Ella hizo un gesto con la mano y rió.
– Estoy con el programa de distribución de alimentos.
– Vivo en Vostok y no he oído hablar de ningún programa de alimentos, ni de norteamericanos.
– El discurso de Puchkov -le apuntó él.
– No he oído hablar de ningún discurso.
Czesich tomó esto como una señal positiva.
– Es un programa secreto-le dijo-. Nadie sabe que viajo. Ni siquiera el Embajador lo sabe. -Particularmente el Embajador, pensó.
Lo examinó de cerca y él se sintió como si estuviera pasando un examen, un test que debía aprobar para que la conversación pudiera seguir.
– ¿Oyó la noticia?
– ¿Cuál?
– Hay huelga en Vostok. Nuestros mineros.
– ¿Cuándo?
– Anoche.
– ¿Por qué?
– Motivos políticos. -La camarera reaccionó como si todo eso la superara. Echó una mirada a la puerta abierta.- ¿Ha oído hablar de nuestro Mikhail Kabanov?
– Por supuesto. El Primer Secretario. Todo el mundo ha oído hablar de él.
– Los mineros lo desprecian.
Czesich no se sorprendió. Desde que algunos años atrás comprendieron que Gorbachov no les iba a permitir hacer huelga sin mandarlos a hospitales psiquiátricos luego, los mineros habían actuado como si fueran la conciencia democrática de la Unión Soviética. Hacían huelgas amenazaban con hacerlas reteniendo como rehén a la frágil economía mientras trataban de empujar a su presidente cada vez más rápido en dirección a la reforma. Si en la Unión Soviética había hoy algunos héroes, estos trabajaban bajo tierra.
– ¿Y qué piensa de nuestro Kabanov? -dijo la mujer como al pasar, pero Czesich sabía que el azar no tenía nada que ver allí. Lo que ella le preguntaba en realidad era: ¿De qué lado está? ¿Qué clase de persona es?
– Desprecio todo lo que él representa.
La camarera sonrió y pareció darse por satisfecha y dispuesta a terminar la conversación, como si su misión hubiese sido asegurarse de que no era un espía, ni un homosexual, ni amigo de Mikhail Lvovich Kabanov. Se quedó con él unos minutos más, y cuando el tren aminoró la marcha para detenerse en Tula, el país de Tolstoi. se dio una palmada en los muslos, le agradeció la merienda y desapareció. Al cabo de unas semanas Czesich recordó la visita.
Hizo todo lo que pudo para mantenerse despierto: bebió té dulzón, recorrió el corredor estrecho pasando al lado de hombres en ropa azul en ropa de jogging y mujeres con hijos pequeños, bajó al andén en cada parada e hizo algunos ejercicios para estirarse tratando de recuperar la sobriedad. La decisión de dejar Moscú sin compañía y sin autorización parecía acompañarlo flotando a su lado a una distancia cómoda, benigna y a medias real. Era un gesto, una declaración, algo que podía revertir en cualquier momento. Dentro de años él y Julie podrían recordarlo entre risas
A la par que el tren avanzaba hacia el sur adentrándose en el corazón de la zona industrial, el paisaje pasó de campos ondulados y bosques a extensiones llanas de estepa. De vez. en cuando aparecían pequeñas montañas de residuos de minas y fábricas que arrojaban humo de diversos colores; dos cárceles con sus torres de guardia y alambrado de púas. Hasta hacía muy poco esto había sido todo parte de la Unión Soviética secreta, el país que periodistas, turistas y delegaciones de congresos no veían jamás. Era similar a las más pobres ciudades industriales del Valle del Ohio, sólo que aquí las cuarenta o cincuenta horas de trabajo no alcanzaban para comprar ni siquiera un automóvil de cinco años atrás y una casita descascarada y con hipoteca. No había piscinas en los patios del fondo ni hamburguesas a la vuelta del trabajo, sólo una choza de leños sin instalación sanitaria, un cuadrado de tierra cultivada, un almacén de comestibles en el pueblo que ofrecía pescado enlatado y tarros de repollo en escabeche. La gente caminaba o iba en bicicletas destartaladas o se apiñaba en ómnibus ruidosos y salpicados de barro. Se hacían arreglar los dientes sin cargo por dentistas que nunca habían usado novocaína o rayos X ni jamás tocado un metro de seda dental.
