proceso de transición.
En ese momento y circunstancias confluyen las vidas de Anton Gzeich, diplomático de los servicios secretos estadounidenses, y de Sergei Propenko, burócrata profesional soviético, ambos a cargo de un programa de ayuda del gobierno de Estados Unidos, para paliar el hambre en esa ciudad tan distante de Moscú, aislada y pobre, donde comparten las angustias de la mediana edad y los vaivenes de sus almas de individuos atrapados en los conflictos entre su carrera y sus ideales.

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– ¿Pero por qué lo haría?

– Porque no cree en cosas como la Gente del Tercer Paso -dijo la abuela-. Por eso.

– Creerá en ellas -dijo Lydia-. Muy pronto.

Propenko asintió con la cabeza y vio como oscilaba la mesa. Por lo menos ella no había dicho: "Creerá en nosotros".

Apretado contra su mujer en la pequeña cama a un lado del cuarto de estar, Propenko se concentró en los ruidos de la calle: frenos de ómnibus, claxon de automóviles y el resonar de los troles contra sus cables. No pensaba de una manera completamente sobria, y no estaba seguro de lo que esperaba oír afuera: sirenas militares, anuncios irradiados por altavoces del ejército, cantos de manifestantes que marchaban contra la Sede del Partido. Mañana podían despertarse y encontrar que los mineros y los Boinas Negros luchaban en las calles. O las cosas seguirían más o menos como durante los últimos cuatro o cinco años: comida que apenas alcanzaba, un lugar donde ir a trabajar, un hogar al que volver, un futuro brumoso.

El vodka lo ayudó a pensar sobre la entrevista de esa tarde con más calma. Por lo menos parecía posible que Bessarovich estuviese interesada en saber qué tramaba Malov, para que Vzyatin, Leonid y algunos otros generales se unieran y elevaran algún tipo de protesta.

Aparentemente los mineros lo habían inspirado.

Raisa estaba recostada y le daba la espalda, y le pareció que dormía hasta que sentenció:

– Me siento como si hubieran violado nuestra casa.

El no sabía qué quería decir, pero movió sus dedos, que reposaban sobre el vientre de ella, para demostrar que estaba despierto. Ahora, cuando estaban solos, a veces se volvía poética. Le recordaba los primeros años en Makeyevka cuando, con Marya Petrovna, habían compartido dos habitaciones en una casa cubierta de hollín. Breznhev acababa de ascender al trono del Kremlin y estaba cerrando rápidamente todas las puertas que Khruschev había abierto, y él y Raisa se veían como jóvenes liberales, si bien su liberalismo no iba más allá de susurrar estrofas de Tsvetayeva y Mandelshtam en su cama fría. Lydia nació mientras vivían en esa casa, y poco después él había comenzado su lento ascenso en el Consejo de Comercio e Industria. Pese a las relaciones que tenía allí y a tener una hija, la había llevado varios años subir en la lista para apartamentos, y varios años más antes de que pudieran comprar un auto. Ahora contemplaba esos años bajo una luz más clara. El y Raisa habían hecho el camino de radicales imaginarios a obedientes servidores del Estado sin la menor resistencia. Se habían vuelto cómodos y tranquilos.

– Mucha charla sobre perestroika y glasnost pero no ha cambiado nada.

– ¿Sólo por un encuentro con Malov?

– No sólo eso, Sergei, todo. Kabanov. Nada en las noticias locales sobre una huelga en nuestra propia ciudad. El crimen. Ahora Lydia va a tener que pasar por lo que yo pasé, lo siento en mi cuerpo.

Esto, pensó Propenko era el meollo del asunto. La piedra en el corazón de su matrimonio. Por un instante le pareció que su único deber como esposo y padre había sido siempre evitar que la miserable historia de la familia de Raisa se repitiera, protegerlas a ella y a Lydia del más antiguo de los destinos soviéticos. Las palabras de Raisa le sonaron a amenaza: si fallaba en esto, fallaba del todo.

Trató de pensar alguna manera para calmarla.

– Nikolai sólo trata de llamarme al orden -dijo casualmente, como si Malov lo hubiese acusado de usar demasiados lápices o de olvidarse de cerrar la puerta de su oficina con llave-. Siempre ocurre lo mismo cuando alguien del Consejo empieza a trabajar con un occidental. Todos se ponen en contra de él y tratan de asustarlo un poquito. Lo hacen hasta cuando uno trabaja con gente de países socialistas. ¿Recuerdas cuando empecé a trabajar con búlgaros?

