– Ja-ja-ja-ja, bueno, eres más estricto que yo. Seryozha. Yo siempre le doy una oportunidad al criminal para que se explique.
Propenko se preguntó cuántas explicaciones podía haber para una mujer medio desnuda, sangrante, que pedía auxilio.
– Especialmente en asuntos sexuales. Con la hembra nunca se sabe. -La mano de Malov aleteó hacia la ventana en un gesto de imprevisibilidad.- Como estás casado, felizmente casado, las comprendes mejor que un soltero como yo, pero para mí siempre hay un elemento de actuación. Un algo detrás del algo. ¿No estás de acuerdo ?
– Yo le habría disparado -repitió Propenko y, por una vez, le hizo bajar los ojos a Malov-. ¿La trajiste de vuelta a la ciudad?
– La llevé hasta el muelle de Zima. Estaba muy conmocionada. En el muelle fui a buscar un teléfono y se escapó.
– ¿Conocía al hombre?
Malov sacudió la cabeza.
– La encontró frente a la fábrica de tractores, de algún modo la convenció de ir al río y procedió a forzarla de esa manera.
Propenko lo seguía observando. La historia era absurda, Malov afuera en el barco en la niebla espesa, la mujer que se mete en un auto con alguien que no conoce… pero no era la historia lo que retenía su atención; era el que la contaba, el algo detrás del algo.
– ¿Viste como era él?
– Sí -dijo Malov con tristeza. Se echó atrás en la silla, con la taza en la mano y miró a Propenko por encima del borde-. Era parecido -Malov tomó un sorbo y se enjuagó la boca con café antes de tragarlo- a ti.
Propenko forzó una sonrisa. Ahora estaba frío y sonriente. Sus manos querían moverse.
– Te cuento esto para tu propia protección, Seryozha -dijo Malov, después de dejar que Propenko sufriera unos segundos-. Yo sé que no eras tú, claro, pero la descripción de la mujer concuerda contigo perfectamente, y el hombre manejaba un Lada rojo
Propenko oyó la voz de Raisa. Oyó a Marya Petrovna diciendo chekisti. Vio Ladas rojos pasando de largo al lado del oficial.
– Sólo trato de advertirte con tiempo, por si la encuentran y sale algo de esto a la luz.
Sonó el teléfono, pero Malov no hizo ningún gesto para atenderlo. Propenko terminó el café y se pasó un dedo por los labios. Ahora le resultaba más difícil dominar su furia; estaba mezclada con otras cosas. El teléfono volvió a sonar, fuerte y molesto en la pequeña oficina. Malov pareció dispuesto a no tomarlo en cuenta, de modo que Propenko tampoco se preocupó. Trató de hablar en tono casual, entre las llamadas enervantes.
– Desgraciadamente, Nikolai… no tengo un aspecto tan inusual.
– No es cierto -dijo Malov con cordialidad-. Muy al contrario. Un hombre de dos metros de altura y de la talla de un peso pesado olímpico…
_ Se volvió hacia el teléfono con expresión de disgusto y llevó el auricular a su oído bueno.
Propenko miró fijamente por encima del escritorio y sintió un cambio dentro de si, una pequeña alteración de perspectiva. La oreja derecha de su interrogador había sido golpeada en el cuadrilátero hasta perder la forma, y mirarla le hizo pensar en un Nikolai Malov más joven, un peso medio talentoso y agresivo, algo inseguro e incómodo fuera del gimnasio. Habían compartido la habitación durante el torneo de Alma Ata en 1966. El había acabado ganando una medalla de plata en la categoría de pesos pesados, pero Malov, el otro olímpico en potencia de Vostok, había sido eliminado en las semifinales, golpeado casi hasta la muerte en el último round por un granjero de Uzbeki que no lo pudo derribar. Después de la pelea de Malov caminaron de regreso al hotel. Propenko compró dos botellas de cerveza, un poco de pan y salchichón en el Buffet del piso, y se sentaron juntos en la habitación fría y estrecha. Comieron y bebieron sin decir nada. Propenko tenía el ojo izquierdo hinchado y estaba exhausto, pero había llegado a la final y estaba ansioso por llamar a Raisa, entonces su novia, y darle la noticia. Algo en el estado de ánimo de Malov lo mantenía sentado. En medio de la comida Malov dejó de comer abruptamente, dejó su botella sobre la mesita de café y fue hasta la ventana. Propenko sabía que en casa de Malov lo esperaba un padre, una mediocridad egotista y sufriente, que había volcado todos sus sueños inflados en la carrera boxística de su hijo. Malov miraba hacia el oeste por la ventana oscura del hotel en dirección a su hogar, mientras se tocaba con cuidado la oreja reventada e intentaba taparla con algo de cabello. Propenko oyó que decía algo por lo bajo. Se acercó a Malov y vio una lágrima en su ojo izquierdo, que se alargó y cayó, recorrió el pómulo y llegó a la comisura de la boca. Malov pareció ignorar su presencia.