Esos mundos desolados siempre lo habían atraído. Eso fue lo que lo había llevado a la Agencia de Comunicaciones de Estados Unidos. Quería ayudar si podía: una exposición de fotografías para los obreros de Ufa o Novosibirsk, mostrar la última tecnología médica a doctores en Donetsk, entregar unas cuantas toneladas de alimentos en Vostok. Y si no podía ayudar, de todos modos quería estar aquí, sólo para ver las cosas con perspectiva. Muchos años atrás, en una ciudad, una ruina industrial, él y Julie asistieron a un bufyet, en el último piso de su hotel, rodeados por hombres corpulentos que bebían champaña soviética caliente y llenaban sus estómagos con un desayuno de goulash de carne de caballo, cuando descubrieron su causa común. Todavía la veía sentada enfrente de él con su vestido de verano y pendientes de argolla, toda ardor y revolución. "Antón -se había jactado- lo único que jamás voy a ser es un ama de casa mansa y nerviosa preocupada por el color de mi refrigerador mientras los bebés mueren de hambre en Bangladesh."
Julie había sido la joven más hermosa entre el personal de la exposición, una criatura de Chevy Chase y Radcliffe, dos años mayor y tan exótica para él como la campiña bashkiriana. Era todo lo que a él le había faltado en su crianza, dinero, refinamiento, prestigio familiar, y había sentido fuertemente la necesidad de impresionarla.
– Chekhov escribió algo sobre eso -le dijo-. No recuerdo el título del cuento, pero uno de los personajes dice algo así como: "Dentro de la cabeza de toda persona feliz debería haber un hombrecito con un martillo, golpeando para que recuerde a los pobres".
Esa conversación había marcado su extraño comienzo. Después de eso ninguna Marie DeMarco esperándolo, ningún amigo de la infancia en Chevy Chase, ninguna medida de culpa había podido salvarlos de su chifladura de amor de los años sesenta.
Habían formado parte de la exposición USCA en el buque insignia, algo llamado Fotografía USA, un pequeño museo viajero lleno de retratos de Stieglitz, equipo de fotografía y con un personal de veinticinco norteamericanos que hablaban ruso cuya tarea era explicar la democracia y el capitalismo a las hordas soviéticas Y fueron hordas. Aún entonces cuando todo lo norteamericano era sospechoso para el oficialismo, la gente había acudido a la exposición a razón de dos mil personas por hora, estrujándose en el pabellón recalentado, quedándose mudos ante las fotografías del perfil de los rascacielos en Nueva York como si fuera Oz. Rodeaban a cada uno de los guías americanos en un círculo de cuatro a cinco personas y disparaban preguntas como andanadas de ametralladoras Kalashnikov: "¿Cuánto gana por mes? ¿Cuántos metros cuadrados tiene su apartamento? ¿Por qué no hay negros entre ustedes? ¿Qué impresiones tienen de nuestro país?"
Y una y otra vez: "¿Por qué están en Vietnam? ¿Por qué están en Vietnam? ¿Por qué están en Vietnam?"
Fue una tarea extenuante, seis días por semana durante cinco semanas, y cuando el espectáculo terminó, dos semanas más de tareas manuales, envolver, empaquetar y cargar los equipos de apoyo en contenedores para el viaje a la ciudad siguiente. Aún después de las horas de trabajo seguían representando a su país. A menudo, algún visitante soviético los invitaba a cenar en su casa. En grupos de dos y tres, los guías se apretujaban en las diminutas cocinas de los apartamentos donde los obsequiaban con lo mejor que la familia podía ofrecerles: carne dura, borscht, litros de vodka. Conversaban hasta la medianoche, ofrecían libros, bolígrafos con punta de fieltro, y alfileres de la exposición para la solapa, y eran escoltados de vuelta hasta una manzana antes de llegar al Hotel de Turismo, donde sus anfitriones se despedían para que no los vieran los porteros que vigilaban y los matones de la KGB que andaban por ahí.
Читать дальше