– No creo que seas tú, Sergei. Es Lydia. Es la iglesia y su padre Alexis. El se reúne con los mineros, está involucrado con este grupo del Tercer Paso, va a Moscú en misiones misteriosas.

– Tiene setenta y cinco años, Raisa. Lo vi una vez. Parece un gorrión.

– Pero Kabanov le tiene miedo, a él y a los mineros. La huelga lo va a empeorar. Ya tiene los que hacen huelga de hambre en el césped delante de su oficina, ahora va a tener a los mineros, a los estudiantes y la prensa extranjera. ¿Y si mandan a los Boinas Negras y Lydia está ahí en una manifestación? ¿Y si las minas de todo el país hacen huelga, y las fábricas empiezan a cerrar, y la KGB piensa que todo empezó en Vostok, en la iglesia?

Propenko no contestó. Raisa tenía la habilidad de tomar sus temores más vagos y volverlos concretos con pocas palabras; de imaginar el peor final para cada situación.

– Nunca podrías haber sido boxeador -dijo, borracho.

– ¿Qué quieres decir?

– Te das por vencida antes de empezar.

Ella se dio la vuelta y lo enfrentó:

– Tengo razones para darme por vencida.

– Lo sé.

– No crecí con un padre que tenía una dacha, que era un favorito de los personajes importantes del partido, que…

El le apoyó una mano en la cadera y la hizo callar. Raisa parecía estar llorando por dentro.

– Esta no es la década del cincuenta -repuso Propenko.

– Lo es en Vostok. En la mente de Kabanov todavía estamos en eso.

La apretó contra su pecho y dejó que temblara contra él, que se sacara algo de su furia y su miedo, pero se sintió alejado. El padre de ella estaba de nuevo en la cama con ellos. Malov y Mikhail Lvovic estaban en la habitación contigua. Stalin estaba en algún lugar del vestíbulo. En realidad las paredes de su hogar habían sido violadas, mucho, mucho tiempo atrás.

10

Czesich abrió los ojos a una luz taimada, sarcástica, vengativa que se deslizaba entre las cortinas como una daga. Le dio la espalda y se quedó inmóvil, parpadeando, respirando y oliendo las sábanas recién lavadas.

Llevó a cabo su inserción en el mundo, una vez más por etapas, cada una separada de la siguiente por una pausa. Se sentó, se quedó quieto y se puso de pie con las puntas de los dedos contra la pared para mantenerse en equilibrio. Arrastró los pies hasta la puerta del comedor y se detuvo de nuevo, mirando la mesita de cafe con sus flores mustias y la botella de vodka medio vacía. Cruzó la habitación hasta el refrigerador, y cuando abrió la puerta pegajosa de un golpe, los martillazos que sentía en la cabeza parecieron resonar allí entre las provisiones de comida que había comprado para Vostok, salchichón, queso, pickles, aceitunas, cosas que ya no podía soñar con meterse en la boca. Tomó una lata de Heineken, apretó el metal frío contra la nariz un instante, luego abrió la tapa y se obligó a beber. Se estremeció. Sintió asco. Volvió a beber, apretando fuerte los dientes y apoyando la lengua contra el paladar.

Está bien, pensó, cerveza para el desayuno. Ya soy un verdadero ruso.

La bañera estaba equipada con una manguera con una boquilla que pendía, no había ducha. Se sentó adentro, con la intención de lavarse con agua helada, pero cuando le cayeron encima las primeras gotas, rápidamente desvió la boquilla y subió la temperatura del agua. Se enjabonó y se enjuagó como si se sacara de encima una piel a medio caer, luego se arrodilló y abrió el agua fría por sólo un segundo, como penitencia.

Se aproximó a la ventana donde había estado antes de salir a encontrarse con Julie el viernes por la tarde. El día era brillante. Alcanzaba a ver el Kremlin, San Basilio y los taxis que atravesaban a toda velocidad el puente, donde Mathias Rust había bajado con su Cessna hacía cuatro años. Ese vuelo había sido un acto demencial, una victoria del riesgo individual sobre la cautela colectiva. Czesich no podía recordarlo sin sonreír.

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