– Ya no tengo ningún futuro -decía-. Ningún futuro.
Ahora Propenko examinaba la oreja desgarrada, que se había convertido una imagen del futuro de los dos, y vio que los músculos de la mandíbula se contraían debajo de esa oreja. La cara pequeña, angulosa, de ojos azules, se había vuelto rosada, y Propenko supuso que eso quería decir que el mundo lo frustraba otra vez, rehusaba adaptarse a sus gustos excesivamente estrechos
– ¡Increíble! -Malov escupió dentro del teléfono.- Increíble. -Los dedos se veían blancos sobre el auricular. Escuchó unos segundos más, luego hizo una serie de preguntas con voz de mando:- ¿A qué hora?… ¿Cuántos?… ¿Por orden de quién?
Propenko supuso que se trataba de uno de esos casos criminales sórdidos sobre los que a veces consultaban a Malov (otro rapto imaginario, quizás; otro alborotador imaginario asesinado al lado de una iglesia), pero Malov bufó con perversidad, lanzó un juramento, cortó bruscamente, y cuando levantó la mirada pareció haber olvidado la historia de la violación por completo. La mejilla derecha tenfa contracciones, el barniz de refinamiento había desaparecido, y un yo más verdadero y crudo estaba a plena vista.
– Los mineros de mierda acaban de votar por la huelga -dijo entre dientes.
Cuando Propenko abrió la puerta del apartamento, encontró a sus mujeres en un estado de ánimo extrañamente festivo. Raisa había preparado bollos siberianos para cena, y la madre había pasado el día recorriendo los mercados y tiendas, hasta que logró encontrar repollo y queso que pagó con el resto de sus bonos de racionamiento. Lydia contribuyó con una barra de chocolate (otro golpe) y parecía animada y desafiante. Camino a su casa Propenko se había detenido a comprar vodka. Se sentaron alrededor de la mesa de la cocina con la televisión zumbando como fondo, y Lydia empezó a hablar de la huelga.
– Esto va a ser el final de Mikhail Lvovich -anunció.
La abuela asintió con la cabeza tantas veces que pareció que no iba a acabar nunca. Propenko y Raisa se miraron, incapaces las dos de imaginar el final de Lvovich. Hacía años ya que Gorbachov venía socavando al Primer Secretario de línea dura de Vostok, con maniobras, cálculos y estrategias varias con la intención de desacreditarlo. Lvovich no se había movido ni suavizado.
– Esta huelga terminará con él.
A Propenko le pareció que en el entusiasmo de su hija había algo desesperado, como si un Primer Secretario vencido fuera justamente lo que necesitaba para hacerla olvidar la muerte de Tikhonovich. Mientras ella seguía dándoles todos los detalles (las once minas de Vostok estaban cerradas; los mineros, siete mil, apoyaban a los que hacían huelga de hambre, pedían una investigación independiente del asesinato, exigían la renuncia de Lvovich y sus secuaces), no podía dejar de imaginarla en una orilla del río, histérica, sangrando entre las piernas. El poder de las invenciones de Malov era tal que lo perseguían en su mesa. Lo mantenían callado y pensativo en medio del revuelo doméstico. Finalmente abrió la primera botella de la Medicina del Olvido y sirvió cuatro saludables dosis.
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